En su libro ‘La poética del espacio’ (Fondo de Cultura Económica, 1975), el crítico y filósofo francés Gastón Bachelard apuntaba lo siguiente:
«¡Qué concreto se vuelve todo en el mundo del espíritu cuando un objeto, una simple puerta, puede transmitirnos imágenes de vacilación, tentación, deseo, seguridad, bienvenida y respeto! Si tuviéramos que hacer un recuento de todas las puertas que hemos abierto y cerrado, de todas las puertas que nos gustaría volver a abrir, deberíamos contar la historia de nuestra vida entera».
Y no es que ‘El libro de las aguas’ (Fulgencio Pimentel, 2019) trate precisamente sobre puertas, pero sí es verdad que Eduard Limónov se vale de un pretexto similar, e igual de cotidiano, para hacer acopio de sus experiencias y narrar, desenfadadamente, la historia de su vida. En su caso, el elemento capaz de transmitir «imágenes de vacilación, tentación, deseo, seguridad, bienvenida y respeto» es el agua; y, tal y como indica el título de la obra en cuestión, será el agua, también, lo que vertebre el transcurso de la acción. «Podría haberlo titulado ‘El libro del tiempo’, porque del tiempo se trata, pero he preferido el agua. El agua lleva y se lleva todo; es imposible bañarse dos veces en las mismas aguas. El resultado ha venido a ser esta obra rara, salpicada de apuntes geográficos y de coincidencias providenciales», explica el propio Limónov, en el prólogo de su obra. Y nos deja claro que, desde un punto de vista poético, su vida se puede contar así: a partir de mares, ríos, estanques, lagos, bahías, fuentes, saunas, baños y fenómenos meteorológicos adversos. Concretamente, los mares, los ríos, los estanques, los huracanes y las lluvias que marcaron su existencia; que no es corriente ni ordinaria, ¡ni mucho menos!
«‘El libro de las aguas’ se refiere a las aguas de mi vida, y por eso sus episodios están intencionadamente entremezclados, como entremezclados están los recuerdos en la memoria o flotan los objetos en el agua». Así, en su particular ejercicio de memoria individual, que en ocasiones se confunde con la memoria colectiva de un segmento poblacional determinado –rusos alejados del sistema postcomunista, militares kazajos o emigrantes soviéticos-, se irán mostrando a lo largo de la obra una serie de imágenes bellas y grotescas, apacibles y belicosas, que nos ayudarán –como lectores- a comprender la mente de uno de los personajes más curiosos y provocadores del siglo XX, así como la de sus camaradas y contemporáneos. Porque Eduard Limónov, y toda su biografía, sirven para ello. En palabras del escritor francés Emmanuel Carrère, que, en 2011, desarrolló una biografía sobre el personaje ruso: «Lo que pensé (…) es que su vida novelesca y peligrosa decía algo. No sólo sobre él, Limónov, no sólo sobre Rusia, sino sobre la historia de todos nosotros desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Algo, sí, pero ¿qué? Emprendo este libro para averiguarlo». Y nosotros, humildemente, emprendemos este pequeño ensayo con la misma intención.
El agua y los sueños
Tal y como indica el nombre de este epígrafe –que coge prestado el título de otra de las obras de Gastón Bachelard-, ‘El libro de las aguas’ bien podría definirse como un libro de memorias sobre el medio acuoso –evidentemente- y sobre los sueños que, dentro, al lado o cerca de él, llegó a experimentar -en alguna ocasión- su propio autor a lo largo de los años. Sueños sobre los que, por otro lado, se terminaría confesando: «no he podido hallar más que guerra y mujeres (…). He ahí el modesto resumen de mi vida», y sobre los que nunca dejaría de insistir.
Vemos, así, cómo la obra de Eduard Limónov se encuentra condicionada en todo momento por su vida y su temperamento arrojadizo. No en balde, a pesar de estar hablando de un autor que siempre deseó convertirse en el protagonista de todas sus novelas –y que, de hecho, lo consiguió-, Limónov no merece tanto reconocimiento. Es un war junkie, un adicto a la guerra que, del mismo modo, es un adicto total a las mujeres. Son sus dos pasiones, su razón de ser, y, precisamente por eso, por la cotidianeidad que desprenden sus experiencias a ambos lados del campo de batalla, no despierta en el lector la misma fascinación que despiertan los cobardes, o los tímidos, cuando son capaces de vencer todos sus miedos y lograr sus objetivos a pesar de su limitación. El viaje de Limónov no es el viaje del héroe. Básicamente, porque ya nació con los pulmones henchidos y con aires de grandeza; y donde otros podrían haber levantado un oasis, Limónov levantó un desierto. Todo lo que hace, por exagerado que parezca, le sale de manera natural, y, así, su biografía y su personalidad se corresponden. Lo que más impacta al leerle, por lo tanto, no es lo que nos cuenta, porque en seis o en siete páginas ya nos hemos acostumbrado; lo que nos impacta son sus formas, delicadas y poéticas, que -esta vez sí- chocan por completo con su intensa masculinidad. Porque así es Eduard Limónov: ante todo, un ser pituitoso.
