Pensemos todos en nuestra novela favorita. Es posible que, si tuviésemos que agradecerle a alguien lo mucho que nos ha gustado, pensemos directamente en su autor, ¿verdad?. Es probable, también, que alabemos la historia, su manera de tratarla, el interés que logró despertar en nosotros, sí; pero, ¿es a él -o a ella- a quién único deberíamos de agradecerle, en realidad? Lo cierto es que no; pero, ¡cuidado!, no caigamos en malinterpretaciones. En primera instancia, está claro que el autor es quien merece todo el mérito de una novela; al fin y al cabo, es su historia y sin ella no tendríamos el resultado final. Sin embargo, en muchas ocasiones ese mérito debería de ser compartido entre otros, como, por ejemplo, entre los miembros del departamento de traducción. No en balde, y según los resultados que arrojan algunas encuestas internas, más del 90% de los lectores ordinarios no vinculados con el mundo de la interpretación no saben quién tradujo su novela favorita; y así estamos.
Tal y como afirma Lawrence Venuti, uno de los grandes teóricos del campo de la traducción, en su obra Rethinking Translation: Discourse, Subjectivity, Ideology (Routledge Library Editions, 1992), «la traducción continua siendo hoy una actividad invisible y pocas veces reconocida, a pesar de que la presencia [del traductor] es prácticamente inevitable en muchos de los documentos que leemos. Este forma de eclipsar la labor de los que traductores, de cualquier acto de traducción y de su decisiva mediación con la escritura extranjera, es el origen de muchas consecuencias y efectos -lingüísticos, culturales, institucionales, políticos-. Pero es necesario advertir que son los propios traductores, también, los responsables mismos de su existencia sombría».
No es de extrañar, por tanto, esa sensación constante de que han sido muy pocas las veces en que nos hemos dado cuenta de que la novela que estábamos leyendo había sido traducida; y, de hecho, este suele ser el principal cometido de un traductor: que el lector sea lo menos consciente posible de su presencia. Se suele pensar, así, que cuanto menos percibamos la pluma del traductor en la obra traducida, más posibilidades tendremos como lectores de disfrutarla -de manera completa, al menos- y de poder experimentar las mismas sensaciones y emociones que experimentaríamos si la estuviésemos leyendo en su versión original. Podríamos pensar, entonces, que esta invisibilidad (que se denomina invisibilidad traductológica) es algo positivo, una cualidad que los profesionales del sector quieren lograr; sin embargo, es posible que, como mencionaba Venuti, esta invisibilidad pueda llegar a provocar, a su vez, otro tipo de invisibilidad mayor: la profesional. Es decir, que, debido a la decisión inicial de apartar su pluma de la obra pensando en el lector, el traductor puede terminar viéndose también condenado a una invisibilización pública y profesional; y, por tanto, poniendo en peligro su reconocimiento laboral y sus méritos.
Desgraciadamente, la invisibilidad profesional puede ser bastante común en el sector, y, de hecho, es posible que en determinados momentos nosotros mismos hayamos contribuido a ella sin habernos dado ni cuenta. ¿Habéis pensado alguna vez, por ejemplo, en lo mal que se han traducido los títulos de algunas series o películas? Una evidencia clara podría ser, sin ir más lejos, la traducción del nombre de la película The Sound of Music. Es posible que, a simple vista, incluso, no sepan de qué cinta les estoy hablando, pero, ¿qué tal si la rebautizamos como Sonrisas y lágrimas? Ese título sí les sonará, estoy segura; y, como podemos observar, el nombre original, cuya traducción literal sería El sonido de la música, no tiene nada que ver. Este es un ejemplo paradigmático, en realidad, pues desde un principio podríamos llegar a pensar que la «culpa» de que no se haya adaptado correctamente el nombre inicial al de la versión española sería del traductor, ¿no? Al fin y al cabo, él es el encargado último de adaptar el guion que viene de Hollywood, pero, ¡nada más lejos de la realidad! Y es que, comúnmente, a los traductores no se les suele permitir que participen en la traducción de los títulos: ni de libros, ni de series, ni de películas. Y la razón es el marketing; es decir, que suele primar un título llamativo que un título que guarde fidelidad con el original. Es otro de los casos en que no se suele tener en cuenta la opinión del responsable, pero, como decía Venuti, la mediación con los productos que vienen de fuera -con sus propios idiomas, símbolos y estrategias- implica muchos y muy notorios efectos, y uno de los más importantes es el económico, el de la rentabilidad.
Por otro lado, también es justo y necesario reconocer que los traductores suelen hacer, en la mayoría de los casos, buenas adaptaciones; como, por ejemplo, las adaptaciones culturales. ¿Les suena la película infantil Del revés (Inside Out en inglés), de Pixar? Pues bien, hay una escena en dicha película en la que aparece un padre dando de comer brócoli a su hija pequeña, quien aparta la cara porque no le hace la más mínima gracia tenérselo que comer. Esta escena en concreto -como ocurre con la mayoría del filme- aparece exactamente igual en la mayoría de los países por donde se distribuyó la película, que apenas se adaptó porque, por lo general, a la mayoría de los niños no les suele gustar lo mismo, y el brócoli encabeza la lista de alimentos más odiados. Sin embargo, en Japón esta escena sí que se acabó adaptando de una manera original, pues no es el brócoli la verdura más odiada. En este caso, por tanto, lo que le da el padre a la niña es un pimiento pimiento verde, ya que, según parece, lo que menos les gusta a los niños japoneses es esta variedad (como muchos podrán recordar por la serie Shin Chan). Tristemente, no solemos ser conscientes de estas adaptaciones, pero también están hechas por los responsables del departamento de traducción. Sucede, precisamente, por esa invisibilidad traductológica de la que hablábamos antes; pero luego sí que somos conscientes cuando traducen algo mal, que es las menos de las veces; pero ahí sí que somos los primeros en saltar.
En resumen, resulta paradójico que cuando el traductor consigue que su traducción esté bien adaptada y que guste al público no se lo reconozca por ello; sin embargo, cuando la situación es la contraria, es decir, que posiblemente el traductor (u otro agente que ha intervenido de alguna manera en el proceso traductológico) no ha realizado la adaptación de la manera más adecuada, se le señale y se le critique directamente. Como lectores de obras traducidas, espectadores de películas y series también traducidas y receptores de muchas otras traducciones, deberíamos dar un paso adelante y apoyar al traductor en el reconocimiento de su profesión. Básicamente, para que no se le considere como a alguien invisible; pero también para ensalzar su labor y darnos cuenta de que todo, absolutamente todo, depende de su mano, de su pulso y de su adaptación. Y si no que se lo digan a George R. R. Martin, a quien, en algún país vecino, le tradujeron erróneamente una de las escenas iniciales de Juego de Tronos, incluyendo en el campo de batalla a un unicornio en vez de a un lobo -símbolo de la casa protagonista, los Stark- y, a partir de ello, ninguno de los detalles conectó, nada fue lo mismo. Hasta la siguiente reimpresión, claro; hasta la siguiente salvación traductológica.
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