Destacados Entrevistas Literatura

Andrea Abreu: «Intento experimentar con los límites del lenguaje, hacerlo extraño, incómodo, generar un efecto en quien me lee»

Conversamos con Andrea Abreu (Icod de los Vinos, 1995) sobre el éxito de 'Panza de burro' (Editorial Barrett, 2020), la importancia de las palabras en la infancia, la crudeza de determinadas etapas, el respeto hacia el pasado, la poesía y el porvenir.

Autora de una de las mejores novelas -y de las mayores alegrías- del 2020, Andrea Abreu (Icod de los Vinos, 1995) nos atiende por teléfono desde su casa, convaleciente, con una voz amable, un poco fatigada y, en el fondo, alegre. Acaba de tener un accidente de tráfico del que poco a poco se está recuperando y, a pesar de que todas las partes implicadas en el desarrollo de esta entrevista se encuentran en Tenerife, es mejor no ir a incordiarla y dejarla reposar. Ella está en Icod, como Isora, una de las dos niñas protagonistas de la trama de Panza de burro (Editorial Barrett, 2020); yo, en Santa Cruz, como el primo segundo informático que aparecía en la novela. Sin embargo, ocurre un cambio de planes y parece que se inviertan los papeles: yo comienzo a hablar como si fuera Isora, es decir, curioso, emocionado, impaciente; y ella, como si fuese el primo que tenía todos los juegos de la guenboi descargados en el carrete: dando respuestas envidiables, finas, concretas, resplandecientes. ¡Shit! Si es que tenía toda la razón Carlos Pardo el otro día, cuando escribió en Babelia que en el debut literario de Andrea no se escribe como se habla; pero, de verdad, hablar con ella es igual de emocionante que disfrutar de lo que escribe.

PREGUNTA: Has dicho en varias ocasiones que publicar Panza de burro te ha cambiado la vida. Puede resultar una pregunta evidente, pero, ¿en qué medida lo ha hecho?

RESPUESTA: Uf. Para empezar, decir que me cuesta muchísimo resumir en qué aspectos concretos me ha cambiado la vida la novela porque todavía siento que no ha pasado tanto tiempo como para terminar de entender en qué medida lo ha hecho; pero yo tengo la sensación en el cuerpo de que ha sido así, de que me la ha cambiado por completo. Me sigo sintiendo la misma persona, tanto a nivel de valores como en el día a día, en mi vida privada; pero sí que es verdad que siento -a un nivel más abstracto- que la relación del mundo hacia mí se ha visto alterada. A veces me siento un poco extraña porque, por ejemplo, tengo la paraonia de que hay gente que me reconoce por la calle, que es algo que no me había pasado nunca, en mi vida. Y, claro, a veces pienso que es una paranoia, pero de repente alguien me para, o vuelvo a casa y me encuentro con un mensaje de alguien que me dice que me vio sentada en algún sitio. Me siento como continuamente expuesta a una cámara que registra todos mis movimientos y todos mis actos; incluso dentro de casa me siento así, debido a esa pantallita por la que estamos continuamente expuestos que son las redes sociales. Y tampoco es que sea yo Britney Spears, pero sí que me siento mucho más expuesta que antes de escribir la novela: tengo más seguidores, la gente me escribe, me comenta cosas, y eso hace que me sienta más vulnerable, que sienta un poco más de miedo hacia la sociedad y hacia lo que los demás puedan llegar a pensar de mí. Es una mierda, pero es así.

También, y debido a esto, siento que me he vuelto una persona más precavida, más cauta a la hora de hablar de ciertos temas; y esto es algo que tampoco me había pasado nunca. Jamás había tenido reparo en contarle a la primera persona que se interesase por mi vida cualquier aspecto de la misma, y, contraria a lo que yo era antes, he aprendido a moderarme. Este ha sido un cambio brusco, porque el hecho de hablar de mí, hablar de lo que sea con cualquiera era una característica muy propia mía, muy personal; y ahora, como todo lo que digo queda grabado -por decirlo de algún modo-, he tenido que aprender a no hablar tan ligeramente. Con el paso del tiempo he descubierto que, a veces, las palabras que utilizo me hacen daño. No lo había sentido hasta ahora y en el fondo me da un poco de miedo: que tus palabras tengan un valor más allá del que realmente tienen, o del que tienen en el momento concreto en que las dices.