En ‘El agua y los sueños’, Bachelard decía que los sujetos pituitosos –es decir, aquellos que tenían más desarrollada la glándula pituitaria y, por tanto, el crecimiento y el desarrollo sexual- son los que sueñan más comúnmente con el agua, con «lagos, ríos, inundaciones, naufragios». No parece baladí, por tanto, que, en sus más de 300 páginas, el autor soviético recurra tanto a la imagen náutica o pluvial. De hecho, al mismo nivel que sus hazañas se encuentra el protagonismo de este elemento, fundamental para la vida y, del mismo modo, para el autor: «el caso es que, allá por 1972, había hecho promesa de bañarme en todas las aguas que se me pusieran por delante. Y lo que hacía era cumplir esa promesa». Mientras tanto, se dedicó a emigrar, a vivir en la pobreza, a viajar, a conocer mujeres –y hombres-, a intentar montar la revolución y a triunfar moderadamente en la política; dejando atrás las costas de la Unión Soviética, las orillas del Sena, las fuentes de Nueva York, los ríos de Ucrania o los baños de Altái. Gota a gota, lo que hace es contarnos su vida. Y el resultado será, precisamente, «un libro de memorias original», que seguiremos abordando minuciosamente, y a partir de un método inductivo, en los siguientes sub-epígrafes.
Los primeros chapuzones, las profundidades del ser
Como dice Bachelard, «las fuentes imaginantes de nuestro espíritu se desenvuelven sobre dos ejes muy diferentes. Unas cobran vuelo ante la novedad (…). Las otras fuerzas imaginantes ahondan en el fondo del ser». Y a veces, incluso, se combinan. En nuestro caso, está claro que Limónov, en cada masa de agua en la que se sumergió, sintió la novedad de las primeras a veces; sobre todo porque era consciente, como él mismo apuntó, de que es imposible bañarse dos veces en las mismas aguas. Quizá por eso las recordó durante toda su vida y las sacó a relucir cuando estuvo detenido en la prisión de Lefórtovo –donde se concibió el libro-, en 2001, acusado de preparar un levantamiento militar en Kazajistán y de crear un grupo armado a espaldas del gobierno. Ante una situación así, las opciones se limitan, y el autor decidió recordar aquellos momentos en que alguna vez pudo disfrutar. Y se dio cuenta de que todos –o una inmensa mayoría- ocurrían a orillas de algún mar, o cerca de algún río.
La mayor parte de los pasajes de la obra guardan esos ecos: la curiosidad de un joven que decide viajar solo a Tuapsé, al este de Rusia, y descubrir con sus propios ojos el puerto y a los estibadores del Mar Negro; la paz que descubrió siendo un muchacho, cuando se paraba a tomar el sol en una de las islas del Sena y veía todo tipo de alegrías a su alrededor; el curioso éxtasis que sólo alguien como Limónov podía sentir al ver el Adriático vacío, debido a las duras ofensivas militares que, en 1993, asediaban las costas de Croacia. Todo era novedad y -a su vez- todo estaba relacionado con sus impulsos más profundos.
Es evidente que uno, como lector, puede asombrarse en mayor o en menor medida cuando lee pasajes relacionados con la guerra, aunque abunden. Lo que no es tan evidente es que uno, como lector, encuentre la belleza en una acción tan cotidiana como el baño, especialmente si sucede varias veces a lo largo de la misma obra. Aquí cobra importancia la calidad narrativa del autor. Como decíamos antes, las formas: delicadas y poéticas, en plena confrontación con el aire viril y virulento de nuestro Limónov. Sin duda, el ruso es un escritor como los de antes, de capa y espada; y es capaz de arrancar la misma atención con una escena de obuses y blindados, que con otra de zambullidas y salpicaduras estivales. Al final, es lo que tiene el talento: hay quien puede contarte una guerra como si te contase unas vacaciones en la playa; y hay quien puede contarte unas vacaciones en la playa como si, en realidad, hubiese estado en la guerra. Y Limónov lo consigue porque, por muchos océanos, mares, ríos o arroyos que haya conocido, no ha dejado de asombrarse nunca por la novedad. Y porque todo, absolutamente todo lo que vive –aunque sea un chapuzón-, lo hace desde lo más hondo de su ser.
