Escribe Elizabeth Duval (Alcalá de Henares, 2000), en ‘Reina’ (Caballo de Troya, 2020), que está «un poco cansada» de que la relación que existe siempre entre el autor y sus lectores «sea tan unidireccional», que no se fomente el diálogo y que la crítica, incluso, se aleje todavía más de esta cuestión; y lo cierto es que nosotros también pensamos así. En ‘Popper Magazine‘, de hecho, nos gustan las nuevas voces porque tienen la frescura necesaria a la hora de conversar, de hablar, de escribir; como sucede con la propia Elizabeth o como le ocurría a Holden Caulfield, protagonista de ‘El guardián entre el centeno’, que, cuando leía un libro que le gustaba mucho, pensaba: ojalá, «el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras» y plantearle, así, las dudas y curiosidades que su obra propició. Nosotros, por suerte, y después de haber leído la primera novela de Elizabeth Duval con detenimiento y admiración, conseguimos contactar con ella en su residencia de París el pasado 14 de julio, día Nacional de Francia, día escogido por las autoridades -entre otros muchos motivos- para celebrar la toma de la Bastilla en 1789 y el nacimiento de la República. Es decir, el mejor día posible para hablar con una reina, romper con la unidireccionalidad y mantener, ¡por fin!, una charla distendida. Sobre literatura, sobre autoficción, sobre la vida cotidiana en París y sobre todos los engranajes que convierten a ‘Reina’ en una obra de muy difícil categorización.
Pregunta: Según leemos, cada día tienes una nueva concepción de tu novela: a veces piensas que es buena; otras, que es un poquito peor. ¿Cómo te has levantado hoy, qué has pensado últimamente sobre ella?
Respuesta: Lo que ocurre es que tampoco le he dedicado mucho tiempo a reflexionar sobre ‘Reina’ en los últimos días. He estado pensando en otras cosas, en otros proyectos; y sigo teniendo más o menos la misma idea que hace unas semanas. Creo que ‘Reina’ está bien, que es un buen libro. Esa sigue siendo mi opinión, sí.
P: Dedicarle tanto tiempo a pensar en tu propia obra demuestra una gran dosis de autocrítica.
R: Es algo que dice siempre -y muy bien- Gonzalo Torné, que también es un buen amigo mío: el escritor tiene que escribir un poco de espaldas a la crítica, no haciéndole demasiado caso; ni siquiera a la recepción que se haya podido dar por parte del público. La manera en que yo escribo es así: dándole la espalda al público, y mucho. Cuando escribo -y, además, el caso de ‘Reina’ es un caso muy particular dentro del catálogo de Caballo de Troya, porque no es en absoluto un libro convencional- yo no me pregunto por el bienestar del lector, no me preocupan sus ilusiones.
De todos modos, también creo que una de las cosas fundamentales a la hora de escribir es querer tener una relación de respeto y de igualdad con él; partir de la base de que el lector no es tonto, que si le interesa aquello que tú escribes, o aquello sobre lo que estás indagando, le interesará también lo que se encuentre de manera insospechada. No creo que haya que darle todo masticado: tienes que acompañarle un poco de la mano, pero no tienes que explicarle todas las cosas. Esto es algo que también está presente en ‘Excepción’ (Letraversal, 2020), por ejemplo: la mezcla de distintas lenguas, de distintos idiomas, sin la necesidad de aportar traducciones o indicaciones. No son cosas esenciales. Luego, si el lector quiere podrá buscarlo, podrá conocerlo. Podrá descubrir que la palabra en griego antiguo que abre el poemario quiere decir «Zeus», por ejemplo.
P: De hecho, también comienzas el libro de ‘Reina’ así, con una dedicatoria en la que dices, en francés: “A Hannah, en una lengua que no es la tuya”. A este respecto, Houellebecq sostenía, en ‘Serotonina’ (Anagrama, 2019), que «Es malo que los que se aman hablen la misma lengua, es malo que puedan comprenderse realmente, que puedan comunicarse verbalmente, porque la vocación de la palabra no es crear el amor, sino la división y el odio, la palabra separa a medida que se formula, mientras que un informe parloteo amoroso, semilingüístico, hablar a tu mujer o a tu hombre como se hablaría a un perro, genera las condiciones de un amor incondicional y duradero». ¿Qué opinas?
R: Pues, fíjate, en ese aspecto tan concreto soy radicalmente anti-Houellebequiana. Por el contrario, soy más Derridiana a la hora de tratar el monolingüismo del Otro. Si no se comparte una lengua materna creo que igualmente se puede construir una especie de diccionario común, un proceso para darle un significado común al mundo, bien sea en una relación amorosa o bien sea en una relación de amistad. Puedes enamorarte gracias a los significados que la otra persona le adjudica al universo.