Luego, por supuesto, publicar Panza de burro también me ha cambiado la vida a nivel económico. Como he dicho en varias entrevistas, antes de sacar la novela estaba bastante jodida: no trabajaba de lo mío sino de lo que fuera -que es algo que, si en el futuro se acaba el bombazo que estoy viviendo ahora, volvería a hacer sin ningún problema-; iba sobreviviendo de la manera en que podía, pero es verdad que me costaba muchísimo llegar a fin de mes. Me sentía siempre en deuda; y una de las partes más positivas de haber logrado cierta legitimidad, aparte de haber conseguido -afortunadamente- que mucha gente me lea, es el respaldo económico; y esta es una seguridad con la que no contaba antes. Ahora puedo tener muchas más inseguridades en otros aspectos, pero también me he dado cuenta de que la base económica firme -o más o menos firme- te permite avanzar un poco más en otros aspectos de tu vida que antes no habías tenido tiempo de cuidar: a nivel de autocuidados, de salud mental, de todos esos otros aspectos por los que antes no podía preocuparme porque no tenía con qué hacerme cargo. Antes estaba siempre pensando en cómo pagar el alquiler y ahora, aunque -por supuesto- siga teniendo miedo de que me echen de mi piso cuando se me acabe el dinero, sé que tengo una fuente de ingresos que me permitirá estar durante un tiempo sin obsesionarme con el dinero como primera preocupación.

P: Planteando la pregunta desde un punto de vista más romántico: más de allá de cómo -y cuánto- te ha cambiado la vida publicar Panza de burro, ¿cómo -y cuánto- te ha cambiado la vida escribirla?

R: Pues creo que nunca me lo había planteado, la verdad. Evidentemente, desde un punto de vista más romántico, escribir Panza de burro me ha cambiado también, pero no tanto como el hecho de publicarla. No sería sincera si dijese que me ha cambiado al mismo nivel porque no ha sido igual, para nada; sin embargo, el hecho de escribirla hizo algo importante, que fue confirmarme la posibilidad de entrar en otros géneros literarios. Hasta el momento yo sólo había escrito poesía; bueno, soy periodista y también había escrito artículos, incluso tratando de que ese periodismo que yo hacía tuviera una óptica un poco más narrativa, siguiendo la estela de Gabriela Wiener o Leila Guerriero, pero siempre fue un intento: era algo que me gustaba, pero que, por desgracia, nunca llegué a tener la oportunidad de desarrollar. Sea como sea, la cosa es que yo siempre había pensado que yo no era capaz de escribir una narrativa con demasiadas páginas; lo daba por seguro, lo tenía clarísimo. No me planteaba siquiera que yo pudiese llegar a tener tal equilibrio como para escribir durante un periodo largo. Al final, un libro de poemas puedes escribirlo incluso durante años, pero no estás todo el día trabajando en ello; bueno, o al menos yo no estoy todo el día trabajando en ello sino que le dedico un día o dos a la semana en que trabajo a piñón y lo termino sacando. En cualquier caso, yo no creía que fuera capaz de escribir una novela porque: uno, no creía que tuviese la técnica necesaria; y dos, porque pensaba que tampoco tendría la constancia. En ese sentido sí que me ha cambiado el hecho de escribir Panza de burro: la impresión de que ha sido la primera y de que puedo seguir escribiendo otras novelas, incluso otros géneros, como el cuento o el relato -que tampoco me había planteado y ahora mismo pienso que es una posibilidad bastante real-.

De todos modos, y tal y como te comentaba al principio, lo que creo que verdaderamente me ha cambiado -y mucho- ha sido el hecho de publicarla. Por ejemplo, por muchas historias fantásticas que yo pudiera montar al respecto de lo que ocurriría cuando la novela saliese, me he dado cuenta de que la realidad no se parece en nada a lo que había imaginado. Recuerdo cuando una vez mi padre me hizo una broma y me dijo que este libro saldría en los cines, que le harían una película, y, claro, yo me reí tanto… Le dije que estaba flipando, que tampoco se pasase, ¿no? Y ahora resulta que han comprado los derechos para hacer una película… Así que, por muchas flipadas que yo me figurase en mi cabeza, nunca imaginé que me iría tan bien. Sí, es a nivel de publicación donde he visto el cambio más grande.

P: Es que es eso: a estas alturas, Panza de burro tiene los derechos audiovisuales vendidos, que se dice pronto; se han comprado más de 20.000 ejemplares de la novela desde que salió en nuestro país, se esperan futuras traducciones al portugués, al francés, al inglés, al italiano, al alemán, al noruego, al danés ¡y hasta al holandés! También un audiolibro… Con un presente así, ¿cómo se encara el futuro?

