Eduardo Chivite (Córdoba, 1976) nos transporta a un espacio donde las condiciones de mundos han sido dadas por su propia mano. A través de las imágenes que evocan la fuerza del deseo, las instancias del amor o la capacidad restauradora de la memoria, los lectores podemos encontrar la peripecia hacia un lugar nuevo. De lectores a observadores de la escena. Esta transición tan solo puede ser entendida en su totalidad gracias al trabajo incorporado del artista Miguel Gómez Losada. Okaeri no es simplemente un lugar, es también el retorno a un instante eterno. Al momento en el que memoria y expectativa generan el placer de la conciliación con todos los espacios que el poeta ha visitado.
PREGUNTA: Eduardo, tienes una larga trayectoria dentro de la escena literaria. No solo acumulando publicaciones previas de poesía, sino también con un extensísimo trabajo como promotor cultural y académico. ¿Dónde sitúas Okaeri (Cántico, 2021) dentro de tu largo y polifacético recorrido? ¿Qué semejanzas y diferencias mantiene con el resto de tu obra?
RESPUESTA: Okaeri es un libro que no he dejado de escribir, borrar y reescribir durante años. He madurado como persona, como escritor, gestor cultural, investigador y docente, mientras tanto. Mi poesía se nutre de las experiencias en el sentido más estricto del término. Hay versos en los que acabo de borrar la pizarra, otros en los que miro por la ventana de un avión… Y muchos de ellos han sido cosas que han pasado durante este recorrido, o recuerdos que me acompañan, porque son mi vida y la persona que soy. Acabo de acordarme de Juarroz en Poesía y realidad, citando a Rilke: «Se debería esperar y saquear toda una vida». Y en ese sentido, no en otro, yo estoy en el libro, de la misma manera que estoy en el resto de mi obra. Solo tengo un libro de creación anterior a este: Sharaija murió con trece años (La Bella Varsovia, 2008). Es un libro que algunos lectores lo consideran tierno, otros oscuro y otros duro.
Espero que a Okaeri le pase lo mismo, que los lectores se vean a sí mismos identificados en el grado en que ven en el libro al Eduardo que creen conocer o al que todavía desconocen. Porque en el libro yo solo soy, en teoría, la voz del poema, pero mi vida no es apasionante o extravagante. Quiero decir que cualquiera puede verse en este libro, no porque esté pensado para ello, sino porque no lo está: ese «Yo» es cualquiera, nadie especial, cercano, con aciertos y desaciertos. Eso sí es intencionado: evitar esa imagen idealizada que la poesía transmite de quien la escribe. Pero lo cierto es que en el proceso de escribir un artículo científico o leer un ensayo, o de dar clases de teatro, mientras leemos a Sófocles, por ejemplo, uno descubre una imagen, algo que le golpea, y eso también termina reflejándose en la obra. Soy un gran aficionado a la poesía y cultura japonesa y creo que el poema final y otros del libro son en cierto modo un reflejo de lecturas e investigaciones en esta línea. Todo ello, teniendo en cuenta que, a su vez, la poesía también es ficción, cosa que a veces olvidamos.
P: Parece que la poesía es un género que suele dar lugar a hibridaciones. En tu caso, has trabajado junto con la propuesta del artista Gómez Losada. ¿Qué te condujo a hacerlo? ¿Crees que la poesía se presta con mayor facilidad a este tipo de trabajos a cuatro manos que, por ejemplo, la narrativa?
R: Miguel y yo nos conocemos desde hace muchos años. Él fue un espectador de cómo Juan Antonio Bernier y yo condujimos la temporada 98-99 del ciclo Las Noches Poéticas del Can Can. Ciclo dirigido también por otros escritores cordobeses y que tuvo una repercusión considerable, en su momento. Él quería hacer algo parecido en pintura, quería que se juntaran en el mismo bar poetas y pintores, generar sinergias… En una feria del libro, después de una mesa redonda, con una cerveza por delante, me preguntó con insistencia cómo hacerlo. De aquella conversación nació Agujas de Pino, ámbito intercultural que estuvo activo desde 2005 hasta 2009, dirigido por ambos. Miguel ha manifestado en algún medio que su comienzo en la gestión cultural nace justo ahí. Nuestra amistad continúa desde entonces, así como mi admiración por su pintura y su conciencia como creador.
Creo que existen aspectos comunes en nuestras «poéticas», incluso interferencias vitales entre el uno y el otro. En Okaeri ambos estábamos de acuerdo en que el poema no condicionara la forma de entender el cuadro y que la pintura fuera un nuevo espacio por donde se deslizara la imaginación lectora. Evitar, de hecho, la redundancia o la idea de ilustración, propiamente dicha. Que se dejara ver, quizá, la sensibilidad, las tonalidades, las texturas coincidentes, no motivos o temas, que en realidad son solo manifestaciones del sentir creativo. Pero no creo que la poesía se preste más a este tipo de maridaje. Mi anterior libro es principalmente de narrativa y teatro, y en aquella ocasión fue otro amigo, otro pintor maravilloso, Manuel Garcés Blancart, quien se prestó a ese juego de ecos.