Él mismo lo ha dicho: su biografía está marcada por guerras y mujeres, por «fusiles y semen en los orificios de mis hembras amadas», pero eso es sólo la fachada; porque dentro, estoy seguro, esconde mucho más. Fijémonos, entonces, en el tipo de vida que llevó: en sus aspiraciones, en sus preocupaciones y en sus logros, especialmente.
‘El libro de las aguas’, de Eduard Limónov (Fulgencio Pimentel, 2019). ‘Limónov’, de Emmanuel Carrère (Anagrama, 2012).
«Una vida de mierda»
Al final de su biografía sobre el autor ruso, Emmanuel Carrère cuenta cómo, al terminar la obra y enseñársela a su protagonista, Limónov, éste le pregunta por qué quería, realmente, escribir un libro sobre él. «Me pilla desprevenido, pero le respondo sinceramente: porque tiene (…) una vida apasionante. Una vida novelesca, peligrosa, una vida que ha arrostrado el riesgo de participar en la historia. Y entonces él dice algo que me deja de una pieza (…). –Sí, una vida de mierda». Así, vemos cómo el propio Limónov coincide con nosotros: cuando lo extraordinario se convierte en ordinario, hasta la guerra y las mujeres dejan de llamarnos tanto la atención, aunque, por nuestra propia condición humana, vayamos a seguir enganchados a ellas de por vida. Lo que cuenta, para el ruso, es la forma de acercarse y de relacionarse, el camino, el fin. Su propia heroicidad.
Eduard Limónov siempre quiso cumplir con el destino al que se sintió llamado desde niño. En un primer momento, quiso ser poeta; después, maleante; después, escritor; y, por último, mercenario. No se contentaba con ir logrando poco a poco sus objetivos, no. A él lo que le gustaba era la velocidad, ir cambiando y adaptándose constantemente a los acontecimientos, estar preparado siempre para lo peor. Aun así, no hace todo lo que hace por reconocimiento, aunque –quizá- al principio fuese así. Lo hace porque es su particular manera de encontrar el rumbo; como diría Hemingway, en ‘Fiesta’, «lo único que quería era saber cómo vivir. Tal vez si uno descubría cómo vivir podría deducir de ahí el sentido de la vida». Y por eso, cuando en vez de logros hubo fracasos, tampoco le importó, y siguió mostrando la belleza de las cosas. Así es como se movía. Así es como sentía.
Más adelante, en el texto de Carrére, el autor francés siente que, a pesar de todas sus hazañas, ha terminado retratando a Limónov como a un perdedor, y eso le molesta. Tanto, que termina reuniéndose con él y preguntándole, en la tranquilidad de su hogar: «¿Se ve envejeciendo en esta casa, Eduard? ¿Acabar como un personaje de Turguéniev?», a lo que el ruso le responde, muerto de risa: «¿Conoce Asia central?». Y ese pasaje es el que lo resume todo: Limónov, en realidad, fue feliz en lugares de paz, donde el sol achicharra a los insectos, donde el agua es sinónimo de libertad, de pureza, de bienestar. Donde a uno la vida no se le escapa de las manos, sino que se agarra a ellas con toda su fragilidad. Es lo que les ocurre a los héroes de verdad, a los que no han decidido serlo: que, donde otros ven heridas de guerra y varias condecoraciones militares, ellos sólo ven excusas para poder hallar tranquilidad y poder disfrutar de una familia. Aquí, entonces, es cuando todo cambia y da la vuelta: la guerra, para Eduard, no era más que un proceso violento para terminar logrando la paz. Y la sexualidad voraz, un preludio para lograr lo que realmente le importaba: la presencia del otro, el amor, el cariño, la lealtad.
