Artes Escénicas Entrevistas

Carlos Tuñón: «A ‘Quijotes y Sanchos’ el público viene a vivir su propia aventura y ni siquiera nosotros, como compañía, podemos impedirlo»

A propósito de 'Quijotes y Sanchos', la última experiencia inmersiva de la compañía de teatro [los números imaginarios], charlamos con su director de escena, Carlos Tuñón, sobre teatro inmersivo, literatura y las posibilidades artísticas de esta «nueva normalidad», entre otras muchas cosas.

El director de escena Carlos Tuñón (Sevilla, 1985) sueña con hacer, a lo largo de su carrera, muchas cosas: representar con su compañía –[los números imaginarios]La Odisea, de Homero, y que la función dure diez años, por ejemplo; hacer que la gente, acostumbrada a sus respuestas de siempre, se cuestione las cosas un poco más, un poco mejor, y cambie de preguntas; organizar la segunda parte de su Quijotes y Sanchos, una experiencia inmersiva, audioguiada e itinerante cuya primera versión se está desarrollando estos días en el Teatro de La Abadía de Madrid; y, entre medias, poner sobre las tablas La Gaviota, de Chéjov, el Fausto de Goethe o Esperando a Godot. En la obra de Beckett, de hecho, hay una parte que recuerda a la travesía de Quijotes y Sanchos, donde el personaje de Vladimir decía: «Cuando se busca, se oye (…). Eso impide encontrar»; pero no hay nada tan incierto. Desde luego, con Carlos Tuñón y el resto de su equipo, si uno decide hacerles caso y vivir en sus propias carnes la aventura de los molinos -o de los yangüeses- que sepa que no saldrá de ella siendo el mismo, sino que volverá a casa cambiado, nuevo, rejuvenecido; como si hubiera encontrado en su interior unas palabras de consuelo de Dulcinea -o una ínsula-.

PREGUNTA: Después de haber organizado una experiencia itinerante como la de Quijotes y Sanchos, donde el espectador deambula por el barrio madrileño de Chamberí durante más de dos horas y media, escuchándoos a vosotros gracias a una cinta de cassette y a un walkman y sintiéndose como Alonso Quijano (don Quijote) o Sancho Panza -según el momento-, ¿qué opinión te merece la sentencia de Beckett en Esperando a Godot? ¿Se puede pasear, buscar, oír, y, además, encontrar algo?

RESPUESTA: Desde luego, si caminas, si te mueves, si persigues y buscas vas a terminar encontrando algo. El problema está en que no sabemos si eso que vamos a encontrar va a gustarnos o no, si va a ponernos en conflicto con nosotros mismos o si va a ser, por el contrario, algo sencillo de afrontar; pero lo que está claro es que, si sales a la calle y empiezas a mover los pies, algo nuevo vas a terminar descubriendo, por pequeño que sea.

A la vez, efectivamente, caminar, caminar sin rumbo (o esperar sin rumbo, que es lo que sucede en Godot) puede ser una distracción, pero siempre guarda una moraleja. En este sentido, yo, particularmente, opino que lo que quiere decir Beckett es que, hagas lo que hagas, no hay alternativas, no hay otra solución posible al margen de estas dos: la de seguir andando y mirando hacia delante, como querría el Quijote; o la de pararnos y tratar de encontrar una respuesta en nosotros mismos, que también es necesario y es lo que hacen Estragón y Vladimir. Yo, como Cervantes, opino que es mejor seguir andando; y que si las respuestas que tú mismo te das son siempre las mismas, o te llevan siempre al mismo lugar, lo mejor sería, entonces, cambiar de preguntas, por muchas complicaciones que esto pueda suponer.

P: A priori, ¿qué clase de relación dirías que pueden mantener dos ideas tan necesarias y, a la vez, tan distintas como pueden ser el teatro y las ganas de pasear, de descubrir la ciudad, de descubrirte a ti mismo -y a los demás- a cada paso?

