En esta vida hay que tener cuidado con la soledad. Pero, sobre todo, hay que tener cuidado con las ganas de estar solo. Podrían volverse en nuestra contra de repente: en cualquier momento, en cualquier lugar, y obligarnos a cambiar el rumbo. Sucede como con las autopistas de peaje: creemos que estamos dispuestos a pagar el precio; pero no. Nadie lo está. A nadie le interesa. Y, al final, tomar atajos siempre sale caro.
Contaba James Salter en sus memorias que, durante uno de los inviernos de su juventud, con trece o catorce años, había conocido a la hija de un oficial de marines con la que se divertía compartiendo trineo y descendiendo a toda velocidad por las calles nevadas y empinadas de Washington. Además del entretenimiento, le gustaba rodearle la cintura con los brazos y, mientras bajaban por las colinas y se chocaban contra los terraplenes, subir las manos como si nada y tocar lo que -para entonces- le estaba prohibido. Como a ella tampoco parecía importarle, Salter le preguntó a su primo si creía que tenía posibilidades de seducirla; y, ante la rotunda afirmación, comenzó a urdir un plan que le permitiría vivir una de sus primeras experiencias amorosas. Su estrategia era sencilla: quedar a solas en la casa de sus tíos con la hija del oficial e intentar conquistarla; pero, como habíamos dicho al principio, forzar la intimidad suele jugar malas pasadas, y las cosas no siempre terminan como uno las había imaginado. En su caso, «pese a los planes que hicimos, no funcionó. Tomamos chocolate en la cocina, pero cuando se enteró de que no había nadie más en la casa, con repentina cautela, huyó». Dejándole con cara de tonto, y enseñándole que triunfar en el amor es mucho más complicado de lo que parece.
En general, triunfar en esta clase de asuntos suele ser arriesgado. Nunca sabes lo que te vas a encontrar hasta que la realidad se choca de bruces contra ti, y eso es algo que no todo el mundo soporta. Ya hemos visto el caso de Salter, que al final consiguió recomponerse y salir airoso de los problemas; pero no es, ni de lejos, la situación más habitual. De hecho, entre las páginas centrales de Todo lo que hay, el autor norteamericano nos habla de un personaje que, creyendo que la soledad era la respuesta a todos sus problemas, se embarcó en un infierno de silencios y abandono al que jamás llegó a acostumbrarse.
El personaje en cuestión era un librero de Nueva York, «un cincuentón menudo que siempre vestía trajes buenos», del que se contaba que era el hijo descarriado de una gran familia americana. Siempre había amado la lectura, y desde niño soñaba con convertirse en un escritor de la talla de Dickens o Flaubert. «Imaginaba que algún día viviría en París, en un apartamento lleno de luz donde trabajaría en completa soledad, pero cuando se fue a vivir a París se sintió demasiado solo y nunca fue capaz de escribir nada». Poniéndole una moraleja a la historia, y advirtiendo que la vida siempre es mejor si se vive acompañado.
Por otro lado, no puede ser casualidad que, hoy en día, Salter sea también el nombre de una empresa de aparatos de musculación y de máquinas de entrenamiento. A su manera, el apellido del escritor sigue ayudándonos a luchar contra la soledad; y nos deja claro que, si al invitar a una chica a tomar chocolate caliente en casa, huye, la siguiente opción podría ser apuntarse al gimnasio. Eso, o leer y hablarle de literatura…
Sólo el tiempo y las estrellas lo saben.
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