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Peio H. Riaño: «Hay que acabar con el romanticismo, al abordar la Historia del Arte tenemos que hablar de realidad»

El ensayo 'Las invisibles', publicado por la editorial Capitán Swing a principios de año, ha estremecido a las instituciones museísticas de nuestro país; al menos, a las que se empeñan en darle la espalda a las mujeres. Hablamos largo y tendido con su autor, el periodista Peio H. Riaño.

Cuando era pequeño, el filósofo francés Jean-Paul Sartre se entusiasmó leyendo un libro titulado L’Enfance des hommes illustres que, según cuenta en sus memorias, le cambió la vida. En él se hacía mención a las hazañas infantiles de los grandes hombres de la historia y, entre anécdotas referidas a Rousseau, Bach o Molière, destacaba una relacionada con el pintor renacentista Rafael Sanzio, en la que se explicaba cómo, después de haber visto al Papa en persona por primera vez, se había enamorado de los colores y de los vestidos de la comitiva, provocando en su interior la irrefrenable vocación que terminaría convirtiéndolo en artista. Seguramente, si, en vez de L’Enfance des hommes illustres, Sartre hubiese leído Las invisibles (Capitán Swing, 2020), del periodista e historiador del arte Peio H. Riaño (Madrid, 1975), su vida también hubiera cambiado; pero lo hubiese hecho de un modo distinto.

No en balde, esta obra no se encarga de alabar y de celebrar las consabidas -y manidas- virtudes de los hombres encumbrados por la Historia del Arte, sino de hacernos pensar en esa otra figura invisibilizada y olvidada de manera consciente por parte de la Academia: la mujer. La mujer como ARTISTA, en mayúsculas, y no como musa o invitada. Porque el arte tiene que servirnos siempre como herramienta para entender la realidad y, en pleno siglo XXI, esa realidad se articula en femenino. Y no puede ser que nuestras instituciones, especialmente el Museo Nacional del Prado, sean las últimas en enterarse.

Pregunta: El origen de este ensayo, si no me equivoco, es la indignación.

Respuesta: Así es. La indignación nos ha traído grandes resultados en los últimos tiempos; sobre todo desde el 15-M en adelante. Es un motor a la hora de hacernos reaccionar y de hacernos querer cambiar la sociedad en la que vivimos. Es gasolina para la revolución democrática.

P: A veces, sin embargo, hay gente que se enciende tanto que termina olvidando las palabras y recurre a la violencia, pierde las formas. Entonces, la gasolina crea un incendio del que es difícil escapar, del que es difícil encontrar una salida. Se agradece que gente como tú, entonces, se encargue de allanar el camino y trate de dialogar con el lector.

R: Pues, fíjate, yo creo que lo que sucede en estos casos es, también, una lucha por el diccionario, una lucha por redefinir los términos; y yo creo que la indignación es un concepto que hemos logrado redefinir hace no mucho. Ya no son solamente el improperio y la pataleta. Ahora es otra cosa, es algo que lleva una fuerte carga reflexiva detrás, una fuerte carga utópica; y creo que esa pelea por el diccionario y por redefinir el mundo es también la batalla del Museo.

Esa es una de las cosas que me he encontrado: cómo el Museo no quiere perder el control de la imagen; y cómo ese dominio pasa también por el control de la palabra. El Museo lo que quiere es definir su propio mundo y todo lo que representa.

P: En el ensayo se pueden discernir dos tonos: uno un poco más beligerante y combativo («la libertad no se regala, la libertad se pelea» o «aunque en el museo todo parezca civilización y cordura, la cultura nunca es inofensiva») y otro más pausado y reflexivo, plagado de preguntas retóricas («¿Es el arte un producto de un estilo o también de un carácter o unos prejuicios? ¿Por qué ocultar la vida de los artistas?», con la que termina el capítulo trece). Y, mediante estas, nos invitas a pensar.

R: Sí. Quizá no sean tanto preguntas retóricas como preguntas que, a día de hoy, siguen estando sin resolver. Lo que pretende el libro es llamar a la redefinición, al planteamiento de estos asuntos. Desde luego, hay autoras que ya habían planteado todo esto antes que yo, pero que han sido ignoradas u olvidadas, o tachadas de locas. También es lo que he estado viviendo yo estos meses. Piénsalo: ¿cómo plantear que un Museo entre de lleno en el feminismo desde su propia construcción política? Pues ha sido entendido, desde algunos sectores, como una exageración, como una locura. Es curioso, también, ver cómo la Academia y la pseudo-Academia, que reparten carnés enseguida, te quitan el tuyo si entras en un tema que no les interesa.