R: Pues, mira, la primera conexión es casi literal, y también tiene que ver con el Quijote, una novela en la que un tipo decide armarse caballero y ponerse a andar, y a andar, y a andar… Caminando, incluso, llega de La Manca a Sierra Morena, que es el límite geográfico de la obra, donde el mismísimo Quijote se recoge y cumple una penitencia autoimpuesto, y donde sus compañeros -mientras tanto- le encuentran perdido y acabado, y deciden llevarlo de vuelta a su casa.

Para nosotros, desde el principio, era importante lograr que el espectador viviese Quijotes y Sanchos de verdad, tal y como lo hizo el protagonista de la novela cervantina. Era importante, insisto, resaltar lo activo de caminar, pues, en el fondo, nuestros espectadores no vienen buscando la pasividad de asistir -simplemente- a una obra de teatro, sino que vienen a hacerla, a vivirla; no quieren que seas tú el que se la cuente. Así es como fomentamos la sensación de estar haciendo teatro. Desde que el espectador entra en el Teatro de La Abadía para salir, acto seguido, a recorrer el barrio de Chamberí acompañado de su walkman, lo que nosotros queremos trasladarle es que la calle se ha convertido en la escenografía; que el resto de personajes son los peatones, que actúan como figurantes; que él mismo es el protagonista. Por eso ocurren cosas, porque todo sucede en la cabeza del espectador, al igual que le ocurrió a Alonso Quijano y, previamente, le ocurrió a Cervantes, que fue capaz de armar una historia de estas características con tan solo el poder de su imaginación.

P: ¿Y cómo surge la idea?

R: Hace unos años, en 2018, nos hicieron un encargo para la Semana Cervantina de Alcalá de Henares y decidimos organizar un paseo dramatizado por la ciudad. La idea era salir de la Capilla del Oidor, que es donde está la pila bautismal del propio Cervantes, e irnos acercando poco a poco al corral de comedias del municipio. Eran unos 45 minutos de trayecto, aproximadamente, y eso ya supuso una primera adaptación sonora del Quijote. Lo que nos ocurrió fue que, mientras lo hacíamos, nos dábamos cuenta de que no terminábamos de hacerle justicia a la novela, que es polifónica, tiene muchos personajes y cuenta muchas cosas… Creíamos que teníamos que ir un poco más lejos, y con el COVID-19 por todas partes nos pareció una buena oportunidad para probar esta experiencia; al fin y al cabo, el espectador no tiene que encerrarse para escucharnos, sino que puede hacerlo al aire libre, paseando para la ciudad; también decidimos hacer la experiencia más compleja, más parecida a lo que Cervantes pretendía con su novela, una obra en la que aparecen muchas voces, humor y hasta de la que puedes llegar a cansarte, como puedes cansarte, también, en alguno de los puntos de nuestra travesía; físicamente, claro. Además, la novela es divertidísima -a pesar de lo mal que nos la enseñaron en el colegio-, popular y tiene muchos elementos para llamar la atención, como el suspense o la división de la trama en capítulos más o menos breves. El siguiente paso fue pensar en hacerla en Madrid, en la ciudad, y, si queríamos que la experiencia fuera física, lo ideal sería que el espectador llevase un walkman, porque usar un walkman en pleno siglo XXI implicaba establecer una relación anacrónica, analógica y profunda con el entorno, como la que tuvo el propio Quijote en 1604, que llevaba su armadura a todos lados y al que la gente le decía: «Te has equivocado de época». Y eso es un poco lo que también le pasa a nuestros espectadores cuando van por la calle viviendo nuestra aventura, que es como si vinieran de otro siglo, como si fueran por ahí exhibiendo sus espadas y su armadura.

P: En una situación como la presente, ¿qué es capaz de enseñarnos el Quijote?

R: A mí ya llevaba rondándome un tiempo la idea de hacer algo con el Quijote, la verdad. Básicamente, porque nunca me lo leí, y porque, cuando por fin lograba acercarme un poco, me daba cuenta de cuánta diversión me había estado perdiendo; pero, sobre todo, porque creo que plantea unas preguntas muy convenientes para el momento actual, que tienen que ver con cómo miramos el mundo, cómo soñamos, a quién acompañamos (si somos como Sancho), qué es salir de la ciudad para cumplir una promesa… Creíamos, definitivamente, que eran buenas preguntas para hacernos hoy en día, especialmente con la que está cayendo; y no quisimos dejar escapar la oportunidad.

