Decía el británico Walter Bagehot que el mejor placer que existe en esta vida es el de hacer, precisamente, lo que la gente te dice que no puedes hacer. Parece absurdo pensar que el sofisticado cerebro humano se sienta extremadamente atraído por aquello que no puede tener o, aún peor, por aquello que, por una causa o por otra, se le ha prohibido. La palabra “prohibición” parece activar un complejo engranaje en el cerebro cuyo final desemboca en un irresistible deseo de realizar o poseer aquello que se nos escapa.
Sin ir más lejos, ¿quién no ha experimentado esta curiosa sensación durante los largos periodos de confinamiento? No parece ser el hecho de estar en casa lo que ha provocado escozor en nuestras mentes, sino la idea de no poder pisar la calle libremente. Por eso, muchos hemos estado esperando a que se pudiera salir de nuevo para, efectivamente, quedarnos en casa, sí; pero por voluntad propia. Es en este juego, en esta variable de la prohibición, donde el ser humano, desde tiempos inmemoriales, basa la mayoría de sus deseos.
Si aplicamos esta variable a las drogas, por ejemplo, no resulta descabellado pensar que el consumo de determinadas sustancias a lo largo de la Historia ha ido dependiendo en gran medida de las leyes prohibitivas que se les han ido aplicando poco a poco. Al fin y al cabo, los valores que mantiene cada sociedad influyen en las ideas que éstas mismas se conciben. Así, en la actualidad, nos parecería algo disparatado el hecho de colocarnos a base de café. Es más: nadie, cuando toma café, tiene en mente que se esté drogando; sin embargo, esta deliciosa bebida que muchos de nosotros tomamos para mantenernos despiertos estuvo prohibida en Rusia durante una buena parte del siglo XIX, y su consumo era penado con torturas y mutilaciones. Seguramente ya te has imaginado, querido lector, que lejos de tener como efecto una reducción de su consumo, la población rusa optó, más bien, por ingerir litros y litros de café al día para colocarse, lo cual hizo pensar a las autoridades que el café era una droga que creaba un tipo de ansiedad indomable.
No solo ha sucedido este fenómeno con el café en la Rusia del siglo XIX. El descubrimiento de la morfina (llamada así por el Dios griego Morfeo) durante la guerra civil americana, en la segunda mitad del siglo XIX, hizo que los hospitales, plagados de aullidos dolorosos y llantos sin consuelo, se convirtieran de repente en lugares donde lo único que habitaba era el silencio. La morfina se elevó entonces como un fármaco efectivo, capaz de paliar el dolor y el sufrimiento. La capacidad de esta droga para aplacar incluso a los mares más turbulentos terminó por llamar la atención de la aristocracia de la época, especialmente de la aristocracia femenina, y se comenzó a consumir en los sofisticados salones de medio mundo, donde las damas recibían satisfactoriamente su inyección. Al principio, sus consumidores no eran demasiados y, además, eran ocasionales, pues la euforia de lo novedoso estaba al alcance de unos pocos; en la actualidad, sin embargo, podemos ver cómo la morfina se ha democratizado, y cómo se usa legalmente en hospitales gracias a sus propiedades medicinales y analgésicas, y cómo hemos dejado de buscarla en el mercado negro y en los salones de París.
Las leyes prohibitivas activan los deseos del ser humano, evidentemente; y, quizás, lo más inteligente sería dejar de infantilizar por ello a los ciudadanos. Pero no es éste, sin embargo, un alegato a favor -o en contra- de las drogas, sino más bien el deseo cumplido de plasmar por escrito la atracción que despierta lo prohibido en todos nosotros, y de poner al estimado lector en situación ante la revista que se encuentra leyendo y cuyo nombre coincide con el de una droga que está muy de moda últimamente, aunque se empezó a consumir a mediados del siglo XIX: el popper. A día de hoy, esta droga es, al mismo tiempo, una sustancia de uso industrial y doméstico que se presenta en pequeños frascos o ampollas. Su consumo comenzó a extender en círculos homosexuales de los EE.UU, aunque en la actualidad también es empleada por hombres y mujeres heterosexuales, principalmente por sus efectos en la esfera sexual, pues incrementa la libido y produce un estado de bienestar y de relajación de esfínteres elevado; es decir: dilata.
No es que sea ya necesario, sino que sería de mal gusto no hacerlo, finalizar estas líneas diciéndote, querido lector, que el nombre de la revista donde se plasman estas ideas que ahora lees viene dado por esta droga estimulante; y no solo están escritas con el objetivo de provocar en ti su conocida reacción, sino de que sea la propia cultura, también, la encargada de dilatar conciencias y mentalidades. Creo, queridísimo lector, que si has llegado hasta aquí es porque, probablemente, tienes una adicción que compartimos: la pasión por la cultura. Y te animo, de verdad, a que te empapes de ella todo lo que puedas antes de que la OMS la prohíba, por ser perjudicial para la salud, o de que al mundo entero le dé por estallar. Aunque para entonces, cómo no, seríamos mucho más atractivos y llamaríamos mucho más la atención. Por lo pronto, bienvenido a Popper Magazine.
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