R: Ay, pues mal. (ríe) Es broma, claro; pero soy plenamente consciente de que cuando tú publicas un libro que ha vendido 20.000 copias seguramente haya bastante gente que tenga la curiosidad o quiera leer un segundo libro, aunque sea sólo por ver si éste se parece al primero o si no tiene nada que ver. Eso es positivo, porque ya no partes de cero, de la nada, como yo partía con los anteriores libros. Tienes la sensación de que va a haber gente que te respalde y te lea a pesar de lo que hagas, que es algo que yo misma hago con mis autoras y mis autores preferidos; pero, por otro lado, creo que también hay un peligro muy fuerte para mi psicología, que es el hecho -y todos estaremos de acuerdo- de que cuando una primera novela revienta de esa manera es muy difícil que la segunda vaya a tener la misma consideración. Y no te estoy diciendo ya que sea mejor o peor, sino que alcance un algo parecido.

Yo parto de la base -y es algo que me agobia cuando lo pienso fríamente- de que es imposible -o muy difícil, más bien- que el segundo libro de narrativa que yo saque tenga la misma consideración que el primero. Éste ha sido una cosa bestial, y habitualmente estas circunstancias no se repiten, por tanto yo ya sé -o puedo intuir- que la repercusión no va a ser la misma, y eso me genera una pre-frustración. Ahora, por ejemplo, cuando me siento a escribir lo que intento es conectar -o reconectar- con aquel momento exacto en que yo no tenía ninguna expectativa, en que yo no había publicado nada que tuviese una gran aceptación; pero es difícil borrar todo eso de la cabeza y soy consciente, mientras escribo cosas nuevas, de que la gente -muy probablemente- no las vaya a recibir como recibieron Panza de burro, y esa es una presión añadida que dificulta bastante las cosas.

P: Claro, como en tu próxima novela se te ocurra, en vez de «vulcán», escribir «volcán», la gente se te va a echar encima…

R: Esa es otra, que parece que muchos lectores quieran una segunda parte de Panza de burro, y escribir siempre lo mismo es aburrido.

Andrea Abreu, autora de ‘Panza de Burro’. Fotografía tomada por Alex de la Torre y cedida por la editorial Barrett.

P: Decía Sabina Urraca en el prólogo de Panza de burro que, cuando leyó la primera versión de la novela, sintió envidia, «una envidia por la imposibilidad de escribir yo algo así», y que, en su opinión, «ojalá siempre se editara por envidia». A la hora de dejarse editar, ¿también funciona así? Durante el proceso, ¿hay que sentir también envidia, respeto y admiración -que creo que es lo que la propia Sabina quería transmitir-?

R: Fíjate que, en los últimos tiempos, he conocido a mucha gente que se dedica a la escritura -y que antes no había tenido la oportunidad de conocer-, y sobre todo a muchos hombres que se dedican a ella, que se enorgullece de que su editor o editora nunca les toquetee lo que escriben, y que ven la figura del editor como una figura invasiva que coarta y limita la creatividad, que prioriza por encima de todo los valores económicos o el potencial económico de lo que lee; pero en mi caso, y como tú bien dices, el factor de la envidia -o de la admiración- ya estaba muy asentado a la hora de hablar de Sabina Urraca mucho antes de que me pusiese a escribir la novela. Ella era y sigue siendo una de mis escritoras preferidas y, para mí, su novela Las niñas prodigio (Fulgencio Pimentel, 2017) marcó un antes y un después en la forma que tenía de entender una novela en sí misma, una manera de contar. Quien la ha leído sabe, de hecho, que no es una novela al uso, y trata la infancia y la pre-adolescencia de una forma que yo no había visto antes en España; entonces, realmente yo jamás sentí como si ella estuviese interviniendo negativamente en mi texto sino todo lo contrario: sentía que estaba teniendo la grandísima oportunidad de que una de mis escritoras favoritas, alguien a la que siempre he admirado y querido imitar -por la forma y por la fuerza que tiene-, me estaba aconsejando, me estaba ayudando a pulir mi texto. Para mí era un privilegio y en ningún momento lo viví como una limitación.