P: En tu caso, que te has ido a estudiar a París, ¿encontraste muchos problemas para definir el mundo en francés, para nombrar las cosas de esa nueva manera?
R: No, me fue bien. Al final, cuando aprendes a manejar el francés en el instituto o estudiándolo en una academia lo que estás haciendo es aprender un francés más técnico, más parecido al idioma que te van a requerir en el ámbito universitario; luego, en el día a día, la cosa es vivir, adaptarte e interiorizar las expresiones que escuchas en la calle; expresiones que incluso pueden llegar a ser más regionales, como el argot de París -o el argot de un momento concreto que utiliza la juventud parisina-. Eso lo tienes que integrar vivencialmente; pero yo no tuve problemas, ni con la lengua ni con el hecho de ser extranjera. Además, yo parecía muy parisina, no entraba en la imagen mental que tienen los franceses de la españolidad y no he sufrido ningún tipo de racismo o de exclusión por ello.
P: Volviendo a Houellebecq, justo después del fragmento sobre las diferencias del idioma escribía: «La cosa podría ir bien si al menos pudiéramos limitarnos a asuntos inmediatos y concretos –¿dónde están las llaves del garaje?, ¿a qué hora viene el electricista?–, pero más allá empieza el reino de la confusión, del desamor y el divorcio». Es curioso, porque en ‘Reina’ mezclas una narración más o menos convencional con la inclusión de textos más breves, de conversaciones a través de Twitter, WhatsApp e Instagram. ¿Qué tiene de literario la inmediatez?
R: Yo creo que WhatssApp o Twitter tienen el mismo interés literario que el que podría haber tenido una obra como ‘Las amistades peligrosas’, de Laclos, en el siglo XVIII, por ejemplo. Entonces, la novela epistolar llamó la atención porque despertaba el interés de la gente en las nuevas formas que tenían de comunicarse en aquel momento concreto. Igual ocurre ahora, donde para nosotros son importantes los WhatsApps o los e-mails. Yo soy del 2000, y desde muy pequeña he vivido estas formas de comunicación; respecto a la inmediatez, creo que es interesante porque modifica la manera en que vivimos todas estas cosas, cambia nuestra forma de vivir la cotidianeidad. No es lo mismo poder comunicarse con una persona de manera automática -aunque estéis alejados- que no poder comunicarse en absoluto. Eso modifica; ya luego entraríamos en el debate de si es un cambio positivo o negativo, pero, desde luego, es una modificación, y no dar cuenta de esa modificación sería como estar falseando una de las muchas posibilidades que nos ofrece la realidad, estar contando la realidad de una manera que no es.
Tú no puedes contar algo que está ambientado en 2019 -a no ser que tus personajes sean neoluditas o no quieran participar de este avance tecnológico- sin tener en cuenta este intercambio, esta comunicación por e-mails o por conversaciones de WhatsApp. Lo que tampoco puedes hacer, por ejemplo, es obviar que estas conversaciones tengan también su propia carga dramática. Hay un momento en ‘Reina’ en que la carga dramática del capítulo obedece a que la narradora ha abandonado el grupo de WhatsApp que tiene con sus amigos; y es un drama.
P: Hay un momento en la novela en que, refiriéndote al libro de ‘Los argonautas’, de Maggie Nelson, dices aquello de que, al final, «somos todo lo que absorbemos, hasta aquello que no llega a fascinarnos». ¿Qué importancia dirías que tiene leer libros, ver películas, observar cuadros que disgustan, o sobre los que no se tiene una predisposición positiva inicial?
R: Yo creo que es algo muy importante, prácticamente fundamental. A la hora de escoger mis lecturas o, sobre todo, qué películas quiero ver, yo siempre suelo basarme en una cuestión temática: me interesa un tema, o un autor, e intento ver y leer todo lo que pueda sobre el mismo; pero creo que hay que variar. Justo lo hablaba el otro día con Théo, que también tiene un papel muy importante en ‘Reina’, y los dos llegábamos a la conclusión de que somos eminentemente formalistas en este sentido, en aquello que buscamos en una obra. Para mí, el interés de ‘Reina’, por ejemplo, también es un interés formal -y formalista- y no obedece tanto al contenido. Hay mucha gente que me dice que le resulta muy difícil definir la obra, o venderla en términos de mercadotecnia editorial, y es verdad; porque es un libro que se resiste a ser categorizado en base a su contenido -porque el contenido no es lo importante, al final-, porque lo importante son otras cosas. Eso es lo que a mí me interesa de la literatura, y de los libros: la capacidad de dar cuenta de las cosas que nos suceden de maneras tan distintas. Es algo que sucede con el arte, en general, también con las películas.