La Historia del Arte, desgraciadamente, se ha olvidado del materialismo (las condiciones política y sociales que determinan la creación de cualquier obra de arte); se ha empeñado en hablar de su ciencia para la ciencia y no para la comunidad en la que actúa. La Historia del Arte es una ciencia social e, ignorando a la sociedad, parece que todavía fuera más científica; pero lo que ha ocurrido es que ha dejado de escuchar, menospreciando y dividiendo a quien más en cuenta debería de tener. La Historia del Arte, por otro lado, tendría que ser más popular, encargarse de hablar de las cosas que nos molestan a todos. Imagínate lo contrario: una institución pública fomentando la cultura de la violación, por ejemplo; ¿a dónde habríamos llegado?

P: En uno de los capítulos afirmas, sin ir más lejos, que «la historia del arte es, sobre todo, la historia de las miradas que la contemplan».

R: Exacto. Al final, los cuadros no son tanto una imagen plana como un reflejo, y funcionan, precisamente, como un espejo de quienes los miran. Cada época mira un cuadro de una manera distinta y esa mirada nos representa, son pequeñas definiciones de las sociedades que los han ido mirando; como tal, la comunidad del siglo XXI también tiene derecho a mirar esos cuadros y a entenderlos a su manera, incluso a titularlos a nuestra manera -sin tergiversar, claro, pero sin escamotear en aquellas palabras que hemos construido para que nos representen como sociedad-.

En el cuadro de ‘La historia de Nastagio degli Onesti’, de Botticelli, hay un feminicidio, por ejemplo. Que en el Renacimiento se llamara de otra manera está muy bien, sí; pero no estamos en el Renacimiento: han pasado cinco siglos, las palabras son otras, las expresiones son otras; y, desde luego, la ideología es otra. No se trata de alterar nada, se trata de contextualizar correctamente cada pintura; y, además, de no ocultar lo que verdaderamente está pasando. En este cuadro ocurre un feminicidio; en otros, una violación. Y hay que decirlo. Pero, claro, la sensibilidad del museo opina que si en las cartelas de los cuadros se explica la violación de Europa o la violación de Hipodamía alguien se puede molestar. De lo que se trata, entonces, es de entender que a quien molesta y a quien perjudica esta ocultación es a la mayoría de nosotros, a la mayor parte de la sociedad.

En siglo XIX, el Museo se construyó como un lugar exclusivo para los hombres; las mujeres eran invitadas. Dos siglos después, las mujeres se han hecho con el museo. Ellas son quienes le dan vida y sentido. El problema es que sigue estando dirigido, organizado, controlado y narrado por ellos. El Museo del Prado, concretamente, es un museo del siglo XIX gestionado por gente del XX y dedicado a la gente del siglo XXI; y éste es el siglo de la mujer. Si seguimos contándolo todo como si siguiéramos en el siglo XIX -que fue terrible para las mujeres por culpa del movimiento contra-feminista y muy violento, también, por parte de la Academia- es porque la realidad se encuentra desfasada. Ya está bien: el dominio del hombre en la institución museística ya se ha agotado; los dos primeros siglos han sido para ellos, hagamos que los siguientes sean para ellas.

P: Y si algo tan necesario como la igualdad molesta, pues habrá que seguir molestando, ¿no? Habrá que seguir metiéndole el dedo en la llaga a quien se quiera ofender…

R: La igualdad -amparada en las leyes desde 2007 y en los diversos Códigos- hace que la sociedad avance, y los museos no pueden ser un elemento de distorsión de la convivencia ciudadana; al contrario. El museo se tiene que adaptar a la sociedad en la que vive y ponerse a la vanguardia de la misma, tiene que ser un referente, una figura ejemplarizante para que todos podamos aprender de la historia y no para legitimar la política y la ideología de una época pretérita, de unos conceptos decimonónicos. El siglo XIX no está desactivado aún.

Escena de La historia de Nastagio degli Onesti (1483), de Sandro Botticelli.

P: ¿Qué hay que hacer, entonces, con esas pinturas que elevan valores y creencias desfasadas?

R: Desde luego, lo que no hay que hacer en ningún momento es descolgarlas; todo lo contrario. Tienen que estar bien colgadas para entender aquellas cosas que ya no nos podemos permitir como sociedad, lo que ya no puede ser; pero si seguimos creando tabúes en un museo, como puede ser el de la violación, seguiremos siendo cómplices de ellos. Y yo no voy a permitir que una institución a la que pago, quiero y admiro lo sea; no quiero que el Museo Nacional del Prado sea cómplice de la desigualdad.