Creo que muchos escritores, y sobre todo los que tienen una determinada edad, están acostumbrados a que nunca les hayan dicho que hacen las cosas mal o que necesitan ayuda; y si me atrevo a hablar también creo que es una cosa asociada al género. En realidad, lo que yo veo en las escritoras de mi generación y en mí misma es justo lo contrario, que estamos continuamente pidiendo ayuda y opinión porque realmente entendemos -y es una realidad sociológica- que los productos culturales son un proceso colectivo, no individual. Yo por ejemplo entiendo que el libro es mío, que no hubiera podido ser si yo no lo hubiera escrito, pero es que tampoco hubiese podido ser si no hubiese tenido la oportunidad de que alguien como Sabina me lo editase sin yo haberlo terminado. Eso fue primordial: si no me hubiesen dado ese pequeño empujoncito y ese pequeño voto de confianza quizás me hubiese aburrido de escribirlo, tal y como me estaba pasando justo antes de que me lo dieran. Me parece importantísima, a lo largo del proceso, la intervención tanto de Barrett como de Sabina como de todas las personas que lo han recomendado por Instagram; todo es una cadena de elementos que se solapan para que se haya dado el boom que nos ha estado ocurriendo.

Volviendo al tema de Sabina, yo creo también que una de las cosas que diferencian mi relación con ella de las que tienen otros escritores con su editor -y que creo que no se da muy habitualmente- es el hecho de que ella también es escritora; y que es una escritora muy buena. Entonces, claro, más que entender sus aportaciones y sus apreciaciones como las apreciaciones de una editora al uso, yo las entendía como los consejos de una escritora que tiene más experiencia que yo y que tiene, a su vez, la capacidad de aconsejarme. Todo fue súper guay, y no sólo al nivel del texto -que por supuesto- sino también al nivel del acompañamiento psicológico. No sé, nunca he tenido una relación editorial más allá de Panza de burro, y creo que, quizá, me estoy llevando una impresión muy diferente a la que me voy a llevar durante el resto de mi vida, pero creo que cuando un editor te acompaña lo hace siempre desde su propia perspectiva; ahora, cuando quien te acompaña es otro escritor que ya ha pasado por lo mismo que tú y que conoce a la perfección todos tus bloqueos y todas sus sensaciones -como la de que a veces sientes que lo que haces no vale un duro, y que es algo que no podrías decirle a un editor porque sería una estrategia de marketing malísima- vas a entender las cosas de otro modo, vas a entenderlo todo mejor. Sabina fue como una amiga que me daba la manita mientras estaba estudiando, o escribiendo, en este caso. ¿Sabes esos momentos de ansiedad en que necesitas que alguien se siente a tu lado y te dé la manita? Pues Sabina se sentaba siempre a mi lado a través de la pantalla del ordenador: cuando tecleaba, cuando corregía; en todo momento.

P: Hablábamos antes de tu faceta poética y de cómo Panza de burro te ha servido para constatar que eres capaz de enfrentarte a otros géneros; pero, por su parte, ¿qué aspectos concretos de la poesía dirías que te han ayudado a narrar?

R: Mira, yo creo que hay un aprendizaje que adquirí en la poesía que ha marcado la forma que tengo de escribir en todos los géneros, aunque más que nada en narrativa, sí; y creo que es lo que establece que yo tenga un estilo, una suerte de voz propia que suponga un elemento diferencial y que yo misma busco en ella. Al contarlo siempre me remito a la lección que me dio un poeta de aquí, de Tenerife, que se llama Coriolano González Montañez y que me impartió un curso de poesía cuando yo tenía diecinueve años y estaba súper perdida en la vida y no tenía ni referentes ni amigos que escribieran ni nada, y que, por otra parte, me sirvió para abrir los ojos y vislumbrar un poco mejor el camino. Me enseñó, sin ir más lejos, que cuando alguien pregunta por el motivo de la poesía, por cuál es su intención o su objetivo, normalmente se suele aludir al término belleza, y dijo que, según lo que a él le parecía, la búsqueda de la belleza en poesía de lo que trata es del extrañamiento del lenguaje. Recuerdo que subrayó en la pizarra la palabra extrañamiento, y me encantó tantísimo eso que, desde entonces, intento aprender a experimentar con los límites del lenguaje, hacerlo extraño, incómodo, generar un efecto en quien me lee, lograr como una especie de función activa en la persona que me lee. Y es algo que me cuesta muchísimo, claro; al principio una tiende a escribir cosas que, en vez de incomodidad, generen complacencia. En los comienzos no se suele ser muy vehemente con quien te lee sino que se suele usar el sentido común y ser conservador. A medida que yo fui indagando en mi propia forma de extrañar el lenguaje, que yo creo que esa es la indagación de la mayoría de las personas que escriben poesía, fui encontrando vías que me gustaban para narrar.