P: Y si ‘Reina’ fuera una película…
R: Pues el director tendría que hacer un buen trabajo. No sé, habría una primera parte que sería una especie de Jonás Trueba glitcheado y una última parte que de repente se convertiría en la última etapa de Godard, ja, ja, ja, ja.
P: Al escribirla, ¿qué buscabas exactamente?
R: Mira, yo en la escritura normalmente soy una persona muy obsesiva, con lo cual puedo empezar a escribir una cosa con una motivación concreta inicial pero en un momento dado cambiarlo todo y cambiar de dirección, entrando, así, en una labor de reescritura o de revisión donde modifico radicalmente el contenido; y eso fue lo que también pasó con ‘Reina’. Sin ir más lejos, el comienzo que yo ideé en un principio no tiene nada que ver con la manera en que ‘Reina’ empieza ahora; de hecho, el primer capítulo se escribe en un momento temporal muy parecido al que viví cuando escribía el último, y a partir de ahí se reestructura y se reescribe de nuevo el primer acto de la historia. Yo reviso constantemente la materia prima de donde sale luego la narración, que tampoco es un diario, como mucha gente cree, pues no hay anotaciones del día a día que lo inspiren. En realidad, ‘Reina’ está hecho más bien en retrospectiva; e, incluso, en anticipación de lo que también va a suceder. Pero todo se cambia y todo se estructura para que siga habiendo cierta lógica. Hay agrupaciones que no son temporales, sino de sentido, también. Son cosas sutiles, como en la escena de la despedida de Laura, donde el capítulo siguiente sólo tendría sentido si el propio personaje de Laura hubiese leído el texto anterior; algo que es absolutamente inverosímil, claro. Es como si el propio personaje hubiese leído el libro de ‘Reina’. Hay muchas cosas escondidas en medio de la escritura, y eso es para mí lo verdaderamente interesante. Lo que también hay son distintos grados y niveles de lectura.
P: Lanzaba el otro día el escritor y ensayista Jorge Carrión una reflexión en Twitter en la que decía que hay dos grandes grupos de escritores: los que crean un mundo y los que crean un estilo; y que, luego, hay una pequeñísima parte, los mejores, que consiguen hacer las dos cosas. Puestos a elegir, ¿cuál es la clase de escritura que prefieres?
R: Pues yo creo que la distinción que plantea Jorge Carrión es falsa; al menos, yo no estoy de acuerdo. Pongamos por ejemplo a Proust: es un grandísimo escritor, ¿pero ha creado un mundo? Yo creo que, más bien, ha creado una manera de contar, una forma de percibir el mundo; pero eso no implica que ese universo proustiano sea menos importante. Proust lo que ha hecho es reflejar, si no el nuestro, un mundo profundamente compartido por todos los demás. Mucha gente de su época, incluso, pudo vivir su realidad de una manera mucho más certera gracias a las palabras del autor; con lo cual, yo no creo que una característica fundamental del escritor sea la creación o la invención de un mundo nuevo. No creo que las grandes figuras de la literatura universal hayan entrado obligatoriamente en esa especie de construcción forzosa de un mundo paralelo, sino, precisamente, hay un reconocimiento de la realidad, de que las cosas son como son, como dice Barthes.
Ese reconocimiento lo podemos entender, en parte, como una herencia colectiva, como la interpretación de un mundo que efectivamente ha existido, que no es una construcción del escritor. Las formas de ver el mundo, de imaginarlo, sí pueden ser absolutamente propias, y eso es lo interesante. Alguien puede describir de una manera totalmente distinta la misma acción, como hace Proust cuando recuerda el beso de buenas noches de su madre, que todos hemos sentido alguna vez; pero eso no implica que cree algo distinto, implica que lo cuenta de una manera en que no se había contado antes.
P: Entre esas nuevas formas de contar aparece, por ejemplo, la autoficción. ¿Obedece ‘Reina’ a esta categoría?
R: Bueno, supongo que en parte sí que es un libro autoficcional, aunque a mí me gusta más considerarlo como un libro que explora el posible fracaso de los mecanismos propios de la autoficción. Una novela que lo que pretende, principalmente, es explotar el fracaso de los mecanismos de su construcción es también una novela; así que, bueno, ‘Reina’ también puede ser autoficción, sí.