P: Dicen que una imagen vale más que mil palabras, pero parece que mucha gente, que a muchos espectadores les sorprenda y escandalice mucho más leer acerca de un feminicidio o de una experiencia machista que presenciarla directamente en las galerías de un museo…

R: Lo que ocurre es que la pintura es pura propaganda, al menos la pintura que tiene el Museo del Prado: es política pura y dura. Lo que ocurre es que la Historia del Arte se ha empeñado en explicarnos sólo la belleza y eso es, precisamente, lo que la intención política quiere que veamos, nada más. La intención propagandística se aprovecha de la mediocridad de la Historia del Arte a la hora de reconocer y de revelar las intenciones políticas del arte; eso quiere decir que deja un margen de acción totalmente libre a la propaganda, pues no la desarticula.

No es que te duela más leer algo que verlo, es que el arte, si tú no tienes las herramientas necesarias, se empeña en que te quedes con la superficie: con la pincelada, con la composición, con la belleza… La Historia del Arte, más que en el materialismo del que antes hablábamos, insiste en la materia. El talón de Aquiles de esta ciencia social es que no atiende a los condicionantes que influyeron en la creación artística, no se preocupa de mostrar todas las condiciones políticas, económicas y sociológicas que se esconden detrás. El artista no es un ser aislado, el artista también forma parte de la sociedad en la que vive. Pero, al final, los responsables de esta realidad prefieren decirnos qué vemos y qué tenemos que sentir a contarnos todo lo que influyó en su creador a la hora de pintarlo. Por ejemplo, ¿por qué se recupera el mito de Juana «la loca» tres siglos después? ¿Cuál era la intención? Algo había… O, ¿por qué Botticelli pinta un feminicidio como regalo de bodas? Si el Museo no se hace cargo de explicar todos estos condicionantes, ¿con qué nos quedamos? Con el movimiento, con los colores; nada más.

El Museo insiste en la ceguera porque es muy cómoda. Desvelar los problemas -los problemas políticos- ya te obliga a descubrir que un museo no es algo natural sino que se trata de una construcción política; un museo no es un lugar neutral, ni de lejos, y mucho menos el Prado. Fingen que no quieren entrar en contacto con el feminismo, por ejemplo, porque no quieren politizar la institución, pero es que el Museo es ya un arma política desde sus inicios. En todo caso habría que re-politizarlo y que fuera, así, un fiel reflejo de nuestra ideología social. No podemos concebir un museo desde su origen hasta su extinción: entre medias también suceden cosas. Los museos deben respirar al mismo ritmo que la sociedad a la que se dirige; y ésta también tiene que tener su papel, tiene que determinar la narración, y no al revés. Lo que sucede, cuando no, es que la gente no se entera de nada de lo que está viendo.

P: Como tú mismo apuntas desde el mismo título de la obra, no es que las mujeres hayan desaparecido de la Historia del Arte (una acción pasiva), sino que han sido invisibilizadas (activamente). ¿Cómo debe afrontar el Museo esta batalla?

R: Fíjate que yo llegué a pensar, durante las primeras entrevistas, que me había equivocado con el título. No eran ‘las invisibles’, eran ‘las violadas’. En primer lugar, el feminismo es un aspecto que debería tenerse en cuenta desde ya para entender la vertiente social de la Historia del Arte. Es un escándalo que en los últimos años se hayan invertido sólo 70.000 € para comprar la obra de tres artistas femeninas mientras, al mismo tiempo, se compraban cuadros de más de 120 artistas masculinos; esto no puede ser. Tendría que haber un aparato que se encargase de rectificar esta conducta, como ya lo tiene la National Gallery de Londres. Es, al final, una conducta corrupta, porque nosotros no queremos ser así; los defensores del Prado somos la sociedad, y la sociedad española no defiende la desigualdad.

Además, el único espacio dedicado a ellas dentro del museo es la sala de las musas… Esto es indignante. Parece que ellas sólo pueden ser invitadas o musas, que ésta es la única manera de que sean admitidas en la institución. ¿Por qué no la llamaron la sala de las artistas? Es una locura. Y pueden decir que somos unos exagerados, que somos unos locos, pero sólo tendrán como arma y argumento el insulto, nada más. Es injustificable seguir empecinados en estas ideas en pleno siglo XXI. Cuanto menos se encuentre el Prado ligado a su tiempo, más le estará dando la espalda a la gente, a la realidad.