P: Como bien sabes, «Okaeri» es un término que hace alusión a distintas cuestiones. ¿Con qué elemento de esta polisemia debemos quedarnos para entender mejor el libro?
R: Sí, efectivamente, «Okaeri» es la respuesta que se da a la expresión «Tadaima». Me resultan palabras mágicas, ceremoniales, como un ritual. Tadaima significa literalmente «ahora mismo» y se traduce como «he vuelto a casa». Okaeri significa «bienvenido» y es la respuesta de quien está dentro. Pero en japonés este término se emplea especialmente con las personas con las que convives, es decir, en tu mismo hogar. Como dije antes, soy un admirador de la cultura japonesa, inclusive la moderna, y si bien ya conocía esta palabra, fue una canción de la cantautora Fujita Maiko titulada Tadaima la que me hizo pensar en este título. Durante años el libro había tenido otro completamente diferente. Fue, de hecho, una de las últimas cosas que cambié. El libro en la portada tiene una casa, el título interpela al lector directamente, la cita de cabecera de Gumilev también, así como varios poemas y otros que interpelan a un «tú» sin determinar; Juan Antonio Bernier en el texto de la contraportada insinúa que algo hay en ello de concepción poética. Solo falta que el lector entre y viva allí un tiempo. O eso espero.
P: A lo largo de la lectura he percibido que nos remites a imágenes de gran solidez. Desde pájaros dormidos hasta personas ebrias dispuestas a jugar con la gravedad. ¿Qué importancia tienen para ti los elementos figurativos dentro de la poesía?
R: Mi poesía es narrativa (y lírica), confesional y experiencial, remite a imágenes del pasado, muchas reales, como ya te dije. Estas dos lo son, de hecho. Esos pájaros dormidos descansan en un árbol gigantesco que, por cierto, está en Triana, en una placita al final de la calle Alfarería, junto a las canchas de futbito. Cualquiera que pase por allí a la caída del sol puede oír la algarabía de los pájaros, pero desde abajo casi no se ven, desde la azotea sí, durmiéndose. Procuro contar lo que veo, procuro adornarlo poco, en todo caso traer la atmósfera, aquella que fue. A veces, incluso, me veo obligado a poner una palabra concreta, la que lo describe con precisión (algo, la precisión, que considero importante), aunque otra palabra sería más poética, colorista o llamativa. Pero esa solidez de la que hablas la estimo, pues, consustancial: no son imágenes inventadas, son reales. La realidad es sólida, me parece. Aunque no es el único factor que interviene en ese aspecto figurativo del que hablas; además de la atmósfera: lo sensitivo, un barniz de ensoñación ―a veces―, juegos de perspectivas, saltos de un recuerdo a otro… Pero con respecto a lo que preguntas, creo que esa es la respuesta.


P: El libro está dedicado a tu esposa y en cierto modo un buen número de poemas son una conversación que mantienes con ella. Tras la crítica feminista de los años XX dentro de la teoría del arte, la mirada del Hombre ha quedado en crisis. A mi juicio, el libro supera hábilmente este problema al convertir sus versos en un diálogo abierto con la mujer a la que se dirige, la poeta Marta Merino. De esta manera, pareces evitar la cosificación y el peso de la imagen que muchas veces trae consigo el ojo patriarcal. ¿Valoras estas cuestiones cuando decides escribir sobre aspectos sexuales y afectivos? ¿Ha cambiado tu manera de mirar desde tu comienzo hasta la actualidad?
R: No pienso en la mirada del hombre o en lo patriarcal, no de una forma intencionada ni intentando evadir la cuestión. Creo que tiene que ver con mi mirada, con mi forma de ser como persona. Lo considero una cuestión extraliteraria, pero eres la segunda persona que lo observa. Como filólogo y crítico sé que el poeta escribe muchas veces cosas en las que ni piensa, y que el significado último del poema pertenece a los ojos que lo leen. Y supongo que el diálogo abierto al que te refieres podría tener como consecuencia indirecta lo que dices. Si ese «tú» puede identificarse con Marta es porque ella es en muchos de mis poemas un «lector ideal» (en el sentido en que se emplea en la Teoría literaria). La razón no es la cercanía o que esa experiencia vital sea mutua; lo cierto es que es uno de los mejores poetas que conozco y si me dice que algo no funciona o que lo trabaje, le hago caso. Hay un poema en que lo cuento, se titula ‘Los peligros de amar a una lexicógrafa’.