Lo que yo quiero poner de manifiesto son los límites del pacto autoficcional que tienen el autor y sus lectores. Es decir, quiero demostrar que éste es un pacto falso, una mentira; un pacto mercantil que descansa sobre ciertas expectativas que ya trae puestas el lector desde su casa, y de las que luego el autor se puede aprovechar para jugar con los demás. Por otro lado, hay una cuestión tremendamente perversa en esa voluntad de conocer la intimidad o la vida del Otro, del que escribe; y, aquí, el autor es quien juega con ventaja, quien se puede aprovechar de eso para cometer un engaño, para construir la figura que él mismo quiera reflejar sobre su condición. En algunos casos, incluso, puede haber más ficción en un texto autoficcional que en una novela.

P: Hablábamos antes de la importancia de la predisposición -y de la falta de predisposición- del lector a la hora de afrontar determinadas cuestiones; sobre todo aquellas a las que no está demasiado acostumbrado. Con estas características que ahora nos cuentas tú sobre tu obra, ¿cómo crees que se ha tomado ‘Reina’ el lector?
R: Yo he estado contenta, sobre todo porque considero que el tiempo me ha ido dando la razón acerca de lo que mismamente escribía en ‘Reina’, aquella acusación que yo le hacía al lector de ser un voyeur, de querer entrar en una intimidad que no era la suya. Sin embargo, aunque la crítica cultural de la obra ha sido mayoritariamente elogiosa, la crítica popular -en Goodreads, por ejemplo- ha estado muy polarizada; y eso es lo que yo esperaba, sinceramente. O sea, hay reseñas totalmente negativas por parte del público, y es una cosa que yo me esperaba: entrar en todo lo que supone ‘Reina’ y encontrarte con que el libro no te da todo lo que tú estabas buscando te tiene que parecer, a la larga, un aburrimiento; pero es que ese es mi juego. Es lo que te comentaba antes, yo no escribo con una vocación de agradar a la mayoría.
Tampoco estoy de acuerdo, por ejemplo, con una cosa que decía Andrea Abreu hace unos días en una entrevista, en la que defendía que al lector le gusta que se experimente con la forma (a raíz de su primera novela, llena de localismos canarios y de un lenguaje totalmente nuevo para el lector no habituado al habla de Canarias). Yo creo que el lector es mucho más conservador que todo eso. Ella decía que se había dado cuenta de que «al lector le gusta que te salgas de la norma» al escribir, pero, repito, yo creo que no; y lo creo profundamente. Otra cosa es que al lector le guste -en algunos casos- una ligera desviación de la norma ante la cual pueda escandalizarse con unas pequeñas dosis de placer. Y me refiero a un placer entendido de forma burguesa, de manera conservadora -queriendo conservar en todo momento el statu quo-. El lector quiere escandalizarse, pero quiere escandalizarse poco, como diciendo: ¡Ay, qué loca es esta juventud que se sale de los márgenes! Aunque no demasiado. Por eso yo no escribo con expectativas de gustar, y eso es algo que me ha enseñado la promoción del libro: el poco interés que despierta en mí la recepción lectora. Al principio quería comunicar, entablar un dialogo con el público, pero con el tiempo me he vuelto más pesimista y tampoco pasa nada: habrá gente que lea la obra de una manera que me interese, y con la que pueda hablar, y habrá otra que no. Tengo cero interés en complacer.
P: Hablando de juventud: hay quien cree que hay que aprovecharla para vivir cosas, para experimentar aquello que luego, en el futuro, se va a empezar a narrar. Siendo del 2000, y escritora, ¿crees que hay que aprovechar la juventud, también, para escribir?
R: La juventud es un modo de vivir, un modus vivendi, un hábito. Yo no sé si me sería posible, por ejemplo, decirme a mí misma que no he vivido lo suficiente y, por tanto, postergar la escritura a un momento posterior. Además, no creo que lo importante sea lo vivido; parece, así, que la escritura es solamente una forma de esperar a que te sucedan cosas, que eso es lo único importante para poder empezar a construir tu propio estilo de escritura. El mundo interno de las personas es tan variado, tan distinto, y hay tantas cosas diferentes en cada uno, que la absorción de los hechos siempre será particular. No puedes esperar que vivir cosas interesantes o intensas te vaya a hacer escribir bien; para mí, al menos, no está ahí el origen de la buena escritura. Para mí, en realidad, lo más importante no son los hechos a contar, sino otras muchas cosas.
