Cuando empezó esta cuarentena de cuya duración no quiero acordarme, a algún que otro iluminado se le ocurrió predicar a los cuatros vientos que este sería un momento perfecto para leer todos aquellos libros que componen nuestra pila de eternos pendientes, releer los que más nos gustaron o ver las películas y series para las que hasta ahora no habíamos encontrado tiempo. Digo algún iluminado porque, cuando esta cuarentena empezó, nadie fue capaz de prever que la interminable colección de calls, webinars, avisos para acudir a la conference room y demás anglicismos acabarían por copar nuestras agendas hasta el punto de tener menos tiempo libre que en aquellos felices momentos en los que había que acudir presencialmente al trabajo (¡hasta los lunes!).
A pesar de ello, en un alarde de imprudencia, decidí adentrarme a releer «El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha» («El Quijote» entre el común de los españoles) en la edición de Colección Millenium para ‘El Mundo’, que venía con un prólogo de Francisco Umbral en el que, con su habitual acierto, comentaba, haciendo referencia a Voltaire, que España sí que era quijotesca en la medida en que necesitaba inventar pasiones para vivir:
«España se inventa la pasión del Imperio, la pasión de América, la pasión de la Fe, la pasión del honor y la honra, la pasión de Europa e incluso la pasión de la propia España, que empieza a llamarse así antes de existir. Los grandes soñadores españoles… han mantenido el país vivo».
Por ello, porque en un país lontano y aislado, con relente de cosa pasada, los españoles necesitan inventarse pasiones para ejercitarse, para llegar siquiera a ser españoles, y porque esas pasiones acaban siempre convertidas en disparate, concluye Umbral que
«El Quijote es nuestra Biblia nacional no por la militarización a que se le ha sometido tanto tiempo, sino, muy al contrario, porque es el continuo disparate barroco de los molinos, los yangüeses, los leones, los batanes y, sobre todo, el ejemplo máximo de un viejo que se inventa pasiones para ejercitarse, para no morir».
Leer esta reflexión me hizo pensar en algunos de los grandes libros universales de los que presumen las naciones más clásicas. Pensé en La Divina Comedia, de Dante, y en la perfección y belleza que desborda cada uno de sus cantos, el uso de la terza rima que él mismo inventó para su obra cumbre, en la simbología que recogen sus versos, en la última mirada de Beatriz al poeta, y sobre la que Borges afirmó estar seguro de que Dante había compuesto la Commedia completa solo para encontrarse una vez más con el amor de su vida.
Pensé también en Guerra y Paz, si no la más, una de las obras más representativas de la literatura rusa, que describe a la sociedad de la época y narra, a través de una historia coral y de casi imposible elaboración, la heroica victoria rusa frente a la Grande Armeé comandada por Napoleón.
Pensé en Los Miserables de Víctor Hugo, en las tragedias de Shakespeare y el Fausto de Goethe, y en ellas vi la épica en su sentido más puro: el pueblo levantándose en armas contra la monarquía; los héroes del pasado en su mayor momento de gloria con Marco Antonio hablando al pueblo de Roma; la eterna lucha entre el bien y el mal…
Tras pensar en todas esas obras, volví a pensar en El Quijote, y sentí que era esta, y no otra, la única obra que podía describir el alma del pueblo español. A España no le pega la épica del Imperio, de la Fe o de la misma Europa más que como complementos que adornen su verdadera historia, que no es otra que la de un cuerdo que, sabiéndose loco, decide salvar al mundo de los problemas que él mismo se inventa. Esta, y no otra, es la auténtica esencia de España, la de un país que sabe perfectamente quien es, pero que, a pesar de ello, insiste en seguir peleando con esos demonios que ella misma ha creado, y que, por ser parte de ella, jamás serán expulsados de esta tierra. La de un pueblo que, harto de su inmemorial pobreza, decide lanzarse hacia el futuro y la opulencia para acabar volviendo a la miseria en que se ha criado. La de un país, en definitiva, que ha estado dispuesto a salvar al mundo, aun sabiendo que hoy en día no es dueño ni de su propia historia.
Y a pesar de todo, me niego a creer que la nuestra sea la más triste de las historias, que la nuestra, como la de Don Quijote, no terminará mal, y que un día dejaremos de ser locos para ser cuerdos, y el español, como decía Gil de Biedma, será al fin el dueño de su historia, porque no hay mayor locura en un pueblo que dejarse morir sin más ni más.
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