También se debió en gran medida a las poetas que yo leía por recomendación de Coriolano -que resultaron ser en su mayoría autoras norteamericanas- y que yo misma clasificaba como en una especie de genealogía de extrañadoras del lenguaje: Sylvia Plath, Anne Sexton, Louise Glück, las autoras de la generación Beat, etc., y que me llenaron tantísimo que, como ellas, empecé a interesarme por una concepción más narrativa de la poesía que aquí, en este lado del Atlántico, no solíamos tener tan presente, que parecía -incluso- que la poesía narrativa era de mal gusto o una poesía muy mundana. Claro, cuando yo conocí esta clase de versos dedicados a lo cotidiano, tan relacionados con lavar, planchar o cocinar, le sumé la percepción de la belleza y también el extrañamiento del lenguaje, empecé a construir mi forma de entender la poesía; y de ahí, de alguna manera, nace mi manera de entender la narrativa también. Creo que se nota en Panza de burro que hay una intencionalidad -quizá no muy exagerada- de extrañar el lenguaje.

P: Qué curioso, hace unos años, Juan José Millás publicó un artículo en El País titulado El hijo del joyero en el que contaba cómo, en una de sus clases de escritura creativa, había hablado de algo parecido -citando incluso uno de los poemas de Anne Sexton- y cómo en ella, también, había tenido un alumno que le había marcado especialmente porque, al contrario que el resto, él «no había ido al taller para aprender a escribir, sino para aprender a escribirse». ¿Coincidirías tú con su experiencia? ¿Escribiste Panza de burro, quizá, para escribirte a ti misma?

R: Yo soy una persona que quiere hacer su escritura accesible. El otro día, por ejemplo, me preguntaron que qué creía que era lo que hacía que Panza de burro fuese un libro tan leído, y yo opino que es algo tan sencillo como eso. De todos modos, no tengo del todo claro que yo lo que quiera sea escribirme a mí misma. Últimamente me lo preguntan también mucho, que qué busco con mi escritura, y realmente no sé qué es lo que pretendo o qué es lo que estoy haciendo yo dentro de este mundo. Antes sí: antes tenía muy claro que era como una especie de objetivo vital, una forma de entender la vida; y ahora, sin embargo, me paro a pensar, me pregunto por qué tengo la necesidad de escribir y más que sentir que me estoy encontrando en la escritura siento que me estoy perdiendo dentro de ella. Te lo juro: realmente pienso que, más que acercarme a mí misma dentro de la escritura, me alejo, tomo distancia de las cosas.

El resultado de mi escritura no es un resultado autoficcional, pero sí que es un proceso autoficcional en el sentido de que parto de preocupaciones mías y de cosas, anécdotas y hechos que me ocurren a mí o a las personas que me rodean. Lo que hago es inventar posibilidades no existentes jugando con ellas y apurando la realidad. Ahora mismo estoy un poco confundida, y te va a sonar como una exageración, pero a veces me cuesta distinguir bien el relato de las cosas y las propias cosas en sí mismas. Creo que ya no sé vivir sin esa sensación de mentir acerca de la vida; entonces, más que narrarme a mí lo que siento es que poco a poco me voy inventando, me voy confundiendo. Escribir y leer es una confusión extrema, ¿no? Y yo siento la necesidad de ficcionar las cosas que me pasan a mí y que les pasan a los demás. Llevo toda la vida haciéndolo: nunca he sabido contar las cosas intentando ceñirme a lo que -atendiendo a una idea muy básica de lo que es la realidad- objetivamente pasó. Mi tendencia, por tanto, ha sido la de hiperbolizar y exagerarlo todo, día a día; y es esa tendencia la que me lleva a escribir así: descubriendo las posibilidades encubiertas de la propia realidad.