En ese poema hay autoironía, ridiculización del «Yo» lírico (masculino), reconocimiento de cierta torpeza, amor… Podrían, creo, calificarse todos ellos también como recursos para superar la mirada masculina. Ocurre, de hecho, en otros poemas; en ‘Canción indígena’, por ejemplo, soy yo el que adopta, finalmente, el rol de mujer shuar. Al menos para mí, solo son formas de vivir mi masculinidad y mi feminidad, de la que soy plenamente consciente. Mi mirada no ha cambiado mucho, pero ha crecido, claro. Quizá tenga que ver con ser profesor de Arte Dramático, con pasar la mayor parte de mi tiempo en una escuela que defiende, desde el convencimiento, los ideales LGTBIQ+; ya son más de veinte años. No puedo tener una mirada masculina convencional, es imposible y, sinceramente, el matrimonio en ese sentido ha servido para hacerme aún más consciente, más todavía con una persona como Marta.
Creo que muchas de las características de mi poesía hacen que el lector olvide fácilmente el juego realidad-ficción que existe en la literatura (cosa que persigo), y que observe un posicionamiento ante esa realidad como algo poético. He pensado en ello, pero a posteriori. Intento ser sensual cuando escribo, transmitir lo que es bello y lo que no lo es, también de mí mismo, y a veces trato de poner ante el lector algo sin juzgarlo, solo mostrándolo. Digamos que solo escribo desde mi manera de ver el mundo. Si consigue lo que dices, me alegro.
P: El otro día, el cantautor Marwan tuiteó que la poesía nos salvaba. Dada la situación política y las pasadas elecciones en la Comunidad de Madrid, numerosos escritores tacharon este comentario de irresponsable. Yo quería saber a qué nos condena escribir o leer poesía.
R: Escribir poesía es un oficio muy difícil, poco valorado, que implica sacrificios y, para mayor inri, generalmente vivir de otra cosa. Después de trabajar, el tiempo que otros dedican a salir con los amigos, a Netflix o a descansar ―a veces, no siempre, gracias a Dios―, te toca leer, garabatear, pulir o revisar gramáticas y diccionarios. El ego es un animal odioso que ronda a los escritores. Yo le bufo. Lo intento. No siempre lo consigo. Trato de dejar espacio a la vida, le doy preferencia siempre que puedo. También nos salvan otras cosas. A mí me gusta cocinar.
La poesía para mí es comunicación. Trato de tener en cuenta al otro cuando hablo, pero cuando escribes el otro no está y tienes que pensar en él, si quieres que tu poema-conversación vaya a algún sitio. Cambiar tu forma de pensar, crecer como persona, en consecuencia, y no exigirte demasiado, medir tus fuerzas. A mí, más que la poesía, me salvan los amigos, mi entrenador, la gente de mi calle. Pero sí, la poesía también salva. Leerla sobre todo. Mucho más leerla. Te hace encontrarte contigo mismo o te descubre un sentimiento que eras incapaz de verbalizar. Pero si algo sé es que, en el fondo, simplemente son palabras. Si es que eso tiene algo de simple.
P: Si alguien llega hasta esta entrevista y no tiene ni pajolera idea de teatro hispanoamericano actual, ¿qué le recomiendas ver?
R: La palabra «actual» tiene su dificultad cuando uno habla de literatura, pero imagino que te refieres a «actual de verdad». Así que pienso que Virgilio Piñera y Jorge Díaz no encajan bien en ese concepto de «actuales de verdad». Lo cierto es que la mayoría de los autores hispanoamericanos actuales que conozco son residentes en España o los han publicado por aquí, como al chileno Guillermo Calderón (1971), que tiene en Artezblai Diciembre y Neva. Por supuesto, los argentinos Arístides Vargas (1961), quien publicó hace solo unos años en Paso de Gato Instrucciones para abrazar el aire, y Rodrigo García (1964), tan conocido por su Agamenón. La obra de este último ha sido recopilada por la editorial La Uña Rota bajo el título Cenizas escogidas (2009). Entre los autores de la Generación Miguel Romero Esteo, recomendaría a la autora de origen brasileño, afincada actualmente en Barcelona, Marilia Samper (1974). Entre sus obras, destaco La sombra a mi costado, pero me temo que solo está en catalán. Y por supuesto, de Pablo Messiez (Buenos Aires, 1974), que reside en Madrid desde 2005, Todo el tiempo del mundo o El tiempo que estemos juntos. También al uruguayo Sergio Blanco, que ha representado en el FIT 2020, y el argentino Sergio Boris, que representó su Artaud en 2019 en Madrid. Pero me temo que no sabría qué más recomendar, disculpa.
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