Vemos, por tanto, que, en ‘El libro de las aguas’, aquellas cosas que más se mencionan no son sino una excusa para hablarnos de algo mucho más profundo. Que el agua es una forma de ordenar geográficamente los recuerdos; que la guerra es un llamamiento descarnado por la paz; que las mujeres son un símbolo de amor; y que toda esa «vida de mierda» no fue sino una vida dedicada a perseguir, precisamente, esos momentos que -de verdad- merece la pena recordar. No en balde, en los fragmentos más fogosos no abusa de la sexualidad; lo que hace es hablar de un sentimiento mucho más absoluto: la alegría, el deseo o la complicidad. Cuando habla -en algún pasaje- de las guerras en Serbia o en Kazajistán no se centra en describir la destrucción o la violencia, sino que habla de camaradería, de los momentos de reposo y de la incierta sensación que tenían –de vez en cuando- de estar ayudando a construir un mundo mejor.
En ningún momento Limónov aprovecha esos fragmentos para hablarnos objetivamente de la Guerra de Yugoslavia, o de la caída de la URSS. Él, lo único que hace es comentar sus impresiones con una gran belleza y sinceridad, y hacer que sus lectores le agradezcan su confianza, sus elipsis y su forma de contar. A pesar de que su biografía –como él mismo dice- esté plagada de guerras y mujeres, el público, como hemos visto, recibe mucho más. De hecho, si le preguntamos a un lector cualquiera por los pasajes del libro que mejor recuerda, seguramente dirá alguno que no tenga que ver ni con fusiles ni con semen. Ahí radica la fuerza de la obra: en contar la cotidianeidad, la belleza de la cotidianeidad; aunque esta –como bien hemos dicho anteriormente- esté plagada de acción, sexo y brutalidades.
Las excusas del narrar
Que Eduard Limónov vaya más allá del sexo y de las armas en sus textos no quiere decir que esté dispuesto a abandonarlas. Al fin y al cabo, cuando alguien consigue combinar esos dos elementos en su día a día es porque: a) es un sádico; o porque: b) es un excéntrico. Y en su caso, creo que Limónov es, sencillamente, una mezcla de los dos.
Unas líneas más arriba decíamos que su viaje no es el viaje del héroe. Y no lo es, también, por dos motivos: en primer lugar, porque no hay un arco, una progresión, sino que se parte desde bien temprano –al menos en su cabeza- de un punto privilegiado; el de no tenerle miedo a la vida, sino ganas. En segundo lugar, Limónov jamás podría ser un héroe -desde un punto de vista clásico, al menos-. En todo caso, y por contraste, sería un anti-héroe.
Como tal, en su obra, y debido al carisma que desprende como protagonista, terminamos dando por normales algunas actitudes que, por nuestra cultura occidental y nuestra tradición judeo-cristiana, a priori podrían parecernos deleznables. Y lo hacemos, principalmente, porque en el contexto del personaje todo se ve desde un prisma moderado, razonable y ordinario. Nosotros, lectores empáticos y tolerantes, admitimos determinadas actuaciones porque nos metemos en la piel de los protagonistas y entendemos sus motivaciones, y eso nos basta. Nos ocurría con Shakespeare, cuando apoyábamos al príncipe Hamlet en sus proyectos homicidas. Nos ocurría con Sófocles, cuando nos poníamos del lado de Orestes o de Electra en relación a las trágicas muertes de Agamenón o Clitemnestra. ¿Por qué, entonces, no íbamos a apoyar –o, al menos, a entender- a Limónov?
Durante las últimas páginas de la edición en castellano de ‘El libro de las aguas’, la traductora Tania Mikhelson arma un pequeño ensayo en torno a la figura del autor. En él, dice que Limónov, cuando va a un conflicto militar, se siente «en su elemento», y que, incluso, «el amor que Limónov siente por la guerra es anterior a su dedicación a la política». Se trata de un amor condicionado por las circunstancias: siempre le rondó por la cabeza, desde muy pequeño e influenciado por la atmósfera familiar –era hijo de un soldado soviético- la idea de cierto paneslavismo y de cierto nacionalismo, con aspiraciones personales que pasaban por tratar de agrandar el prestigio de su país; creció con ínfulas poéticas y patrióticas, alentadas por los versos de un grupo determinado de artistas que, en sus poemas, alababan las ruinas y las guerras. A partir de ahí, la evolución siguió su curso. Pero, vaya, que si no le hubiese gustado tanto la contienda no hubiese tratado de montar un grupo paramilitar en las montañas de la República de Altái, al sur de Rusia; y tampoco hubiese participado en tantas otras experiencias belicosas. En el fondo, lo hacía por principios –los suyos, claro está-, y porque soñaba con el esplendor pasado de su patria, y con la posibilidad de traspasarle ese esplendor, también, al resto de países de su amada Asia central; aunque eso terminara funcionando, a la vez, como una pequeña excusa para subir a carros de combate, palpar ametralladoras y sentir el yugo de la disciplina militar. La guerra terminará siendo una excusa para escribir, y escribir será una excusa para la guerra. Y para la política.
Después de sus éxitos literarios –pues militares nunca tuvo-, decidió fundar, en 1993 -tras su tercera incursión en las guerras Yugoslavas-, el Partido Nacional Bolchevique (PNB), de clara inspiración nacionalista y anti-capitalista. Sobre esta etapa también hablará en ‘El libro de las aguas’, en varios pasajes relacionados con manifestaciones a orillas del Moscova, reuniones en la sede del partido a las que acudían sus amantes, o excursiones a lo largo y ancho del país para reclutar nuevos militantes. Pero la política fue otra excusa, a pesar de ser vocacional y bien intencionada –según sus propias intenciones, claro está-, para tratar de hacer del mundo –o de Rusia- un lugar mejor. Aunque le terminó trayendo más disgustos que alegrías, todo sea dicho.
Eduard Limónov disparando un arma de fuego en Sarajevo; muchos lo conocieron, por primera vez -y no muy bien-, gracias a este video. E. Limónov junto a una de sus varias esposas, Ekaterina Volkova.
Su última gran pasión fueron las mujeres, que también le provocaron dolores de cabeza y alguna que otra satisfacción. En las páginas de la obra comentada, por ejemplo, podemos encontrar la siguiente confidencia: «Comprendí por puro instinto, solos mi olfato de perro y yo, que guerra y mujer (…) son los asuntos esenciales del mundo». Suponen una parte tan fundamental de su biografía que olvidarnos de ellas sería igual que olvidarnos de su nombre. Hay tantas, y hubo tantas formas en que se relacionó con ellas, que no podemos llegar a una conclusión definida acerca de su papel en la vida y en la obra del autor; lo que sí es verdad es que esa infatigable búsqueda, esa constante «caza de puta joven» -como él mismo quiso titular a uno de sus libros-, guardaba, en el fondo, una búsqueda más profunda y espiritual: la búsqueda de un semejante, de un ser al que amar y con el que sentirse amado. No en balde, en la obra se distinguen perfectamente los pasajes relativos a mujeres-pasatiempo, con las que sólo quería sexo y diversión, y con las que llega a mostrar su lado más misógino y machista; y los pasajes relativos a mujeres trascendentes, como Nastia Lysogor, a quien le dedica parte de ‘El libro de las aguas’, y sobre la que escribe cosas así de sentidas: «Somos hijos del huracán, Nastia y yo. Te quiero, sol de mi vida. Chiquilla mía», justo antes de poner el punto y final. Aunque Nastia, con el tiempo, no resultó ser la definitiva.
Pero, ¿se puede sentir alguien identificado con Limónov?
En una época como la presente, marcada intensamente por la corrección política y las normas del decoro, difícilmente podamos encontrar a alguien que admita con tanta vehemencia que su vida se construye, en exclusiva, alrededor de las guerras y de las mujeres. Tal vez, encontrar a alguien que propague lo segundo no sea tan complicado, pero rápidamente lo tacharían de machista, irrespetuoso y descarado; y quizás lo sea, como esa otra faceta de Limonóv. Al final, alguien que se mueve por impulsos y testosterona tiene las mismas posibilidades de hacer las cosas bien como de hacer las cosas mal, y probablemente viva acostumbrado. Lo que sabemos, con seguridad, es que nunca llueve a gusto de todos; y Limónov, precisamente, nunca llueve a gusto de nadie, pues es, a la vez que atractivo, bastante contradictorio. Volvemos, así, a la relación que existe entre su estilo y sus contenidos, entre su delicadeza narrativa y su aspereza moral, entre la metáfora y la barbarie; porque es eso lo que choca y lo que atrapa; que, narrando una guerra, sea capaz de encontrar belleza; que, describiendo un encuentro carnal, sea capaz de ponerse metafísico. Sin embargo, hoy en día, nadie aprovecharía su talento para ensalzar –tanto- lo que muchos consideran mal visto. Está claro que se puede admirar a Limónov, pero siempre desde lejos: protegidos por una trinchera.