De hecho, la pregunta más conveniente es aquella que te lleva a pensar qué parte de Quijote o de Sancho hay en cada uno de nosotros, aunque, seguramente, haya siempre un poquito de los dos. Al fin y al cabo, al hacer la novela, Cervantes sueña con ser don Quijote, y Alonso Quijano, también; en nuestro caso, directamente, el espectador también sueña con ser otra cosa, otra persona. ¿Cuántas veces no habremos soñado con esa posibilidad, verdad? Con ese «¿y si nos largásemos de aquí y empezáramos una vida nueva, una aventura? ¿Y si nos convirtiésemos en otra cosa? ¿Y si pudiésemos ser otra cosa?». Así, nuestro entorno se va configurando en base a las ideas -y a la imaginación- que podamos llegar a tener.

Por otro lado, ¿cuántas veces habremos sido Sanchos sin darnos cuenta? ¿Cuántas veces hemos acompañado a los demás y les hemos animado a seguir luchando por sus ideales, cuántas veces nos hemos sentido arrastrados por esa suerte de determinación? O, simplemente, ¿cuántas veces nos hemos sentido como dignos merecedores de una ínsula o hemos trabajado para lograrla? Que el asistente a Quijotes y Sanchos se cuestione todas estas cosas es necesario. ¿Por qué? Pues porque uno no tiene siempre todas las respuestas a mano -aunque así lo crea-, o éstas tardan en llegar, y nos parecía interesante rebuscar un poco.

P: Y, por otro lado, ¿qué es capaz de enseñarnos el teatro? En particular, ¿qué es capaz de enseñarnos el teatro inmersivo? ¿Tiene los días contados? Con esto de la «nueva normalidad»…

R: Pues, mira, nosotros hemos demostrado que no, que siempre se pueden mover y alterar los dispositivos por medio de los cuales se pone en marcha la liturgia, el hecho escénico. Quizás, a partir de ahora, no podamos volver a hacer las piezas que solíamos, en la que los espectadores tenían que participar construyendo la escenografía, bailando, interpretando, etc.; pero nos hemos dado cuenta de que sí podemos seguir generando experiencias inmersivas, itinerantes, interactivas y, además, que cumplan con todas las medidas de seguridad, algo que resultaría impensable en cualquier otro momento. Imagínate Quijotes y Sanchos en otras circunstancias, con su caja de madera del principio, con sus cintas de cassette… es que estamos haciendo todo lo que está prohibido hacer en el siglo XXI; y, encima, estamos demostrando que se puede hacer de manera segura, que es lo que también le preocupa a la gente en estos momentos de miedo, crisis e incertidumbre.

En definitiva, el teatro, la inmersión, la experiencia… son todos mecanismos muy flexibles, y está muy bien que, de vez en cuando, surjan pequeños conflictos que nos hagan reaccionar y darnos cuenta de que somos de todo menos dinosaurios, ruinas antiguas o fósiles. Sé que he hablado mucho ya del hecho de cambiar las preguntas que solíamos hacernos, pero es que ahora mismo ya no nos valen las respuestas que traíamos antes, y eso es algo que las compañías de teatro (sobre todo las más jóvenes) tenemos que afrontar; y es en eso en lo que estamos.

P: Asumiendo el papel que deben de jugar los espectadores en experiencias como ésta, ¿cree usted que todo el mundo puede ser actor?

R: Yo creo que cualquiera que desee ser interprete, que lo desee profunda y sinceramente, puede llegar a serlo. Luego depende del tipo de actor que uno quiera ser, del contexto. Ahora bien, que todos tenemos la capacidad de comunicar en público, de transmitir, de leer y de escuchar, eso está claro. Nosotros, lo que hacemos con el Quijote, o lo que hicimos en su momento con Hamlet o Don Juan, es empoderar al público, darle un lugar. Más que utilizarlo para que ocurra algo, le decimos: tienes esta opción; pero también escuchamos a los espectadores, que son muy variados, y eso es algo increíble, porque les estás dando un lugar que normalmente no tienen y que normalmente no esperan; y, una vez pasa, creo que es maravilloso. Todos tenemos un gran potencial.