Quien te dice que eres demasiado joven para escribir esconde un temor, una especie de pudor a llegar -qué se yo- a la treintena y no reconocerse en las obras de juventud. Pero yo creo que es un pudor innecesario: tienes que disfrutar con aquello que fuera lo que te interesara con dieciocho o diecinueve años. Hazlo; y ya a los treinta estarás haciendo otra cosa, tendrás otros intereses, otras motivaciones. Yo misma a veces me levanto y digo: no me interesa en absoluto lo que he hecho en ‘Reina’, que ya escribí hace dos años; pero aléjate de ese pudor, de esas ganas de huir de esa versión de ti misma del pasado. Es algo normal, es algo que no importa demasiado. Hay que intentar alejarse de esa obsesión por preguntarse qué clase de legado le voy a dejar al mundo; básicamente porque esa imagen que dejes no la vas a construir tú. Tú nunca vas a ser, al final, tu propio juez.
P: Esto podría vinculares perfectamente con una frase en la que tú misma adviertes -o tu protagonista, más bien- que «la intrascendencia» te «pone nerviosa y no podría[s] soportarlo sin alcohol en el cuerpo». ¿Qué otras maneras existen para combatir esa suerte de trivialidad?
R: La escritura es una, desde luego. De forma más mayoritaria (y haciendo un poco de alusión al nombre de la revista) creo que las drogas recreativas también pueden serlo. En cierto sentido, la escritura podría ser perfectamente considerada como una droga recreativa; como cuando Roland Barthes recomendaba tomar un poquito de anfetaminas cada seis semanas para superar el bloqueo de la página en blanco. Es algo de lo que Paul B. Preciado ha hablado mucho también, de cómo un gran número de filósofos franceses -sobre todo después de la segunda mitad del siglo XX- y muchos escritores han sido personas profundamente dependientes de esta clase de substancias. Yo, en comparación, llevo en París una existencia bastante tranquila, la verdad. Al menos en ese sentido.
Creo que las drogas -algunas drogas- pueden llevarte a alcanzar una trascendencia subjetiva. Por ejemplo, el comienzo del relato que tengo en la antología de ‘Asalto a Oz’ (Dos Bigotes, 2019) es una reflexión sobre el orden del Universo, de la composición de las cosas que lo conforman; y viene de una grabación mía después de haber tomado LSD [risas]. El LSD, por ejemplo, sí que me parece mucho más trascendente que otras drogas como, digamos, la marihuana. Hay distintos grados; y hay trascendencias que son más subjetivas, más destinadas al autoconocimiento, y otras que están más destinadas a la comunicación.
P: En otro fragmento del libro dices: «Nunca escribimos al buen destinatario. Porque no se escribe a la persona en sí, sino a su fantasma. Y a uno mismo». Inevitablemente, uno se acuerda de David Foster Wallace y de aquella frase que decía: «Todas las historias de amor son historias de fantasmas». ¿Escribe uno, acaso, por la necesidad de revivir: momentos, personas, circunstancias; más que de construir?
R: En ‘Reina’ desde luego. Lo cierto es que se trata de un libro profundamente nostálgico, a pesar de que lo haya escrito cuando tenía dieciocho años. Es curioso que, siendo así, sea un libro que hable tanto de la nostalgia y que esté tan anclado en el pasado. No sé si ésta será la tendencia que siga en el futuro, pero con ‘Reina’ ha sucedido así. Tampoco sabría decirte si la figura del fantasma está necesariamente vinculada al pasado; evidentemente, encuentra sus raíces en el pasado, pero también se construye un poco como proyección de un futuro en tanto que también funciona como una posibilidad que no existe todavía o que no logramos encontrar. Pero sí, ‘Reina’ es un libro que, aunque se escriba en presente, se concibe en pasado, en un pasado muy cercano.
P: Y por último, ¿qué es el amor para Elizabeth Duval?
R: Pues para esta pregunta casi me auto-citaría a mí misma y volvería a la definición que hago del amor en una de las páginas finales de ‘Reina’, que tiene mucho que ver con el deseo. Para diferenciarlo un poco, creo que en el amor, además de fascinación, tiene que haber un intercambio, una construcción en común; el deseo, por su parte, es un poco más unidireccional. Y creo que ‘Reina’, en su estructura, lo define bastante bien: empieza con «lo llaman ennui», que se refiere al tedio, al aburrimiento; y termina hablando del deseo: «lo llamo deseo y el deseo es suficiente».
*Imagen de cabecera tomada y cedida por Hannah Waheed.
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