Opinión

Delibes; por la humanidad y por Castilla

Miguel Delibes, gran pensador de Castilla y de lo rural, fue uno de los primeros autores que se atrevieron a pensar y a defender el ecologismo. En su época, ya lo veía todo un poco oscuro; ¿hemos cambiado o seguimos exactamente igual?

Una servidora es paisana de Delibes. Quizá por este motivo -nombre mil veces oído, mil veces leído en los lomos apretados unos contra otros en la biblioteca familiar- nunca me había acercado a él, desdeñosa del zumbido constante de su presencia en mi ambiente cultural más próximo. Prefería otorgarle el honor de ser leído, casi a modo de juego, a cualquier libro al azar que me resultase mínimamente sugerente por su portada. Así cayó en mis manos, entre otros y tal vez demasiado pronto, El color púrpura, pero esa es una historia aparte. Decía que siempre desdeñé a Delibes, que se me antojaba aburrido, sobreindicado, seco. Pero este año, la conjunción astral entre el centenario de su nacimiento y el tristemente necesario encierro doméstico me puso en un brete que decidí resolver -de una vez por todas- dándole una oportunidad.

En realidad, el encuentro entre estas dos circunstancias únicas no habría sido suficiente por sí mismo para hacerme llegar a esta determinación -soy muy cabezota en mis menosprecios irracionales-. Fue precisa, asimismo, la existencia de una tercera circunstancia, más diluida, más contextual, más íntima: Creo que me hago mayor. No hay otra explicación. He dejado de preocuparme de manera exclusiva por los asuntos del corazón del hombre (que me perdone Eric Fromm); al menos, también veo ahora -insalvable- su entorno. Ya no aspiro a conocerlo todo ni a vivir en todos los lugares (que me perdone Borges). He dejado atrás ese ansia de abarcarlo todo y he decidido centrarme en lo que me rodea, en cuestiones más próximas, más prácticas, más terrenales. He desplegado tallos, hojas y alguna flor; pero ahora, próximo el momento de comenzar a fructificar, siento mis raíces engordar y hundirse con inusitada fruición en la tierra, o dicho en otras palabras: he empezado a preocuparme por Castilla.

De ahí que la cuarentena y el centenario me condujesen insalvablemente a zambullirme ¡por fin! -y con notable entusiasmo- en el Universo Delibes.

Un mundo que agoniza

Obvié Los santos inocentes y El príncipe destronado, que ya conocía por la escuela, a través de su versión cinematográfica. Fui al meollo: devoré devocionalmente El disputado voto del señor Cayo, que me recordó tanto a mi abuelo que pasé la mayor parte del libro homenajeando a La lacrimosa. Le siguió Viejas historias de Castilla la Vieja, quizá mi favorito, de una escritura tan dulce y cándida que me recordó mucho a El camino -obra maestra-, cuando lo leí a continuación. El tesoro también me gustó, pues le ponía el contrapunto preciso a tanta calidez y a tanto bucolismo rural. Sin embargo, es el libro del que voy a hablar a continuación el que verdaderamente rompió mis esquemas y sobre el que me gustaría disertar aquí.

Ciertamente no es tanto un libro como un manifiesto, redactado con motivo de su ingreso en la Real Academia Española en 1975 y editado por Plaza y Janes cinco años después. El ensayo se llamaba Un mundo que agoniza y, en él, Miguel desgrana con maestría y brío un discurso ecologista fresco, vivaz, humanista y profundo. Es un discurso, aun así, sombrío; pues declara no considerar a la Humanidad preparada para el salto que supondría el (necesario) replanteamiento del modelo de capitalismo feroz que consume la Naturaleza sin darle tiempo a recomponerse y que, en última instancia, hipoteca nuestra estancia en el planeta. «Únicamente un hombre nuevo -humano, imaginativo, generoso- sobre un entramado social nuevo, dice, sería capaz de afrontar, con alguna probabilidad de éxito, un programa restaurador para una sociedad estable. Lo que es evidente es que, a estas alturas, si queremos conservar la vida, hay que cambiarla».

Me sorprendió que Miguel, comprometido como pocos con su tierra, defensor acérrimo de su región en concreto, estuviese tan profundamente consternado por la situación global de la naturaleza y la humanidad en su conjunto. Pero lo estaba. Su pesimismo respecto al aciago futuro de la humanidad me hizo pensar.

