Decía Lady Bracknell, el personaje de Oscar Wilde en La Importancia de Llamarse Ernesto, que las únicas personas que pueden hablar irrespetuosamente de la sociedad son aquellas que no pueden pertenecer a ella. Por sociedad, claro, se entiende que nos referimos a la buena sociedad, que no hay que confundir con esa otra sociedad, la mala sociedad, que todos sabemos por quién está formada, y precisamente por eso no hace falta profundizar más en ello. De lo contrario, corremos el riesgo de que se nos acabe impregnando el olor a podredumbre, o, peor aún, a gente. Y no queremos eso, claro.
La clave para saber si uno pertenece a la sociedad o se puede permitir criticarla es coger un cucurucho de helado con una sola bola (de chocolate o vainilla, por supuesto, nada de inventos modernos), y observar atentamente si, tras acabarnos hasta el pico de la galleta, tenemos las manos igual de manchadas que un cerdo comiendo trufas o permanecen tan inmaculadas como una camisa blanca aún por estrenar. Habrá alguno que, tras fracasar estrepitosamente en esta ardua prueba de habilidad, nos recrimine que el truco es comerse el helado rápido, y así no le dará tiempo a derretirse. Ni caso a sus llantos, es un rasgo común entre los que no saben comer helado sin mancharse: no saber mantener la dignidad en la derrota. Y es que la dignidad, como saber comer helado, es algo que no se aprende, es una habilidad innata solo reservada a la gente con clase.

Pero ¿qué es tener clase? Bueno, personalmente opino que la clase no se tiene, se es, aunque, detalles aparte, diría que la clase es un don, una elegancia natural con la que se nace, y que no es posible suplir con dinero o posición social. En palabras de Manuel Vicent, «se trata de una secreta seducción que emiten algunos individuos a través de su forma natural de ser y de estar, sin que puedan hacer nada por evitarlo». Clase es, por ejemplo, esa persona que te presta toda su atención mientras tú le hablas, por muy superfluo que sea lo que le estás contando, y que te hace sentir durante unos momentos la persona más importante del lugar; clase es quien hace lo que hay que hacer por el mero hecho de hacerlo («la rosa es sin porqué, florece porque florece»); clase es no necesitar elevar el tono de voz para hacerse entender, porque la moderación es la buena educación de la gente con clase, que diría Ennio Flaiano; clase es, en definitiva, no mancharse mientras uno se come el helado.
Lo ideal, por supuesto, sería que la clase fuera algo común entre todos nosotros o, al menos, que se pudiera disimular su carestía. La realidad, sin embargo, es mucho más vulgar. Confieso que uno de mis placeres secretos es sentarme en una terraza cerca de una heladería a contemplar la cantidad de gente que, tras terminar de tomar el helado, necesita más una ducha que un lavabo. Este verano lo he vuelto a hacer, y los resultados son desalentadores. En España, reconozcámoslo, seguimos sin saber comer helado, lo que significa que diez años después de la columna de Manuel Vicent, España sigue sufriendo hoy de una vulgaridad insoportable.
Ahora bien, es cierto que la noticia tampoco nos pilla de nuevas, solo tenemos que ver a la clase política española (que algunos parecen olvidar que son una muestra a escala de esta nuestra sociedad) y el cómo han gestionado este pequeño asunto de la pandemia para darnos cuenta de que aquí lo que se sigue llevando es la palabra brusca y el desplante, el duelo a garrotazos con las piernas semihundidas en toda la mierda que tratan de esconder, y con la que pretenden tapar su propia torpeza a la hora de actuar. Que no saben comer helado lo damos, pues, por descontado.
De todos modos, lo de este país viene de lejos. Cuenta la historia que, en plena transición española, el primer ministro italiano Giulio Andreotti visitó nuestro país y fue preguntado sobre la opinión que le merecía la democracia en España. El político romano se limitó a aseverar que «manca finezza» (falta finura), aunque estoy seguro de que a lo que se refería de verdad es a la falta de clase entre nuestros dirigentes. Como se dice hoy en día, no tengo pruebas, pero tampoco dudas.
La situación, afortunadamente, «es grave, pero no seria», o, al menos, yo no he venido aquí a hablar de ella, sino a explicar que, ahora que ha terminado agosto (breaking news!) y comienza septiembre, los periódicos, revistas y blogs de bien se llenarán de artículos nostálgicos sobre las vacaciones, los amores de verano, el cine en el pueblo, los pueblos en general y demás tópicos correspondientes a esta época del año. Lo sensato, por tanto, sería huir de lo de siempre y optar por algo diferente, que aporte frescura y novedad. ¡Error! Si han leído atentamente hasta aquí sabrán que ir contra la sociedad es algo solo digno de aquellos que no tienen dignidad alguna. Y yo, he de confesarlo, no me mancho comiendo helado, aunque sea porque no me gusta el helado. Por eso, el fin último de mi artículo es implorar, rogar, pedir y desear: agosto ¡por favor! no te vayas, que aunque septiembre sepa a café (bien) también significa trabajar y madrugar, y no hay nada más vulgar que eso. O, como diría Iribarren en su poema Septiembre (Mientras me alejo; Visor, 2017):
Tú en la playa
—recogiendo—
y el mar desesperado.
Cuando alguien ya lo ha dicho todo, tener clase también es saber guardar el silencio apropiado.
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