P: En este mundillo hay gente muy canónica. Por ejemplo, el actor Alberto Closas decía hace años que al teatro, si se viene, se viene tosido de casa (ahora más que nunca, claro). En tus obras, sin embargo, la gente viene a divertirse, a toser (en sentido figurado), a cantar, a ver, a reír, e, incluso, a actuar.

R: Sí, en realidad… [tose al otro lado del teléfono, y se ríe] -mira, hablando de toser, ja, ja, ja-. En realidad, lo que nosotros planteamos es una vuelta al origen de la liturgia, al origen del teatro. Desacralizar el teatro, para nosotros, no tiene que ver con faltar al respeto, sino con construir un espacio extraordinario, un espacio único para que ocurra algo. Queremos provocar un encuentro, una reunión entre personas que vienen a ver algo y otras que vienen a compartirlo; y qué menos que sea el público el que se sienta autónomo y en relación directa con la pieza. La gente va al teatro a encontrarse.

Esto es lo que pasaba, sobre todo, en las fiestas barrocas, cuando las compañías interpelaban directamente al público. Este es el origen del teatro, en realidad. Puede que no estuviéramos en la Grecia clásica o en el Siglo de Oro español o en el barroco inglés, pero dudamos mucho que la gente llegara y se quedase quietecita, sin toser siquiera. De hecho, creo que esto es una perversión del teatro francés ilustrado; que, de pronto, aristocratizó el hecho escénico y desnaturalizó la relación con el público. Antes, la gente comía, bebía, se reía en sus asientos; pero desde el siglo XVIII y XIX, hasta hoy, existe una tendencia que separa al público del hecho escénico: apagar las luces para que los espectadores estén a oscuras, y que sea un problema que la gente reaccione, que se ría, que tosa… Nosotros estamos en el otro lado. Pero, más que contemporáneos, creo que somos, incluso, más clásicos que los clásicos, porque recuperamos el espíritu real de lo que ocurría por aquel entonces.

P: Otro al que, seguramente, le daría un patatús si asistiese a alguna de las obras de [los números imaginarios] es a Javier Marías. No en balde, en unas de sus columnas dominicales dejó escrito una vez que él ya no iba al teatro desde hacía años, pues no quería exponerse a sobresaltos inútiles. También, que se tenía prohibido ir a cualquier obra en la que el público interactuase con los intérpretes, y que ni siquiera los clásicos se salvaban ya de un movimiento que él mismo denominó “inverosímil”. ¿Qué opina de este tipo de críticas?

R: Creo que estamos en la sociedad del imperio del gusto, del «me gusta» y del «no me gusta» –que es algo legítimo, obviamente-, lo que pasa es que no vamos a sentar cátedra o a legitimar un criterio de opinión porque llegue alguien y no le guste lo que ve; porque es absurdo. Aparte de que una crítica así no responde a nada, a ningún parámetro real. Básicamente, Javier Marías no sabe, o no quiere saber, lo que está pasando hoy en día con la contemporaneidad, con el público que quiere vivir experiencias y que quiere relacionarse de otra manera con la obra. Está anquilosado en otras épocas pasadas; y, sobre todo, lo más alarmante para mí, es que refleja, claramente, que no ama al teatro. Alguien que dice que no va al teatro desde hace años y, sin embargo, hace una crítica sobre el asunto, merece mi más sincero desinterés y mi más sincera desatención. Puede decir lo que quiera; pero, desde luego, no está haciendo referencia a la realidad.

La gente lo que quiere es proximidad, quiere reunirse. Ya no quieren volver a ver lo mismo una y otra vez. ¿Qué interés tiene acercarse a obras míticas, que están en el imaginario colectivo de todos, y contarlas de la misma manera, tal y como se lleva representando desde hace más de sesenta años? No tiene sentido. La gente, más que ir al teatro a que le cuenten una historia o a escuchar textos, quiere ir a vivir algo que no puede vivir fuera de la sala.