P: En el capítulo dedicado a ’Doña Juana la loca’, de Pradilla, dices que «los protagonistas del legado histórico español actúan para el visitante como si fueran sus vecinos, como si apelaran a sus sentimientos. Como si le conocieran, como si los conociera. El gran hallazgo de la pintura de historia fue el público». Si los personajes centrales de los cuadros, como Doña Juana misma, Judit, la María Isabel de Braganza, de López Piquer; la prostituta desolada de ‘La bestia humana’, de Fillol, pudieran, efectivamente, dialogar con su público, debatir con las espectadoras que las contemplan, cambiarse los papeles, ¿qué pensarían? ¿Serían suficientes los éxitos que han cosechado? Para ellas, que tanto lucharon

R: Bueno, ja, ja, ja, es un poco ciencia ficción esta pregunta; pero creo que en ningún caso su legado ha sido defendido correctamente. Desde luego, en ningún caso está el Museo a la altura de ellas, de la pelea que mantuvieron las mujeres pintoras en su época, que fue muy dura -pues eran raras excepciones-, con la sociedad que les tocó vivir.

P: En otro capítulo, en el que le dedicas a Puebla, dices: «Hay que dejar de ver el desnudo de mujer producido por hombres como una reacción inherente al arte, porque no es la consumación de la búsqueda de la belleza. No hay mayor tiranía que hacerse con sus cuerpos, usarlos, manipularlos y utilizarlos (…). El desnudo nunca es gratuito, porque ellas pierden el control de su propio cuero, es decir, su dignidad. Ellos ganan y dominan». Lo cierto es que es una afirmación que choca y que recuerda a aquella famosa foto que tomó el fotógrafo estadounidense Elliott Erwitt frente a las majas de Goya (la maja vestida y la maja desnuda), donde frente a la vestida había un solo espectador (mujer, además) y frente a la desnuda se arremolinaban siete hombres. Los museos nos enseñan a mirar, sí; pero, ¿qué clase de predisposición tenemos nosotros?

R: Hombre, esa predisposición se llama patriarcado. Si lo que queremos es corregir lo males de esta sociedad, los museos deben ser una de las herramientas fundamentales para ello. Si lo que hacen, por el contrario, es legitimarlos e insistir en las dolencias y en los dolores que arrastramos, en las miserias de nuestra civilización, lo único que hará será confirmarlos. Hasta que el museo no reaccione contra el patriarcado, eso nos parecerá lo natural.

Tristemente, la desigualdad se ha llegado a convertir en lo natural. La misión de estas instituciones tiene que ser, para evitarlo, coherente y responsable. El Museo no es, a día de hoy, responsable con las mujeres -ni con los demás-; y es en esa irresponsabilidad donde volvemos al asunto de antes, a que parece que las mujeres sólo puedan aparecer en el museo como invitadas o como musas, como la Marquesa de Villafranca pintada por Goya, que era una mujer excepcional, académica de honor y de mérito, a quien la cartela del retrato sólo se limita a llamar «musa con clase». Eso tiene que revisarlo el Prado, y éste es un buen momento para hacerlo, ya que en los próximos tres años no va a tener ni un euro para lanzar fuegos artificiales. Va a poder, entonces, preocuparse de verdad por sus colecciones, por la mirada que quiere proyectar y por lo que guarda en sus almacenes. Va a tener que investigarse a sí mismo; y, en el fondo, es el momento perfecto para reafirmar su papel en el mundo.

‘Madrid, Museo del Prado’, Elliott Erwitt (1995).

P: En estos momentos en que se habla tanto de la «nueva normalidad», tal vez sea hora de reconocer que, afortunadamente, a algunas instituciones les va a venir bien el hecho de tener la oportunidad de reinventarse.

R: Sí, la verdad es que estaría bien que esa normalidad fuera «nueva»; pero, sobre todo, inmediata. Ahora están planificando el próximo trienio, de 2021 a 2024, y el eje vertebrador de ese futuro cercano tiene que ser la mujer. Una institución pública no puede olvidar a la mujer, y el Prado lo hace. Lo hace, además, de una manera tan descarada que uno se sorprende, uno piensa que no queda nadie al volante con un mínimo de sensibilidad.

P: Y con todas estas cosas que cuentas, ¿cómo ha sido el recibimiento de tu obra, cómo ha sentado el ensayo en las diferentes esferas del poder?

R: Mal. Al Prado le ha sentado bastante mal; fíjate que, como institución, nunca había querido entrar en estos temas, pero no lo queda otra. Cuando en octubre inauguren la exposición temporal de ‘Las invitadas’ va a tener que tratar las cosas como son; a fin de cuentas, es una colección que plantea unas cosas muy parecidas a las que yo planteo en Las invisibles. Pero, claro, es una exposición temporal que durará tres meses, nada más, como ocurrió con la exposición de ‘La mirada del otro’, que mostraba la diversidad sexual.