Su apocalíptica premonición se supone hoy por hoy incumplida o, en cualquier caso, no ha llegado a culminar. El mundo, por lo pronto, no ha colapsado. Quizá precisamente por la función de alarma que desempeñaron los primeros ecologismos (1960-1980) en los que él se encuadra, o tal vez a pesar de ella; lo cierto es que la vida ha seguido su curso. También la contaminación, la crisis energética, la no convergencia entre naciones, la sobreexplotación de los recursos naturales… Factores de riesgo que siguen ahí, pero se mantienen en unos niveles ‘soportables’ de gravedad, que nos permiten ignorarlos sin demasiada dificultad.

Quizá, la concienciación se ha extendido en las últimas generaciones a través de los talleres escolares e Internet, sí; pero son tantas las distracciones, tantas las materias de concienciación y taaanta la información, muchas veces (las más) vacua -incluyendo publicidad, stories de conocidos y demás cosas que no nos importan un comino-, que recibimos diariamente, que es prácticamente imposible que nos tomemos la cuestionable sostenibilidad del modelo de producción mundial como el tema fundamental que es; no sólo para el equilibrio, sino para la supervivencia de la especie.

Lento pero viene

Aunque el mundo no ha colapsado, sin duda está más cerca de hacerlo que en tiempos de Miguel, pues la vida no ha cambiado -si acaso a peor-, sino que se ha vuelto más voraz. Más completa, más cómoda, más diversa -si se quiere-, sí; pero también más voraz. El progreso, tal y como suele entenderse, tiene truco; o, mejor dicho, tiene trampa. Estas son las palabras de Miguel, que, por desgracia y 40 años después, no han perdido frescor ni tragedia:

«El verdadero progresismo no estriba en un desarrollo ilimitado y competitivo, ni en fabricar cada día más cosas ni en inventar necesidades al hombre, ni en destruir la Naturaleza, ni en sostener a un tercio de la Humanidad en el delirio del despilfarro mientras los otros dos tercios se mueren de hambre, sino en racionalizar la utilización de la técnica, facilitar el acceso a toda la comunidad a lo necesario, revitalizar los valores humanos, hoy en crisis y establecer las relaciones Hombre-Naturaleza en un plano de concordia.» (¡!)

La Humanidad sigue sin ser un sujeto reconocido, y mucho menos equilibrado (¡y muchísimo menos consensuado en valores!); la Naturaleza -en mayúsculas- es, para muchos, una incorrección ortográfica y su defensa, una «cosa de hippies y perroflautas»; la lógica capitalista sigue aceptándose como la más racional y realista a pesar del disparate que ello supone y el progreso sigue entendiéndose en términos de innovación, competitividad y crecimiento exponencial.

Es cierto que el mundo aún no ha colapsado, pero -a ojos de Miguel, y yo comparto su mirada- estamos lejos de haber progresado.

No quisiera yo aventurar la hipótesis -en realidad factible- de que el COVID-19 es una consecuencia de la mala praxis que tozudamente venimos sosteniendo para proveer al mundo contemporáneo de las masivas necesidades que poco a poco se han ido creando. No soy bióloga ni sé demasiado de medio ambiente; lo mío son más bien las cuestiones morales y la filosofía. No sabría qué decir: quizá nuestra generación muera sin experimentar de facto en sus carnes la mordedura de la devastación ecológica. Puede que la agonía perdure, que se agudice un poco, pero que no lleguemos a sufrir nunca (al menos, no nosotros) la verdadera muerte de la Naturaleza. Quizá, por el contrario, el COVID-19 sea, en efecto, un preludio de lo que está por venir, que la Tierra verdaderamente haya dicho «basta» y nos aguarden décadas de catástrofe y debacle global. No sabría decir, repito. No quiero arriesgarme con predicciones de futuro, prefiero aseverar sobre la problemática actual y la ética atemporal de las cosas. Puede que el COVID-19 sea uno de los jinetes del Apocalipsis, o puede que no; pero ha puesto de relieve y ha dejado bien claro un hecho: cuando todo tiembla y se tambalea, el pueblo y el campo siguen ahí, indemnes. Constituyen una realidad mucho más sólida -y muchísimo más sana- que las que envuelven y cristalizan la vida y las realidades urbanas, enrevesadas, frágiles y -en ocasiones (y dependiendo de la óptica)- fútiles.