P: Aparte de representar sobre el papel el modo que tienen de hablar algunos segmentos concretos de las Islas Canarias -como decía Sabina Urraca en el prólogo, «Panza de burro no es una historia que refleje el habla canaria, porque es solo el habla de un lugar concreto, de un barrio concreto, de dos niñas concretas»-, representas el modo de hablar propio que tenemos en la infancia. A este respecto, Natalia Ginzburg, en Las pequeñas virtudes, decía: «En la infancia, tenemos los ojos fijos, sobre todo, en el mundo de los adultos, oscuro y misterioso para nosotros. Nos parece absurdo porque no comprendemos nada de las palabras que los adultos se cambian entre sí ni el sentido de sus decisiones y acciones, ni las causas de sus cambios de humor, de sus cóleras repentinas. Las palabras que se cambian los adultos entre sí no las comprendemos ni nos interesan; al contrario, nos aburren infinitamente». ¿Es la infancia, quizá, el momento vital en que las palabras que se dicen -las pocas palabras que se dicen- cobran una mayor importancia, un mayor sentido?

R: Antes de nada, decir que justo Natalia Ginzburg es una de mis escritoras favoritas y una de las que más ha determinado mi forma de escribir y, sobre todo, mi forma de entender la acción dentro de la narrativa, que tiene más que ver con lo cotidiano y con la lentitud de los procesos diarios y de la vida dentro de casa que con la acción tradicional que se ha entendido siempre desde una perspectiva masculina de la literatura. Por otro lado, sí, claro, considero que las palabras en la infancia son muy importantes, primordiales incluso, y creo que lo intenté reflejar dentro de la novela a través de una especie de construcción de un «lenguaje propio». A pesar de que los canarismos y los localismos estén súper presentes dentro de la historia, lo que tiene más peso es el lenguaje como una suerte de herramienta para narrar la infancia y la amistad entre esas dos niñas en concreto. No es el reflejo del habla de un barrio -que, en cierta medida, también-, sino, más bien, el reflejo del habla de dos niñas que son amigas. Si te fijas, toda su relación está construida en torno a la repetición de las palabras: continuamente están diciendo «bitch», «shit», «jarrapienta», etc., y, claro, cuando la gente me preguntaba que por qué repetía tanto todas aquellas cosas yo les decía: si tú te acuerdas de la época en que eras niño, o eras niña, o eras niñe, y tenías una mejor amiga, normalmente recordarás que tenías una especie de idioma en clave que nadie más entendía y que sustentaba toda esa amistad. Toda tu amistad estaba construida en torno a esas palabras que tú compartías y que solamente con nombrar te traían una serie de sensaciones que otras personas no eran capaces de recrear utilizando las mismas. Al final, toda nuestra vida está mediada por las palabras, y nuestras relaciones también: sabemos identificar a ciertas personas a través de determinadas palabras que compartimos con ellas en exclusiva.

Yo quería darle un lugar primordial dentro de la novela a las palabras y, sobre todo, quería dárselo en el espacio de la infancia, donde para mí encuentran su momento principal, su momento más importante. Es en la infancia cuando aprendes el mundo a través de las palabras, y son tan importantes las palabras -dentro del contexto de una relación- que yo quería dejar constancia de ello en la relación de las dos niñas protagonistas. Por eso me doy tantas licencias a la hora de trasladar y transcribir de manera casi literal las palabras, y ya no sólo al canario, sino en general: porque hubo un momento en que la palabra «guenboi» formó parte del vocabulario de las niñas en la misma medida -o más- en que lo hicieron otras, como «papá» o «mamá».

P: ¿Y qué ocurre con las emociones?

R: Hablando de la infancia a mí me gusta mucho subrayar un punto determinante, y es que muchas veces se suele asociar esa etapa con el momento más puro e inocente de la vida, el más alejado de las desilusiones y demás; sin embargo, yo tengo una opinión de ese momento vital bastante diferente. Yo recuerdo, por lo menos en mi caso particular, que las mayores desilusiones o las mayores tristezas que me he llevado se dieron en la infancia -y mira que me he llevado muchas y que he perdido a muchas personas, que he vivido la muerte muy de cerca y me han ocurrido cosas bastante mierdas-. Y creo, además, que esas desilusiones, y las palabras que empleaba para afrontarlas, simplemente se han ido reproduciendo a lo largo de la vida, como en un círculo vicioso. Considero, de hecho, que a lo largo de mi vida lo que he ido haciendo ha sido ir desarrollando esas tristezas primigenias que tuve a lo largo de la infancia; y por eso quería escribir sobre ese momento, porque creo que de ahí parten todas las tristezas y todas las preocupaciones que he ido teniendo con los años.

