Opinión

Karmelo. La Poesía. Los Bares

Pocos lugares dicen tanto sobre nosotros como los bares. «Esos sitios oscuros que se encienden cuando se apaga todo lo demás» son ya una seña de identidad que, además de definirnos, nos concede cientos de momentos y escenas poéticas, si sabemos verlo. Aquí, un esbozo.

Siempre me han gustado los poemas de Iribarren por su capacidad para darle una nueva dimensión a situaciones cotidianas que la mayoría de personas de este país hemos vivido o contemplado más de una vez. La gran parte de estas situaciones, de hecho, ocurren frente a nosotros a menudo, pero casi siempre de manera imperceptible, como parte del decorado urbano en el que no te fijas hasta que alguien te dice un día: «te has fijado en que…», y ya está, te han jodido. Desde ese momento, ese pequeño detalle cobra para ti una nueva dimensión; la nota de lo accesorio se convierte de repente en lo esencial y, como un misterio o prodigio que todos a tu alrededor desconocen, a partir de entonces comienzas a vivir solo para ese pequeño detalle que para el resto del mundo es contingente, pero que, para ti, para ti es necesario.

La obsesión es tanta que quizá un buen día, mientras das un paseo con alguien querido, uno de esos largos caminares que no van a ninguna parte pero que son los que permiten disfrutar de la esencia verdadera de una ciudad, sientes la necesidad de compartir esa sufrida carga y comentas de pasada, como si tal cosa: «¿te has fijado en que casi no hay ya arquitrabes?». Y con esa nimia pregunta, ese pequeño apunte a pie de página, tu confesor se verá arrastrado a una nueva y maravillosa, aunque dura, realidad. Y es que todos sabemos que un gran poder conlleva una gran responsabilidad, y si no que se lo digan a Gil de Biedma, que tras descubrir el peligro de extinción en que vivía el arquitrabe ya jamás pudo volver a pasear en paz:

«Uno sale a la calle
y besa a una muchacha o compra un libro,
se pasea, feliz. Y le fulminan:
¿Pero cómo se atreve?
¡El arquitrabe!»

Lo de las revelaciones, sin embargo, no ocurre solo mientras uno sale a dar una vuelta. Los bares poseen también una naturaleza adecuada para disfrutar de este tipo de avistamientos. Sus ecosistemas modelados por numerosos siglos de evolución ofrecen, desde una sencilla y anónima mesa de aluminio, los más espectaculares panoramas de que disfrutar. Ahora bien, la elección del puesto de observación, a pesar de todo, no es sencilla:

Aunque hay bares para todos los gustos, desde nocturnos para tomar una copa y lo que surja, hasta algunos de tapeo vegano (lo juro), es inevitable sentir cierta predilección por los de viejo. Esos que ahora tanto están sufriendo por su típica configuración de interior: barra alargada, de madera barnizada o chapa galvanizada, tres o cuatro mesas hartas de ser «limpiadas» por el mismo trapo sucio que otrora fue una camiseta de la olimpiadas de Barcelona ´92, nula ventilación y un cincuenta por ciento de fluorescentes fundidos. Es en esos bares, que tan poco se han acomodado al siglo XXI, más que en el fútbol de «pago» (si acaso), donde parece transcurrir verdaderamente la vida de este país. Una vida que, a pesar de todas las alegrías, contiene a veces un trasfondo trágico, como tan a menudo pretende recordarnos, para bien o para mal, Iribarren.

En este sentido, los bares parecen ser (aunque no me he molestado en preguntarle al autor) su hábitat natural; hábitat que utiliza como reflejo de la sociedad que él vive, que nos permite ver Cómo ha cambiado este país, donde «apenas se sirven ya copas de anís», y de la que todos sacamos experiencias compartidas por haberlas vivido, como esos vinosaurios que constituyen uno de los elementos fundamentales del encanto de bares de viejo:

«Siempre recién peinados
y tosiendo
hacen su entrada
cada mañana increíblemente
en punto, y se atrincheran
al fondo de la barra, en su rincón
donde los dardos
no llegan ni borrachos.
Echan una mirada. Piden. Le vacilan

al camarero igual que ayer
y entre tembleques
llevan el venenoso vino
hasta los labios
como una maldición.
luego pagan. Adiós. Que no
te pille un coche. Y se encaminan
hacia la próxima farmacia.»