P: ¿Y cómo le contestaría a Marías?

R: Pues nada, lo que yo le diría es que no venga a ver nuestras obras. Siempre tratamos de dejar esto claro antes de que alguien venga a vernos: esto es así, es inmersivo, necesitamos que te involucres; y, si lo pasas mal, no vengas. No te preocupes. Luego, la gente que viene con algo de recelo se lo termina pasando muy bien; pero preferimos que la gente venga sabiendo a lo que viene.

P: ¿Por qué volver a una obra que lleva siglos leyéndose o representándose y darle una vuelta, y no escribir una obra completamente nueva, con la que poder experimentar y partir de cero?

R: En este momento de mi vida, lo que a mí más me interesa tiene que ver con releer o leer entre líneas obras de repertorio. Y lo hago porque hay un sustrato mítico en los grandes relatos que a mí me encanta. Más aún, porque creo que vivimos en un mundo tan fragmentado y tan dividido, donde todo funciona a partir de retazos, que, de vez en cuando, conviene volver a los grandes relatos y reflexionar.

Yo, por ejemplo, siempre he tenido la suerte de tener una absoluta libertad de movimientos como director, para poder mover las palabras como yo creyese conveniente, sobre todo porque las piezas con las que trabajaba eran de autores o autoras ya fallecidos. Pero cuando Juan Mayorga me encargó dirigir Animales Nocturnos tuve la opción de dialogar con un autor del calibre y de la talla intelectual, humana y emocional de Juan; y, claro, entonces tuve la gran oportunidad de dialogar con la persona que, directamente, había escrito la obra, y pude plantearle que, lejos de no respetarle, mi idea era revelar cosas que aparecían en los ensayos y que, probablemente, él no había previsto. Y me encontré con un autor que creía en eso: que creía que la dirección es una segunda escritura. Luego no estuvimos de acuerdo en todo, pero estuvimos de acuerdo en bastantes cosas; y, cuando no, el espacio de tensión era siempre interesante y productivo. De esto va el arte dramático (si tiene que ir de algo): de hacer una apuesta, de tener una mirada concreta sobre una obra –en este caso, Animales Nocturnos– sin esperar complacer ni convencer a nadie; ni esperando ratificar algo o confirmar nada. Hacer las cosas sin tener miedo a enfocar, a mirar, a opinar o arrojar luz. Como dramaturgo, Juan [Mayorga] lo dice literalmente: «el actor, el director, la escena… revelan cosas de mí que yo no conozco, por mucho que considere que tengo todo el control, que soy el arquitecto de la obra».

P: En frases como esa se nota la vocación filosófica de Mayorga. No obstante, él siempre ha dicho que su formación académica, en el teatro, está al margen; pues el escenario hay que reservarlo siempre para preguntas que no tienen respuesta. Usted estudió Periodismo en la Universidad de Sevilla. ¿Qué le parece? ¿Guarda algo de aquellos años?

R: Hay algo que sí mantengo y que creo que si no hubiera pasado por allí no haría nunca, y es que cada mañana escucho el editorial de la SER, de la COPE, de Onda Cero, de EsRadio y ‘La Voz de César Vidal’, que es algo muy divertido, por cierto. Además, leo las portadas de los periódicos y algunos editoriales de los medios de comunicación más importantes. Es muy interesante ver lo polarizada que está la opinión y cómo, sobre una misma noticia, leída desde un extremo hacia el otro, puede haber tantas interpretaciones distintas. A mí, esto me reveló una gran idea sobre el mundo y sobre el arte escénico, porque no hay una única mirada, o una única posibilidad, sobre casi nada; y escuchar al otro y escuchar lo otro, aquello que no quieres oír o que no te confirma como persona, es de tremenda utilidad, porque te revela o te despierta algo que no conocías, que no habías asimilado. La manera de conseguir criterio tiene que ver con haber escuchado y contemplado todas las posibilidades.

P: ¿Y cómo llega Carlos Tuñón al teatro?