Yo, personalmente, tuve una relación de amistad muy, muy fuerte cuando era pequeña -de la que tomé algunas cosas para inspirar la historia de Panza de burro-, y esa relación marcó tan fuertemente el modo que yo tengo de relacionarme con las personas que creo que todas, todas, todas las formas que he tenido de relacionarme con los demás a lo largo de mi vida, incluso con amigas o parejas, ha sido como una especie de búsqueda incansable de volver a encontrar esa relación; así que imagínate lo sustancial que fue para mí toda esa construcción de la amistad infantil, o las decepciones y desilusiones que de ella vinieron…

Más que la época más pura, yo considero la infancia como la época más dolorosa de todas. En mi caso, yo vivía por y para sentir las emociones: no tenía un control sobre ellas ni tenía ninguna intención de controlarlas o de huir; simplemente me dejaba ir y eso era lo que hacía que sintiese una felicidad extrema, pero también una tristeza desacerbada. Creo que, conforme pasan los años, cada vez voy perdiendo más la capacidad de sentir tan desaforadamente, de vivir las emociones como un torrente, como una barranquera. Ahora me contengo un poco más, y, aunque haya perdido un poco de esa capacidad tan intensa, siento también que he podido avanzar de una manera más equilibrada.

P: Natalia Ginzburg le recriminaba a los adultos en su texto, por otra parte, que cambiasen de humor constantemente y sin motivo. ¿Qué les recriminarías tú? Y al contrario: ¿Qué les agradecerías?

R: Pues la verdad es que me parece una pregunta complicada. Nunca me había parado a pensarlo. Uno siempre piensa en cómo actuaban sus padres cuando era pequeño, pero no qué les recriminarías, ¿no? En este momento de mi vida, por ejemplo, no me atrevería a recriminarles nada, pero si le preguntases a la Andrea de hace cuatro años, que estaba como muy cabreada con el mundo, probablemente se centraría en la parte que tiene que ver con la relación que mantenemos con el trabajo. Por un lado, les agradecería la sensación de no tener miedo de perder nada. Mis padres siempre me enseñaron a mí que intentase hacer las cosas sin ningún miedo a nada porque, como no teníamos nunca qué perder, había mucho que ganar. Me dieron la oportunidad de probar cualquier cosa porque sentía que, en el fondo, tampoco pasaba nada si salía mal. Yo vengo de una familia obrera y no tenía muchas cosas materiales por las que preocuparme, y me daba la sensación de que podía intentarlo todo porque no tenía una herencia o un honor que respetar, ni nada por el estilo. Eso me lo inculcaron bastante y es lo que, por ejemplo, me ha permitido escribir o irme de repente de trabajos en los que me explotaban con la cabeza bien alta. Como siempre me ha dicho mi padre: la vida no empieza ni termina en un trabajo.

Luego, y pensándolo un poco, creo que sí que hay dos elementos concretos que les recriminaría a los adultos y que sí que me han afectado negativamente, tanto a mí como a muchas personas de mi generación. Una es -y tiene mucho que ver con el pensamiento judeocristiano- esa idea de que el trabajo es una manera de dignificarse a uno mismo, pero en un sentido muy malo, ese que parece decirte que solamente mereces vivir, existir, comer y gozar de la existencia si previamente has trabajado para ello. No vale con estar, no vale con haber tenido el regalo de existir sino que, además, tú te lo tienes que ganar y tienes que aprender que en esta vida las cosas no son gratis; esa sensación de que nunca es suficiente, de que nunca has hecho lo suficiente y que siempre queda algo por hacer y que, por tanto, nunca te terminarás mereciendo del todo las cosas porque siempre vas a estar en deuda con un ser superior -no sé cuál- y siempre vas a tener que demostrarle que trabajaste lo suficiente y te esforzaste lo suficiente. Llevo luchando toda mi vida en contra de esa sensación de que no basta con vivir, luchando con el sentimiento de no tener que sentirme súper productiva para merecer una existencia.

Por otro lado, la otra cosa que también les recriminaría a los adultos es la enseñanza de la sexualidad. Creo que -y no en mi caso, sino en todos los casos en general que he tenido la oportunidad de conocer, y a los amigos y amigas que he conocido- muy pocas personas tuvieron la oportunidad de hablar libremente de la sexualidad con sus padres; y no digo ya en la edad adulta, que es cuando empiezas a contar las cosas que hiciste hace mucho tiempo; sino en la infancia y en la adolescencia. Ahí, concretamente, fue cuando yo más necesité hablar sobre determinados asuntos que, al menos por mi parte, pensaba que eran hasta pecado. Durante la infancia yo sentía la necesidad de que me explicasen por qué estaba viviendo determinados cambios en mi cuerpo o por qué sentía ganas de masturbarme, por ejemplo. Es verdad que yo tampoco les pregunté, pero me hubiera gustado que hubiese salido de ellos una explicación antes de que yo misma tuviese el deseo de pedírsela -o aunque no la pidiese nunca-. Tengo la impresión de que esto debería de ser algo que saliese directamente de los padres antes de que sus hijos no les cuenten nunca nada: el hecho de preguntarles cariñosa y amistosamente ellos, y explicarles este tipo de cosas con total normalidad. Creo, también, que en el caso de las niñas -más que en el de los niños- seguimos teniendo una relación con la autoexploración muy mala, y que parte de esa sensación primigenia.

