Se acabó el verano, la estación improvisada. Con él se van los aperitivos, las comidas a las cinco de la tarde y los domingos eternos. Regresa la rutina, toca producir. Si hasta en el confinamiento teníamos horario: de 9 a 10, pilates; de 10 a 11, taller de cocina. Nos enseñaron muy pronto a tener la vida pautada. Primaria, ESO, Bachillerato, carrera, máster, prácticas, trabajo. Nos dicen que nosotros decidimos, que si queremos podemos, que conducimos nuestra vida. Pero, ¿y si en realidad vamos en el asiento trasero del coche, intentando indicar al conductor, pero casi nunca nos hace caso?
Es lícito querer tenerlo todo bajo control, planificar nuestros próximos pasos, dejar lo mínimo a la improvisación. Pero al final no somos nosotros los que decidimos. Se intuye conforme creces y se confirma con libros como Poeta chileno (Anagrama, 2020), de Alejandro Zambra. Nos lo avisa bien pronto con un narrador que atrapa desde el inicio. «Santiago es una ciudad lo suficientemente grande y segregada como para que Carla y Gonzalo no se encontraran nunca más, pero una noche, nueve años más tarde, volvieron a verse, y es gracias a ese reencuentro que esta historia alcanza la cantidad de páginas necesaria para ser considerada una novela».
Es Santiago como podría ser Barcelona o Palencia; sus protagonistas son poetas como podrían ser fontaneros. Zambra nos enseña que la vida avanza, no por nosotros, sino a nuestro pesar. Las elecciones dirigen nuestro futuro, pero no siempre en el sentido que queremos. Podría ser, incluso, que viviéramos nuestra vida, pero que otros nosotros estuvieran viviendo otra. Hay una vida paralela en la que elegimos otra carrera, no vamos al bar donde conocimos a nuestra pareja o perdemos el metro. Y después de eso, todo es una incógnita, un huerto de quizás. «Ninguno de los dos sabe lo que viene, y en este momento no les importa. Yo tampoco lo sé: tal vez Gonzalo se entusiasma y vuelve a escribir», nos advierte Zambra.
Es imposible saber hasta qué punto las decisiones que tomamos dictaminan nuestro futuro, o incluso nuestro presente. No es un alegato a la improvisación, es simplemente reconocer nuestra debilidad frente a la vida. Te llevará donde ella quiera. Nuestra vida es salvaje a pesar de nosotros, nuestra rutina y nuestra zona de confort. Es lo que decía Schopenhauer de la mente, «un mono cabalgando a un tigre de decisiones y acciones subconscientes e inventándose frenéticamente historias que cuentan que es él quien tiene el control». «Asistimos a nuestra vida, no la hacemos», escribió Iñaki Uriarte en sus diarios. ¿Somos protagonistas o espectadores?
Escribir sobre escritores, todavía más sobre poetas, justifica que la vida da muchas vueltas. Lo ha hecho Alejandro Zambra en Poeta chileno como lo hizo Roberto Bolaño en Los detectives salvajes (Anagrama, 1998). Las comparaciones entre ambos escritores venían de lejos, pero ahora es imposible no pensar en Arturo Belano y Ulises Lima al leer las páginas de Zambra. En la página 250, para más inri, un personaje de Poeta chileno dice: «Vamos a descubrir a un montón de detectives salvajes». Tampoco rechazó la comparación Zambra en una entrevista en The Objective: «Mis personajes se parecen a los de Bolaño, pero como se parecen los padres a sus hijos o a los hijos de sus hijos».
Las novelas que tratan sobre la vida, sobre el día a día, son las más aventureras. La vida es una aventura y nunca sabemos dónde nos lleva. Si lo escribió Roberto Bolaño en Los detectives salvajes, cómo íbamos a llevarle la contraria: «No sé muy bien en qué consiste el realismo visceral. Tengo diecisiete años, me llamo Juan García Madero, estoy en el primer semestre de la carrera de Derecho. Yo no quería estudiar Derecho sino Letras, pero mi tío insistió y al final acabé transigiendo. Soy huérfano. Seré abogado. Eso le dije a mi tío y a mi tía y luego me encerré en mi habitación y lloré toda la noche. O al menos una buena puerta. Después, con aparente resignación, entré en la gloriosa Facultad de Derecho, pero al cabo de un mes me inscribí en el talle de poesía de Julio César Álamo, en la Facultad de Filosofía y Letras, y de esa manera conocí a los real visceralistas o viscerrealistas e incluso vicerrealistas como a veces gustan llamarse».
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