Todo el que haya estado en uno de estos lugares no puede evitar poner cara a esos señores tan repeinados de los que habla el poema, y tampoco puede evitar sentir cierta tragedia por la escena descrita al leer el poema; y ello a pesar de haberla vivido con indiferencia más de un millar de veces. Es esta capacidad la que nos muestra, a través de la ironía final, la desgracia detrás de lo habitual, como esas figuras tristes con cierta mítica, siempre «apostados en las esquinas de las barras/ con la mirada absorta / en el fondo del vaso» y que un día cualquiera se pierden en la madrugada, «llevándose quién sabe a dónde / su pequeño misterio y su luz», pero que no serán añorados porque «otros como ellos ocupan su lugar». El bar es, en la poesía de Iribarren, un lugar donde campa la tristeza, pero también de trinchera y de esperanza frente a las ciudades difíciles, frías y solitarias. Los bares son «esos sitios / oscuros / que se encienden / cuando se apaga todo lo demás, / esos rincones con alma, / con auténtico calor; / quién sabe / si ya el último refugio / desde el que abrir fuego otra vez».

Textos como los anteriores no son, es cierto, sus mejores poemas (si lees esto, Karmelo, no te lo tomes como algo personal), pero sí suponen algunos de los más vívidos. Precisamente por su sencillez, la gran mayoría de lectores tendrán facilidad para ponerles rostro y situación concreta, lo que lleva a desarrollar una relación personal con el poema, recordándolo inevitablemente cada vez que volvemos al bar que nos vino a la mente mientras lo leíamos por primera vez, y nos encontramos al protagonista sobrevenido enfrascado en su periódico o soledad. Es esta interrelación la que me ocurre a mí con Los viejos sí que saben:

«Me enternecen sobremanera
esas parejas
de viejecitos renqueantes
que se sostienen en pie difícilmente
y sin embargo llegan cada día
puntuales a la cita
con el café con leche
y el periódico.
Miran como si en realidad

lo que suceda
nada les importase, como si todo
lo habido y por haber
se la trajese floja
a esas alturas.
Y lo único que quieren
es que mañana el bar
esté en su sitio.
Y que ellos lo vean.»

Cada vez que leo este poema me viene al recuerdo la misma escena que presencié una vez en Tenerife. Fue en uno de esos bares de viejo a los que acudía (y todavía acudo cuando vuelvo a la isla) con mi padre a desayunar de forma habitual. Por norma general, en una mesa cercana a la nuestra se sentaba una pareja de señores mayores, ella aún en buen estado y bastante habladora, y él bastante perjudicado por la edad y retraído. Agarrados del brazo se acercaban a sentarse en lenta parsimonia, y tras pedir sus correspondientes cafés (él solo, ella con leche), uno abría el periódico y la otra la revista de rigor. Pasados unos minutos él le pedía uno de los cigarrillos que ella llevaba en su bolso, tras lo que, inevitablemente, un torrente de reproches por parte de ella, al mismo tiempo que comenzaba a rebuscar en el bolso el dichoso cigarro, inundaba el silencioso ambiente: que si no puedes seguir fumando, que ya te ha dicho el médico que es malo; que si no te ahogas ya lo suficiente cuando caminamos; que si te vas a morir joven (ejem). Mientras esto ocurría, él extendía el brazo y cogía el cigarro que ella le facilitaba, tras lo cual procedía a encenderlo y le daba una primera calada que joder, madre mía, quien pudiera llegar a sentir la felicidad que expresaba ese señor en su cara tras la primera calada. Felicidad, todo sea dicho, estorbada eso sí por el incesante memento mori de su señora.

Un día, tras cumplir el ritual de rigor, ella comentó sobre la posibilidad de hacer un viaje a un lugar lejano a visitar a un familiar o ser querido (tampoco presto tanta atención a las conversaciones ajenas). Durante más de diez minutos, ella procedió a desmenuzar instante por instante todo lo que iban a hacer en ese lugar. De repente, él le dio una calada larga al cigarro, expulsó el humo y procedió a apoyarlo en el cenicero que tenía a su lado. Tras esto, carraspeó para aclararse la garganta y en un alarde de laconismo dijo: «yo ahí no voy porque en el avión no se puede fumar». No hubo más conversación al respecto.

Quién necesita hacer un viaje en avión cuando tiene al lado de su casa un bar.

Acerca de Jorge Trujillo

Jorge Trujillo (Santa Cruz de Tenerife, 1994) es graduado en Derecho, máster en sectores regulados y abogado colegiado, ocupación que ejerce durante sus ratos libres en un bufete madrileño, aunque profesionalmente se dedica a soñar con ser, algún día, rentista decimonónico. Mientras espera ese dinero que nunca llega, agota sus energías combatiendo a la Administración en el frío ámbito del Derecho Público. Para no caer en la desesperación, escribe textos que nunca termina y abandona blogs que él mismo ha empezado. Fiel a su espíritu rentista y a la dorada mediocridad, su mayor éxito es que en su currículum no hay ningún logro a destacar, salvo, quizá, el de seguir creyendo -en alguna que otra ocasión- en la justicia.

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