Volver a casa, replant(e)ar nuestras raíces

Ante la sacudida de la vida tal y como la conocemos, cuando algo ocurre, cuando creemos verle las orejas al lobo, entonces sí, el campo es «casa». No quiero que parezca que caigo en el cinismo recriminatorio fácil: la naturaleza y la vida rural constituyen, efectivamente, un refugio en casos de crisis y emergencia global. Pero lo que digo es que también constituyen un refugio en general, durante los buenos tiempos, un último bastión de salud y estabilidad en una sociedad desquiciada, frenética, cuya presión tanto nos aqueja (a veces sin que nos demos cuenta). De la salud del campo depende la nuestra y, aunque muchos no sientan ya este vínculo, se trata de algo imborrable, inherente y ancestral, que conviene (o urge) cuidar.

A pesar de ello, y de la profunda lógica orgánica que encierran movimientos como la economía circular, el slow movement, el decrecimiento feliz o la bioeconomía -herederos del ecologismo que Miguel luchaba por defender y que claman a la sociedad por la revalorización y cuidado de estos espacios-, estos permanecen en un tercer, cuarto o quinto plano de relevancia, y el progreso sigue entendiéndose en términos lineales y aceleracionistas o, en otras palabras, en términos de «más, más, más y siempre más».

La desigualdad aumenta, la ansiedad y la depresión se extienden como una peste invisible por nuestras sociedades -conformando una pandemia que, si fuese tratada como se debe, arrojaría cifras de escalofrío-, la naturaleza continúa siendo explotada por encima de su capacidad de regeneración… Pero todo sigue su curso, cada vez más rápido, y un solo segundo de reflexión o replanteamiento de las cosas implicaría la expulsión brusca del cauce veloz de la vida contemporánea (bien lo sabe Bauman); aflojar el ritmo implicaría quedarse fuera de la carrera, pero lo curioso es que la meta de esta carrera parece estar situada al borde de un acantilado, y esto es precisamente lo que gritan desaforados los que creen que sería mejor reducir la velocidad, desoídos por todos, que, a grandes zancadas y con el viento zumbándoles en los oídos, no piensan sino en correr más que el de al lado.

El mundo, movido por su propia inercia, sigue en grave peligro de precipitarse al vacío. Las predicciones pesimistas que realizase Miguel Delibes ante sus compañeros de la Academia quizá no han culminado, pero tampoco hay motivo para mostrarse tranquilos y satisfechos con la situación actual. Invertir esta inercia global requeriría de un esfuerzo coordinado tan inefable que resulta inútil siquiera fantasear con ello… Quizá la única solución accesible sea cuidar, defender y sacralizar como se merecen aquellos reductos de naturaleza y ruralidad que tenemos más cerca, aquellos que habrán de cuidarnos a nosotros cuando sea necesario y aún en el agraciado caso de que nunca se trate de una cuestión de vida o muerte.

Lo decía líneas arriba: me sorprendió que Miguel, comprometido como pocos con su tierra, defensor acérrimo de su región en concreto, estuviese tan profundamente consternado por la situación global de la naturaleza y de la humanidad en su conjunto, pero entonces recordé ese viejo lema, ya casi olvidado, que se convirtió en estandarte de la primera ola ecologista. Rezaba: «Piensa global, actúa local.»

Así pues, quizá no haya de renunciar a Fromm, a Borges ni a las grandes problemáticas abstractas. Se trata de canalizar estas reflexiones en una acción concentrada y potente. Como Miguel, se trata abrazar el árbol, pero sintiendo en ese abrazo el bosque completo. Creo que aún me queda por florecer. Seguiremos trabajando. Por la Humanidad y por Castilla.

Acerca de Carmen Abril

Carmen Abril (Valladolid, 1996). Estudié Sociología en Salamanca y después Cultura contemporánea y literatura en Madrid. No creo que debamos tratar de definirnos por nuestra carrera académica ni profesional, pero en mi caso se me ve bastante el plumero: me interesa la gente. La vida cotidiana, las palabras que hemos inventado para asomarnos a los otros, la magia de la interacción, el salseo. El arte y en especial la literatura son, para mí, eso, formas especiales de comunicación, y me interesan de una forma tan visceral como científica; leo desde pequeña como loca, con fruición y también con cierta sensación de estar haciendo trampas, de estar ganando demasiada ventaja en el juego de la vida. Soy, por cierto, de campo, y quizá esto me define incluso más que mi gusto por la personas. Yo no creo que el vida imite al arte, como decía Wilde; creo que ambas, vida cotidiana y arte, tienen en realidad la misma musa y/o motor inmóvil en la Naturaleza. Como algunos presocráticos -y como muchos hombres de las cavernas- pienso que “Ella” es Dios y que verdaderamente deberiamos dejar de hacer el sacrílego y rendirle de nuevo el culto que se merece.

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