Opinión

Prohibido fumar

Tras la reciente prohibición de fumar en espacios abiertos emitida por el Ministerio de Sanidad hemos encendido un cigarrillo en nuestras oficinas, hemos contemplado el humo que salía por la boquilla y también nos hemos decidido a valorar las posibles consecuencias de esta inesperada realidad.

Por fin se acaba esta trágica semana para los amantes del tabaco, estos caóticos días en que a los fumadores, ansiosos por fumar, les han prohibido hacerlo en las terrazas, en los parques, en las calles vaporosas y humeantes de la gran ciudad; a menos que sean capaces de guardar una distancia mínima, el consabido metro y medio de «seguridad». Si esto ayudará a frenar al virus o no, nadie lo sabe; pero, desde luego, algún efecto tendrá. En la salud pública, en los nuevos modos de socializar, en el medio ambiente, en nuestro modo de escribir. Qué más da.

Poco a poco, parece que la realidad y las autoridades nos estén arrastrando hacia una de las escenas más repetidas y costumbristas del cine de Jonás Trueba, donde un personaje suele preguntarle a otro si quiere fumar o si fuma, directamente, y éste le contesta que no, que le gustaría pero que no le sale bien. Ocurre, sin ir más lejos, en La virgen de agosto (2019) o en Todas las canciones hablan de mí (2010), cuando Ramiro, el personaje principal, es cuestionado por sus vicios y responde: «Ni siquiera fumo todos los días. Lo intento; pero me falta fuerza de voluntad». Y es que, así, ¿a quién le van a entrar las ganas?

Nosotros no estamos animando a nadie a fumar, que eso quede claro; ni contravenimos las indicaciones del Ministerio de Sanidad, pero creemos que es necesario advertir, antes de nada, de las futuras consecuencias. Por ejemplo, de aquella de la que nos avisaba Norman Mailer en uno de sus textos autobiográficos, recogido en Un arte especial (BackList, 2012), cuando hablaba del estilo narrativo en la literatura. En él, dice que cuando empezó a trabajar en Advertencias a mí mismo «estaba tratando de dejar de fumar, y como corolario de abandonar la nicotina, me vi lanzado al problema del estilo mismo. En aquellos días, mi psique se sentía tan distinta sin cigarrillos como mi cuerpo al pasar del aire al agua. Era como si percibiera con sentidos distintos, y las reacciones claras se vieran embotadas. Escribiendo sin cigarrillos, el mundo que buscaba casi nunca llegaba, no en un tiempo rápido (…). Así, Advertencias a mí mismo fue un libro cuya escritura me cambió la vida». A otros, sin embargo, no les cambió igual.

Cuenta Jesús Marchamalo en su artículo ‘El humo de las musas’, recogido en el libro Las bibliotecas perdidas (Editorial Renacimiento, 2008), cómo el escritor y editor Manuel Rodríguez Rivero consideraba que existían «libros inexplicables si no se considera el aspecto de fumador del autor», aunque no creía que hubiese una «literatura del humo, una literatura de fumadores» propiamente dicha. Con todo, hay determinados rituales dentro del mundo del tabaco que tienen la belleza necesaria como para ser narrados y descritos dentro de los textos más hermosos. Y eso es lo que hace, precisamente, el novelista gallego Juan Tallón en uno de los primeros capítulos de Fin de poema (Alrevés, 2015), cuando trata de reconstruir la infancia de Alejandra Pizarnik y se centra en la figura de su padre:

«De su propio padre, de quien podía guardar mil imágenes, ha perseverado una aparentemente anodina, aunque sirve para escribir una biografía de quinientas páginas: la lentitud con la que encendía los cigarros, aquel gesto pausado que no acababa nunca de ocurrir, mientras floraba en el aire. Siempre le llamó la atención el tiempo que empleaba en encender un fósforo y prender el tabaco. Podía tardar minutos. Tiene la sensación de que, con algún pitillo en concreto, empleó meses (…). Curiosamente, la lentitud con la que ejecutaba el ritual del encendido contrastaba con la celeridad que imprimía al resto de sus acciones». Pero todos somos así cuando encendemos un cigarro: cambiamos ligeramente, de manera casi imperceptible; pero lo hacemos, aunque eso no quiera decir que lo que hagamos esté mal. Ni bien, por supuesto.

A pesar de todo, las instituciones no nos han prohibido fumar tajantemente; sólo lo han hecho en espacios abiertos donde no sea posible garantizar la consabida «distancia de seguridad». Y puede que así, tal vez, a algunos se les quiten las ganas de seguir haciéndolo en sus casas, pero el auténtico fumador no cejará, como Juan Carlos Onetti. Del autor uruguayo, Marchamalo también cuenta que «al final, cuando estaba ya muy mal y no tenía casi fuerzas, prendía un cigarrillo y lo veía echar humo». «Tú no sabes lo que es un vicio», le decía a su mujer, la violinista Dorotea Muhr; porque, efectivamente, nadie mejor que él lo sabía, que escribió la primera versión de El pozo -su primera novela- durante un fin de semana en que se había quedado sin tabaco y no podía salir a comprar, «para desahogarse». Eso es voluntad; el resto, postureo de terraza y fumarada social. Así que ya saben: que llore quien quiera llorar; pero, en realidad, nadie nos ha prohibido fumar expresamente. Sólo nos han limitado el hecho de poder hacerlo en las terrazas.

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