Pero, ¿y aquellos a los que el escritor ruso pilló más de cerca? ¿Se sentirán identificados con él los guerrilleros de Kazajistán, Uzbekistán y Tayikistán con los que trató? ¿Se acordarán de él, todavía, sus antiguos seguidores del Partido Nacional Bolchevique? Está claro que, desde un principio, Limónov supuso una referencia intelectual para un gran número de ciudadanos –civiles y militares- que no encontraban en el sistema posmoderno una respuesta a sus consignas tradicionalistas; pero, ¿acaso contó su historia? ¿Les dio voz? En absoluto. Lo que hace Eduard Limónov en ‘El libro de las aguas’, y en sus otros libros de memorias, es hablar de sí mismo. Se pone en el centro del relato y todo lo que puede recordar a escenas comunes, a pasajes de la memoria colectiva de una sociedad, es un simple complemento, un mero accesorio. No digo que la Historia –en mayúsculas- no se pueda ir montando, poco a poco, a partir de experiencias subjetivas e individuales, sino que la historia que se desprende de las vivencias de Limónov está ahí –sencillamente- por casualidad. Y sólo se podrán sentir identificados con ella quienes estuvieron, también por casualidad, al lado del autor, en su mismo bando y en su misma situación. Es propio de las guerras, y también de las rupturas amorosas: sólo las cuenta quien las gana; o quien cree ganarlas, como él, que procuraba, en todo momento, «no estorbar al destino».
Por todo esto, creo que es muy difícil que alguien –al menos en nuestra cultura occidental- logre sentirse identificado con el escritor. Sólo los megalómanos, los excéntricos y los sádicos. De todos modos, como ocurre con la mayor parte de los ganadores –que son más una actitud que una realidad-, Limónov es capaz de levantar pasiones incluso entre sus más firmes opositores, gracias a su encanto, su carisma y su relación con lo prohibido. Y uno lo lee buscando eso, concretamente: su desenfado, su firmeza y el desagrado que produce al confesar. Porque es así como nos lo imaginamos al leerlo: confesándose de sus pecados y pidiéndole al lector que sólo lo recuerde por lo bueno, por lo bello, por lo de verdad. Para él: mujeres, guerras, aguas; y todo lo que se escondía en ellas, en lo más profundo de su humanidad.
Conclusiones: llegamos a la orilla, empezamos a nadar
Con todo, ‘El libro de las aguas’, de Eduard Limónov, es una obra bella, poética y nostálgica, capaz de llevar al lector a aquellos lugares donde alguien duro como el hielo, alguna vez, pudo ser feliz. Tal y como dice el autor francés Frédéric Beigbeder en la contraportada de la edición española, «cada vez que un personaje de novela escribe un libro sabemos que, al menos, pasarán cosas. Sin embargo, por mucho que ame el líquido elemento, el propio Limónov no es agua potable». Pero el agua de los mares o de los océanos tampoco lo es, y no por eso deja de llamarnos la atención.
Desde luego, en este libro pasan cosas. Algunas más profundas y otras más superficiales, pero que no dejan a nadie indiferente: si te gusta la guerra como si no, si te gustan las mujeres como si no, si te gusta el agua como si no -de hecho, diría que, si eres del grupo «como si no», te gustaría incluso más-. A partir de un lenguaje especialmente expresivo, el autor ruso consigue maravillarnos y hacer suyo otro de los grandes consejos de Hemingway, que es el de no confundir la acción con el movimiento. En la obra, todos los movimientos son delicados, pues no exceden la fatiga de un paseo junto al mar, pero la acción es envolvente: te atrapa y te coloca, junto al protagonista, en las riveras del Danubio, en los puentes del Hudson o a las costas del Pacífico. El agua, en todas sus variables, funciona como las puertas de Bachelard, y le sirven al autor tanto para contar su vida entera como para hacer que nosotros la sintamos igual de nuestra que la realidad. Ahora bien, nuestra realidad occidental –y, seguramente, muchas otras realidades orientales- no aparecen por ningún lado, y eso es lo bonito de leer: que nos transporten a lugares desconocidos, a océanos inexplorados; que nos hagan contradecirnos y admitir que no todo en esta vida es unidireccional. Estar dispuesto a cambiar de idea –y a dejarte sorprender- es el único camino hacia la libertad. Porque Limónov puede estar en muchos aspectos confundido y equivocado; pero, como diría Beigbeder, al menos «literariamente tiene razón».
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