Bien temprano
Vivía en una pequeña urbanización con piscina, y solo dejaba de ser el único residente en verano. El jardín no solía estar muy concurrido; aun así, solo aparecía por allí cuando no había nadie. Su único objetivo diario era disfrutar de la soledad del madrugador, así que actuaba en consecuencia: salía de su apartamento a las siete de la mañana y no se movía de su sitio hasta las diez menos cuarto, justo antes de que llegara el socorrista. Sentado en una silla plegable, amanecía junto a la piscina.
Siempre durmió poco, así que pronto descubrió el valor de las primeras horas de la mañana. En invierno no podía bajar tanto al jardín, porque el tiempo se lo impedía, pero de mayo a septiembre no perdonaba ni un amanecer. Escuchaba la radio, leía, fumaba o, sencillamente, dejaba pasar el tiempo. Así comenzaban todos sus días de verano. Después se iba a comprar el periódico y se daba un paseo.
Su vida se desarrollaba en soledad, lo demás eran trámites ineludibles, y estaba satisfecho con el devenir de su existencia. Sin embargo, el verano pasado ocurrió algo que alteró su rutina y constituyó un verdadero estallido nervioso: un veraneante, de unos ochenta u ochenta y cinco años, empezó a bajar a las siete de la mañana a la piscina.
Ya no podía escuchar la radio, leer ni fumar tranquilamente: no estaba solo, y eso era insoportable. Por lo menos, el intruso no trató de trabar conversación, tan solo daba los buenos días y levantaba las cejas al despedirse. Pero le había arrebatado sus mañanas, lo mejor de sus jornadas estivales. Aquel señor, adquiriendo la misma rutina, rompiendo con su soledad, le había destrozado la vida.
Pasaban los días y no sabía qué hacer. Bajaba a la piscina e intentaba actuar con normalidad, pero le resultaba imposible. El vecino madrugador era un trozo de comida entre los dientes, una piedrecita en el zapato; su presencia, sin duda, anunciaba males mayores.
Todas las mañanas recorría el bordillo, lo saludaba sin dejar de caminar y se sentaba al otro lado de la piscina, en una silla plegable como la suya. Además, debido a su edad, todo lo hacía lentamente, lo cual provocaba que aquello resultara todavía más desesperante.
Hasta que un día todo cambió: nada más llegar, el intruso tropezó y se cayó al agua, y no sabía nadar ni era capaz de agarrarse al bordillo. Ante aquella situación, el veterano madrugador se levantó dispuesto a ayudarlo; sin embargo, a mitad de camino se detuvo, y por primera vez se fue a comprar el periódico antes de las diez menos cuarto de la mañana.
*Ilustración de Antonio Alcaide.
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