Las autoridades británicas acaban de sentenciarnos. No en balde, todos los viajeros procedentes de España que viajen a Reino Unido en las próximas semanas -por lo menos- tendrán que cumplir con catorce días de cuarentena obligatoria, si acaso se deciden a viajar, con el fin de controlar los contagios importados de nuestro país, principal foco de rebrotes y casos detectados en Europa. No son los únicos, de hecho; Bélgica también recomienda la cuarentena si viajas desde aquí, al igual que Alemania, y en Francia recomiendan «vivamente» que no se viaje a Cataluña -o desde allí-, por ejemplo. Sea como sea, parece que darse un salto al extranjero durante las vacaciones de agosto se está volviendo una quimera, y desde ‘Popper Magazine’ te proponemos una solución: viajemos por España y descubrámosla -¡Por fin!- tal y como tantos alemanes, franceses, belgas y británicos lo hicieron por primera vez antes -incluso- que nosotros. Tiempo hay, desde luego, y ganas no nos deberían faltar; pero, por si acaso, recurramos al ejemplo de Frédéric Beigbeder (galo) y de James Rhodes (inglés) para darnos a entender.
En primer lugar, decir que las posturas que ambos protagonistas sostienen acerca de nuestro país son absolutamente discordantes -y, por ende, complementarias-, y que obedecen a experiencias personales de cada cual, entendidas y vividas en su propio contexto pre-COVID-19. En otras palabras: por España no se viaja, simplemente; España hay que vivirla. Y esta es la forma en que los dos autores europeos la conciben: uno, como destino fiestero y nocturno por excelencia; otro, como paraíso del buenismo y de la gratitud. Escoja usted la que más le guste, pero recuerde: coja el coche y atrévase a perderse por los Pirineos, los Picos de Europa o el mismísimo Calatayud.
El verano eterno de F. Beigbeder
Si el novelista francés Frédéric Beigbeder (Neuilly-sur-Seine, 1965) tuviera que definirnos a los españoles con una sola palabra -o con un solo cliché- sería mediante el adjetivo «insomnes». Así lo confesó, al menos, en un artículo para la revista ‘Icon’, de ‘El País’,en octubre de 2016; en una columna que llevaba como titular una sorpresa: «Mira que sois fiesteros», cabrones. Bueno, es posible que la segunda parte la haya añadido yo mismo, pero esa era la idea; al fin y al cabo, su concepción de España estaba plagada de momentos inverosímiles regados por el alcohol, el hedonismo y el verano. «Si tengo que hablar sobre los españoles, sólo puedo remitirme a los que conozco. Y sé que nunca duermen. Quizá sea porque la mayoría no son españoles, sino vascos de San Sebastián o catalanes de Barcelona. O discjokeys de Ibiza y hippies de Formentera. ¿Qué puedo decir? España es de lejos el país donde más veces me he colocado». También donde probó todas las drogas: marihuana, pasteles de hachís, éxtasis, cocaína… Suponía, así, que los españoles cansados no tenían -tampoco- demasiadas ganas de conocerle. En fin, que la memoria líquida del francés es la de cientos de compatriotas suyos que acudían a la discoteca Jennifer de Biarritz y se bebían un gin-Kas por cuatro francos; la de una generación que cruzaba la frontera -aunque no demasiado, no muy al sur- para disfrutar del despiporre ibérico, de la familiaridad con la que a veces -y tan fácilmente- dejamos de tomarnos en serio y empezamos a pasarlo bien.
«Si me alimento exclusivamente a base de verduras y de agua, ganaré diez años de vida pero me aburriré tanto que me parecerán cien. Tal vez ese sea el secreto de la eternidad: un océano de aburrimiento para ralentizar la existencia (…). Prefiero el superhombre transhumanista que el jubilado vegano: el primero, por lo menos, puede ponerse ciego de charcutería y de tintorro a condición de reemplazar sus órganos regularmente», escribía Beigbeder en su última obra, Una vida sin fin (Anagrama, 2018), en la que exploraba las posibilidades científicas y biológicas de alcanzar la eternidad. Sin duda, mucho tiene que ver con su visión de la existencia: un paraíso donde beber tintorro y sangría, y también comer costillas y chistorras, morcilla de Burgos, paella valenciana o gazpacho andaluz. Eso es vivir, efectivamente; y es vivir España al cien por cien. A fin de cuentas, ¿a quién no le entraría un buen pincho de tortilla después de siete horas desfasando en las principales discotecas de Ibiza; o visitando Salou, Benidorm, Palma de Mallorca o Canarias? La fiesta, si no se puede sacar a la calle, se lleva por dentro: en forma de tapas, raciones o cazuelitas; y con una buena denominación de origen que nos riegue, como si el tinto de verano hecho con Ribera fuese un aspersor.
«España es sin duda el país más querido por los franceses (…). Los franceses están obsesionados por todo lo español. El jamón ibérico. Balenciaga. Las tapas. Los Chupa-Chups. El Bulli», nos cuenta Beigbeder; pero, sobre todo, «lo que más acerca a franceses y españoles es nuestro gusto por la fiesta como forma de huir de la verdad». Y en eso estamos todos ahora mismo: en huir de la realidad tanto como se pueda, en olvidarnos del virus que nos asola -sin olvidarnos, por otra parte, de las medidas de prevención que lo combaten- y en tratar de disfrutar dentro de nuestras posibilidades, respetando las distancias, los aforos y las medidas de seguridad; viviendo España, poniendo «la música alta que impide hablar, tanto del pasado (…) como del futuro (el fascismo, el fin del mundo)». En pocas palabras: asombrando; en vez de dejándonos asombrar.
En España todo es mejor, incluido James Rhodes
Para el pianista británico James Rhodes (Londres, 1975), sin embargo, las cosas no son así; básicamente, porque él prefiere -entre otras cuestiones- dejarse asombrar. Eso es lo que ha reflejado, al menos, en las columnas circunstanciales que publica de vez en cuando en ‘El País’, sobre todo en aquella que llevaba como título lo siguiente: «A lo mejor no me creéis, pero no os miento si os digo que en España todo es mejor», la primera de una serie de cartas azucaradas y empalagosas sobre sus primerísimos meses en Madrid.
«Una cosa es conocer ese Madrid que nos ofrece el Prado, el Thyssen, el Reina Sofía. Escaparte a la hora de la comida para ir a ver el Guernica y después hacer un picnic en el Retiro, visitar el Palacio Real y tomarte una caña en la plaza Mayor. Pero enamorarse de la Cava Baja o de la Calle del Espíritu Santo, que a vosotros os parecerán de lo más normal pero que para mí están llenas de magia, es otro nivel», argumentaba el autor de Instrumental (Blackie Books, 2015); y, a pesar de usar un tono edulcoradamente cursi y pegajoso, tiene razón. Lo que hace Rhodes en cada una de sus cartas, al final, es obligarnos a enfrentarnos a nuestros propios complejos; esos que, contrarios a la realidad, hacen que digamos que nuestro país no es tan grande como parece, tan bueno como parece, ni tan espectacular. Pero hay un millón de motivos para empezar a plantearnos lo contrario, resumidos en una anécdota infantil que cuenta el mismo autor: «Hace mucho tiempo (demasiado), cuando era muy pequeño, veraneábamos en Mallorca todos los años. En agosto nos alojábamos un par de semanas en un apartamentito de mierda que estaba en la playa de Peguera (…). Durante un breve período de tiempo, con ocho o nueve años, pude comprar tabaco (un paquete de Fortuna por pocas pesetas), en la tiendecita de la playa de Pedro. Pude beber Rioja calentorro (gracias de nuevo, Pedro), contemplar las estrellas, bañarme en el mar, engañar de vez en cuando a alguien para que me invitara a hacer esquí acuático, disfrutar del sol. Y, sobre todo, disfrutar de la sensación de estar a salvo». Porque eso también es España: además de la siesta, la merienda, el paisaje y la gastronomía están la sensación constante de sentirse acompañado, el cariño y la hospitalidad; y es una pena que los demás sepan valorarlo mejor que nosotros, que somos los protagonistas.
Con la que está cayendo, quizás este verano sea mejor pasarlo cerca de la tiendecita de playa de Pedro -y de tantas como la de él- que en las discotecas de Ibiza o Magaluf. Aun así, elijas el rincón que elijas, quédate en España. Te lo dice Frédéric Beigbeder, te lo dice James Rhodes, te lo decimos nosotros. ¿Acaso existe una mejor opción?
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