Por parte de ellos, repito, el libro no ha sido muy bien recibido. Por parte de la sociedad, sí. Pero tampoco soy yo la primera persona que se lanza a escribir esta reflexión, lo que pasa es que yo soy el primer tío que la hace, y eso es lo que ha generado interés; pero hay mujeres que ya la habían planteado mucho antes. ¿Por qué a ellas se las desatendió? ¿Es que tiene que llegar un hombre hablando de perspectiva de género para que se le escuche? ¿En serio? Es la confirmación de que somos un desastre, y de que este libro sirve, fundamentalmente, para confirmar todo lo que denuncia.

En definitiva, el ciudadano recibe el ensayo muy bien. La ultraderecha, por ejemplo, lo recibe muy mal, porque todo lo que tiene que ver con reclamar los derechos de la mujer no les gusta; y es algo que a la Academia, por su parte, tampoco le ayuda. Son planteamientos muy sociales para ella y la Academia no pretende ser muy social; hay unas fuerzas que se resisten a cambiar y están siendo desbordadas. Estas perspectivas e ideologías han sido superadas por la necesidad de lectura y por la necesidad de plantear nuevas y necesarias perspectivas.

P: Llegados a este punto, y con toda la reflexión que has arrastrado a raíz de Las invisibles, ¿dirías que la vida imita al arte o que es el arte lo que imita a la vida?

R: Pues, sinceramente, lo que yo creo que hace el arte es manipular la vida. El arte es una herramienta de propaganda política, sobre todo en los periodos en los que se centra este libro -hasta el siglo XIX-. Es una herramienta de construcción política y se encarga de manipular la realidad; hay que reconocer las intenciones del arte, darnos cuenta de que éste es un rodillo ideológico que funciona sin que nadie se dé cuenta. Es algo que nos creemos, sin más, y cala en nosotros. Con el arte hay que tener precaución y el mayor precavido es el que se informa. Nos han enseñado que tenemos que ser ultrasensibles; pero no: lo que tenemos que estar, si queremos disfrutar correctamente del arte, es informados.

P: Entonces, hay que advertir al lector: tu libro no es un libro sobre arte, genuinamente.

R: No, mi libro es un libro sobre arte y política, especialmente sobre política. Está construido con herramientas historiográficas, pero tiene una intención claramente política.

P: Y al poner la última palabra, el último punto y final, ¿te quedaste contento? ¿Sentiste que ya habías contado todo lo que tenías que contar?

R: Se quedaron muchas cosas, claro. Yo solo hablo de una veintena de cuadros, pero hay mucho más, hay muchos más enfoques. Un libro siempre se agota a sí mismo desde el mismo momento en que sale de imprenta, y más en este caso. Estoy seguro, sin embargo, de que van a salir más libros y de que se van a publicar muchas más cosas acerca de este tema y en estos mismos términos. Ni es el primero ni va a ser el último. Lo bueno de haberme centrado en el Prado es que, si éste reacciona, todos los museos estatales van a reaccionar; y probablemente también suceda en el extranjero. Hay que denunciar la desigualdad en los marcos de ejemplaridad y por eso me centro en la mayor institución española, que -desafortunadamente- actúa de forma machista, y esto hay que cambiarlo.

Lo que tiene que hacer el Prado es actuar de acuerdo a los parámetros feministas, ser contemporáneo, establecer una guía que le sirva al resto. Es más, el Ministerio de Cultura debería de estar reclamando estas cuestiones a todos los museos que reciban dinero público. No entiendo cómo no hay nadie que esté reclamando esto al frente del Ministerio. ¿En qué consisten, acaso, las nuevas narrativas? En ser nuevas, en servir de punto de partida para el cambio, en reinventar las políticas contemporáneas. El Museo no es un lugar decorativo, es un lugar político; y las instituciones y administraciones públicas tendrían que oír a la ciudadanía, tendrían que responder a las exigencias de quienes pagan los impuestos. No hay más: hay que acabar con el romanticismo, tenemos que hablar de materialismo y de realidad.

P.D.: Quizás, y sólo quizás, si en el siglo XX hubiesen leído Las invisibles en vez de L’Enfance des hommes illustres hubieran salido menos Jean-Paul Sartres y más Simones de Beauvoir. Pero eso no lo ha dicho Peio, claramente; lo decimos nosotros. Para él, al igual que la pregunta sobre Pradilla, esta conjetura sería «ciencia ficción».

*Imagen de cabecera tomada y cedida por la editorial Capitán Swing.

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