Dicho esto, repito que eso es lo que diría la Andrea de hace cuatro años. Ahora mismo tengo la sensación de que yo, como persona adulta, tengo tantas dudas de cómo hacer las cosas que me planteo la posibilidad de tener hijos o descendencia y siento que la cagaría continuamente. Últimamente tengo la sensación de que me apetece mucho más callarme y observar el mundo que recriminar y exigir nada.

P: Al final de la novela -y haciéndolo coincidir con el final de la entrevista-, la protagonista sueña con la posibilidad de que el Teide entre en erupción y arrase con todo, y con que abandona su casa con lo puesto, con su familia y cuatro o cinco cosas más, para cruzar el mar y protegerse. Me recuerda un poco a cuando le preguntaron Jean Cocteau qué salvaría él de un incendio -o de una erupción como esta, ya puestos- y dijo: ¿Yo? «Salvaría el fuego». ¿Qué salvarías tú?

R: Bueno, te daría una respuesta extraordinaria, pero tengo -como yo la llamo- una experiencia de muerte tan próxima -que fue la del accidente- que voy a serte sincera. ¿Sabes ese tipo de experiencias que te acercan a la muerte tan, tan, tan fuertemente que, como mucho, las tienes una o dos veces en la vida? Pues esta fue mi gran experiencia de muerte, porque me estampé contra un muro y creía que realmente me iba a matar antes de llegar a él. En ese momento, fíjate, tuve la oportunidad de saber qué es lo que iba a salvar, y, cuando por fin conseguí bajarme del coche, lo único en lo que pensaba era en que tenía que sacar a mi perra de allí, porque mi perra también iba dentro. Yo estaba toda reventada, llena de sangre, con la mano doloridísima, y en lo único en que pensaba era en que quería sacar a la perra. Me quedé en shock, claro; porque como nunca antes había tenido grandes oportunidades de ver qué haría yo ante unas circunstancias parecidas me sorprendió ver cómo, inconscientemente, mi cuerpo se movió para desenganchar a mi perra del cinturón y sacarla del coche. En ese momento no me importaba nada más: nada material, ni el dolor que estaba sintiendo, ni la imposibilidad de caminar… Estaba tan anestesiada con lo que había ocurrido que hice lo primero que se me pasó por la cabeza, y fue eso. No supe hacer otra cosa.

Es probable que en otro momento de mi vida te diera otra respuesta más poética, pero como tengo esa experiencia tan cercana sé a ciencia cierta que lo que salvaría sería a mi perra. De hecho, cuando era pequeña me pasó algo similar en un incendio: ya estaba llegando a mi casa el fuego, nos tenían que evacuar y lo único que cogí yo fue al hámster y al gato; y nada más. Creo que ese patrón es otro de los que se ha mantenido a lo largo de mi vida: me he dado cuenta de que mi relación con los animales llega hasta tal punto que, en realidad, vivo por y para relacionarme con ellos; y es algo que me ocurre desde siempre y que también se ha visto reflejado en el libro.

*Imagen de cabecera tomada por Alex de la Torre y cedida por Barrett.

3 comments on “Andrea Abreu: «Intento experimentar con los límites del lenguaje, hacerlo extraño, incómodo, generar un efecto en quien me lee»

  1. Pingback: Andrea Abreu: «Intento experimentar con los límites del lenguaje, hacerlo extraño, incómodo, generar un efecto en quien me lee» | .Bloc en Blanco

  2. Pingback: Andrea Abreu: «Intento experimentar con los límites del lenguaje, hacerlo extraño, incómodo, generar un efecto en quien me lee» — Revista Popper | De Babilonia con amor

  3. Pingback: Brenda Navarro: «Las dos madres protagonistas de ‘Casas vacías’ son dos madres absolutas porque hacen daño por igual» – Revista Popper

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: