Opinión

Querido lector

En un último intento desesperado por dejarle a las generaciones venideras una digna herencia digital, J. T. P. firma una carta para ti, lector, en la que trata de recordar todas aquellas cosas que nos hacían felices del correo postal (aunque lo haya escrito por aquí y lo haya mandado por e-mail).

Querido Lector: 

Es posible que desde hace muchos años ningún conocido se haya dirigido a ti de esta manera. De hecho, lo más probable es que, si estás leyendo esta Revista, nadie se haya dirigido a ti, jamás, de esta manera. Por ello, creo que lo primero que te mereces es una disculpa por mi parte. Lo segundo, claro, es explicarte a qué viene de repente tanto formalismo. Es una duda razonable que no tiene una respuesta sencilla si lo que pretendemos es que, además, sea igual de razonable, pero que, siendo breves, podríamos resumir en una palabra: nostalgia.

Lo cierto es que cada vez que pronuncio o leo esta expresión, no puedo evitar recordar a Don Draper explicando qué era la nostalgia en Mad Men

«En mi primer trabajo conocí a un viejo redactor publicitario. Era un griego llamado Teddy. Y Teddy me dijo que lo más importante en la publicidad es la idea de “lo nuevo”. Lo nuevo crea una picazón y uno tiene que pensar el producto como si fuera una especie de pomada. 

Pero Teddy también hablaba de un vínculo más profundo con el producto: nostalgia. Es delicada… pero poderosa. 

Teddy me dijo que en griego “nostalgia” significa literalmente el dolor de una vieja herida. Es una punzada en el corazón, mucho más fuerte que únicamente el recuerdo». 

El recuerdo, claro, es otra palabra preciosa, también procedente del griego, que significa «volver a pasar por el corazón». La pena es que en el día a día pierde parte de su belleza, porque la gente nunca se da cuenta de lo que está diciendo en realidad. Antes, un recuerdo era la sensación de esperar a Papá Nöel en Navidad, por ejemplo; ahora, una fotografía retocada y posteada en cualquier red social. Pero lo más triste de todo es que esto también empezó así: con un recuerdo de Facebook. De este modo, y no de otro, comenzó a fraguarse esta carta que ahora te escribo a ti, lector, con la esperanza de que entiendas mi nostalgia.

***

Esta historia, por tanto, empieza en el pasado. Hará poco más de unos dos años, aproximadamente, escribí una publicación en Facebook reflexionando sobre un hecho que había ocurrido en mi familia. Mi padre había encontrado, entre sus papeles perdidos de juventud, una carta que su madre le había escrito mientras él vivía en Santo Domingo (buena tierra, mejor ron), contándole cómo eran y se comportaban con ella sus -por entonces- dos pequeños nietos.

Sin entrar en excesivos detalles, desde que nos leyó la carta -y según narraba yo en la publicación-, no podía dejar de pensar en qué iba a ocurrir cuando, dentro de muchos años (en aquel momento no esperaba una pandemia en el corto plazo), mis familiares decidieran buscar en el servidor de mi correo electrónico y lo único que encontrasen allí fuera publicidad y alguna que otra reserva electrónica de vuelos, si acaso. Me lamentaba, como es lógico, de mi juventud, y de que ella me hubiera impedido desarrollar una relación epistolar a la altura. La comparación nostálgica, aún desde la imaginación, con aquellos tiempos en los que la comunicación requería de belleza, de un desarrollo pormenorizado de lo ocurrido y, a veces, hasta de semanas enteras de espera para poder leer una respuesta concisa, causaba, por tanto, una incómoda sensación. 

El correo postal, proseguía, era entonces fuente de alegrías y tristezas. Lo mismo te escribía aquel amigo que se había ido con lo puesto a un país extranjero que asumías con dolor que aquel amor de verano jamás te contestaría a tu carta otoñal. Y terminaba con una pequeña reflexión sobre el presente y lo que nos iba a deparar el futuro, donde las únicas cartas que recibiríamos serían sinónimo de disgusto (la luz, el agua y alguna declaración de amor de Hacienda, aunque ya ni eso), pero sin ninguna duda de que dejaríamos un patrimonio arqueológico digno de estudio para los historiadores de los siglos venideros, que, estoy seguro, desarrollarían tesis doctorales sobre esos reyes nigerianos que regalaban toneladas de oro a cambio de una ayuda previa de 20.000 USD, aceptada, únicamente, en las Islas Vírgenes de las Antillas. 

Tal vez nuestros emails no destacarán por su belleza o concisión, pero no cabe duda de que servirán como nítido reflejo de la sociedad en la que vivimos. Una sociedad en la que un GIF representa un «te quiero» y nadie de menos de quince años tiene la más remota idea de qué es eso que los boomers llaman sello.

Lo más curioso de todo es que diez días después de escribir la publicación en Facebook recibí por correo postal una carta de alguien a quien considero una buena amiga, a pesar de que casi nunca hablemos de nada más que de Derecho y de que siempre me olvido de avisarla cuando vuelvo por Tenerife. En ella me contaba algunas reflexiones sobre un viaje que acababa de terminar, y me animaba, con su habitual sutilidad, a contestarle de vuelta para iniciar, así, una de esas relaciones epistolares que yo tanto había lamentado que no existieran ya. 

La ironía, sin embargo, es una tentación imposible de soportar. 

Por supuesto, le mandé al instante un whatsapp diciéndole la ilusión que me había hecho, y que en breve tendría mi contestación de rigor en forma de misiva. Llegué, incluso, a escribirla; pero jamás a enviarla. No sabía cómo se compraba un sello, para empezar; y, luego, pospuse continuamente lo de ir a una oficina de correos a enterarme. La carta, si sirve de excusa, está por ahí, esperando en un sobre, en algún lugar de mi cuarto de cuyo lugar no soy capaz de acordarme. 

La anécdota, claro, no quedó ahí. Meses después, en Navidad, recibí una postal que comenzaba diciendo «nunca recibí mi prometida respuesta en carta». Duro pero justo, todo hay que reconocerlo. Evidentemente, enseguida volví a coger el móvil y a escribirle otro whatsapp prometiéndole que, esta vez sí, tendría mi respuesta en forma de carta… 

Sin comentarios al respecto.

***

Estas navidades recibí, de nuevo, otra postal de su parte deseándome un feliz año y celebrando alguna anécdota vivida en 2019. Creo que esta última vez mi sentido de la vergüenza pudo a mi ilusión y ya no le prometí de nuevo esa contestación que, como ambos sabíamos, nunca iba a llegar, vistos los antecedentes. Espero, eso sí, mi felicitación para este maravilloso año 2020; y es que soy es de esos ilusos que todavía piensa que llegaremos a navidad.

Pero, ¿por qué sigo hablando sobre esto? Básicamente, porque estos días, leyendo el libro ¿Dónde vamos a bailar esta noche? (Círculo de Tiza, 2017), de Javier Aznar, uno de los capítulos tenía formato epistolar, y no pude evitar acordarme de esas cartas que jamás contesté y que tuvieron su origen en mi lamento por no haber mantenido nunca una relación epistolar. El recuerdo se tradujo enseguida en nostalgia: una punzada en el corazón al recordar la carta que mi abuela le escribió a mi padre; y en el cariño que desprendían sus palabras cuando hablaba de sus nietos, describiendo sus comportamientos. 

La nostalgia, nos contaba Don Draper, es un dolor por una vieja herida, por un recuerdo ya pasado. Sí, es cierto; pero también por algo que nunca llegó a pasar. Yo jamás escribí esa carta de vuelta (aunque aún estoy a tiempo) y tú, estimado lector, jamás has recibido una carta personal (aunque espero estar equivocado). Y aquí estamos ahora los dos: yo, pensando en esa punzada en el corazón; y tú, pensando en que menuda pérdida de tiempo ha resultado este artículo que trata de un asunto que, en general, no le importa a nadie. Pero no pasa nada porque, como alguien dijo una vez, en «esta vida lo importante es contingente y los detalles son lo necesario». Y porque la Real Casa de Correos (@correos, follow + like) confía en que, a raíz de esta publicación, superará las horas bajas en que anda sumida.

Por eso te escribo este texto que comienza con «querido lector», para que recibas, ¡por fin!, tu primera carta, que es algo que todo el mundo debe recibir al menos una vez en la vida; y para que yo, también, tenga la oportunidad de responder, ¡al fin!, a todas esas postales y misivas que -todos lo sabemos- jamás iba a contestar. 

Quedo a la espera de tu respuesta. 

Un abrazo, 

J. T. P. 

Acerca de Jorge Trujillo

Jorge Trujillo (Santa Cruz de Tenerife, 1994) es graduado en Derecho, máster en sectores regulados y abogado colegiado, ocupación que ejerce durante sus ratos libres en un bufete madrileño, aunque profesionalmente se dedica a soñar con ser, algún día, rentista decimonónico. Mientras espera ese dinero que nunca llega, agota sus energías combatiendo a la Administración en el frío ámbito del Derecho Público. Para no caer en la desesperación, escribe textos que nunca termina y abandona blogs que él mismo ha empezado. Fiel a su espíritu rentista y a la dorada mediocridad, su mayor éxito es que en su currículum no hay ningún logro a destacar, salvo, quizá, el de seguir creyendo -en alguna que otra ocasión- en la justicia.

1 comments on “Querido lector

  1. Envío postales

    Querido J. T. P.:

    Aunque esta publicación no haya surgido más que como un burdo intento de justificar tu absoluta falta de diligencia debida y fingir un vago arrepentimiento, has puesto los dos puntos tras el encabezado y me has hecho sonreír. Diría que es más que suficiente para garantizarte esa postal en las próximas navidades. Algo bueno tenía que tener el 2020.

    Un saludo,
    La chica guapa que escribe cartas que abandonas

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