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Hemingway, Limónov y Fulgencio Pimentel, siempre del lado de los que aman

Tan sólo un par de meses después de la muerte de Eduard Limónov, la editorial Fulgencio Pimentel publicaba una antología con sus mejores relatos, 'El hombre sin amor', que se ha colocado, junto con el resto de sus publicaciones, «al lado de los que aman», como siempre.

Los hombres de verdad también sufren por amor. Y los real men, y los cínicos, incluso los autores literarios de renombre, como el ruso Eduard Limónov (Dzerzhinsk, 1943 – Moscú, 2020), que reunía todos esos atributos y, aun así, lloraba por las noches. Ya lo había dejado escrito el personaje de Ernest Hemingway en la novela de no ficción Oona y Salinger (Anagrama, 2016), del francés Frédéric Beigbeder: «A todo escritor tiene que rompérsele el corazón algún día (…), y cuanto antes le ocurra, mejor, de lo contrario es un charlatán. Le hace falta un amor original absolutamente fracasado para que le sirva de revelación. Y luego necesita una esposa bondadosa que le impida autodestruirse».

En el caso del novelista soviético, que, cuando llegó a París en diciembre 1980, en comparación con las suyas, «las supuestas penurias de Miller y Hemingway» se le antojaban «prácticamente envidiables», tal y como narra en su relato Gran madre del amor, todo sucede de manera frenética: se enamora, se entrega, se aburre y se vuelve a enamorar (pero de otra); porque, tal y como sostiene en el primero de los textos de El hombre sin amor, la antología de sus mejores relatos publicada hace tan sólo unos meses por la editorial Fulgencio Pimentel, él siempre se pondrá «del lado de los que aman», y no de los «amados». Éstos, al menos, tienen «una tragedia, un enigma, un motivo para sufrir»; los otros, sin embargo, «suelen ser un material lamentable, hermosos canallas de aspecto humano» que se conforman con tener el poder de gustar, de manipular y de mentir. Quizás, en este sentido, sus preferencias obedecían a su propia experiencia vital.

En palabras de su traductora, Tania Mikhelson, quien tiene un pequeño ensayo sobre el autor ruso en la obra referida, «en 1980, [Limónov] se da su palabra de vivir de la escritura, pero también dentro de ella, rehuyendo toda experiencia incapaz de proporcionarle material literario», y el amor (y el desamor) se vuelven sus mejores aliados. Sobre ellos, y sobre la guerra y la revolución, edificará sus mejores textos, sus mejores páginas, y, especialmente, los relatos de esta antología que recogen lo más sonado -y lo más nocivo- de su faceta sentimental. En Vacaciones americanas, por ejemplo, dirá sobre sí mismo lo siguiente: «Mis reglas estipulaban que dos personas podían no pasar juntas más que un día, o un par de días, o un mes, y que eso podía entrañar felicidad, alegría y placer… Un mes siempre es mejor que nada, y hoy será siempre mejor que nunca… Me di cuenta de que pasar con Julie toda la vida, un solo año incluso, me habría aburrido. Pero no podía decírselo (…). La culpa de que me viese obligado a mentirle era suya». Así, Limónov desoye el consejo de Hemingway en Oona y Salinger y hace todo lo posible por llevarle la contraria a su condición, rompiendo él mismo corazones ajenos y acercándose peligrosamente a su propia autodestrucción.

No en balde, Limónov estuvo durante varios años enamorado de la misma mujer, Yelena Schápova, quien, «aparentemente, había subido al tren en Roma, con su setter gordon y las ocho maletas, convencida de que se dirigía a las primeras cincuenta páginas del París era una fiesta de Hemingway», pero no. «Erraba (…). En esa época, salvo Jean-Jacques Pauvert, no me conocía ni Dios. ¿Dónde iba a exhibir ella los trapitos que contenían sus ocho maletas?». La confusión, como era lógico, les llevó a poner fin a una aventura que ya había durado demasiado. Tras ella, Eduard dejó de amar y empezó, sin acordarse demasiado del dolor, a rechazar a los demás y a ser amado.

Es curioso, cuanto menos, que una antología como ésta lleve el título de El hombre sin amor, cuando, precisamente, amor es lo único que no le ha faltado a Eduard Limónov en su vida. El ruso, de hecho, siempre fue un experto en fabricarlo, como si se tratase de un explosivo bosnio o de un partido bolchevique, y nunca tuvo miedo a defraudar. «Me duele, porque amo a Julie, como amo, en términos generales, a todo el mundo», escribió al final de Vacaciones americanas; y tenía razón. Sin embargo, la mejor definición de Limónov la da Mikhelson en su ensayo de las páginas finales de El hombre sin amor: «En la vida, como en la literatura, todos los géneros son buenos excepto los aburridos. Y Limónov los barajó y los probó sin prejuicios, cambiando de género cuando este empezaba a cansarlo; es decir, a fallarle como estrategia vital».

Al final de Oona y Salinger, sin ir más lejos, también aparece recogida esta cuestión: «-Escribir relatos, ¿no es serio? -Es muy serio, es incluso más difícil, y los tuyos están muy bien, pero es como en el boxeo: a la gente sólo le interesa la categoría de los pesos pesados». Y, sin temor a equivocarnos, diremos que Limónov pertenece a esa distinción, a esa estirpe de pesos pesados del relato, como podrían hacerlo el propio Hemingway, Cortázar o incluso el norteamericano Richard Ford. ¿Y saben por qué? Porque siempre está del lado de sí mismo; porque siempre está del lado de los que aman, de los que sienten, de los perdedores. Porque, en el fondo, Eduard Limónov es como tú, o como yo, por poco que lo manifieste.

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