R: Descubrí este mundo en Sevilla, en el Teatro Central, que es un teatro público situado en la Cartuja; y que es una especie de isla extrañísima en Andalucía, porque tiene una programación muy europea. Hay cosas que vienen de Europa directamente a Sevilla sin pasar antes por Madrid o por Barcelona gracias a este teatro; y yo, en su momento, no lo pude disfrutar tanto como podría haberlo hecho ahora, porque no tenía tanto conocimiento ni tanta curiosidad, pero fue allí donde empecé a ver cosas que me deslumbraron. En concreto, cuando tenía 20 años, vi un montaje de Alex Rigola, Santa Juana de los Mataderos, escrito por Bertolt Bretch, que me hizo flipar.

El teatro –o el cine- muchas veces tiene la capacidad de descubrirte cosas y, sobre todo, de decirte: “esto se puede hacer”. Es algo que, si no lo ves o si no te lo enseñan, no lo descubres por ti solo. Fue entonces cuando vi el montaje de Rigola y lo tuve claro. Fue como una especie de epifanía, y dije: yo quiero dirigir teatro.

P: No fue una vocación temprana, entonces.

R: No, no. Yo quería hacer cine. Yo veía pelis, pelis y pelis; de pequeño, mis padres me llevaban al cine todas las semanas y yo crecí queriendo hacer cine, pero no es mi sueño ahora. Me encantaría dirigir películas, y el ambiente del rodaje también es algo que me interesa muchísimo; pero, cuando descubrí el teatro, noté que en el proceso del arte escénico había algo incomparable, algo mucho más nutritivo que lo audiovisual.

Hay algo, filosóficamente hablando –y humanamente-, que es muy difícil que tenga lo audiovisual; porque, allí, creer en el propio proceso creativo no está tan estandarizado como en el teatro. Por mucho que vayas al teatro más comercial, hay algo en el contacto diario con el otro que en el mundo audiovisual está más atomizado, que es mucho más complicado de lograr. Oye, que si dirijo cine, feliz; pero no es algo que ansíe. El teatro me ha hecho ser quien soy. También creo que el teatro, si lo descubres y te engancha, es muy difícil de soltar. Es una cosa muy especial del teatro del encuentro, porque todo tiene algo de escénico. No hay nada que nos separe, no hay una cámara que cree distancia.

P: Y si el teatro no termina de engancharte, ¿qué ocurre? ¿Creamos una obra inmersiva para que el público sea capaz de vivir la experiencia –y no sólo observarla- y recordarla mejor?

R: Nosotros no es que hagamos un teatro inmersivo de manera concreta. La línea de trabajo no es exclusivamente esta; lo que nos interesa es buscar la relación con el espectador. Nos gusta beber de clásicos y trabajar sobre la relación con el espectador, concretamente. Esto es lo que luego nos permite un resultado inmersivo, pero, en realidad, lo que nosotros buscamos es crear experiencias.

Al generar experiencias, el espectador aprende algo vital que no puede aprender a distancia. Nosotros creemos en el aprendizaje a través de la experiencia para todo: para el crecimiento personal, político y social. Y, claro, en España lo que ocurre es que ha proliferado el hábito de dejar de ir al teatro. Los niños no van al teatro, los adolescentes no van al teatro; y eso que es una actividad que todos solíamos hacer de pequeños, cuando estamos en el colegio o en el instituto. De hecho, cuando se hace teatro de pequeño –o de adolescente-, la sensación que se siente es muy genuina, muy especial; porque nos sentimos participes de algo extraordinario. Lo que pasa es que llega un momento en el que todo eso se corta, porque no interesa, y la gente empieza a vivir experiencias de otro tipo: a través de los videojuegos, a través del cine o de la música… Sigue siendo una sensación muy genuina, pero no es lo mismo.

En otros países culturalmente más fuertes y más reforzados a nivel político, los chavales recitan versos desde la secundaria, y hacen obras de teatro en los institutos. Qué más quisiéramos en España. Aquí, el cordón umbilical se ha cortado; pero cuando uno se aproxima y ve algo así, se da cuenta de que merece la pena.

P: ¿Qué complicaciones tiene montar una obra de estas características?

R: En nuestro caso, siempre buscamos darle la mayor autonomía al espectador y que éste tome decisiones, que él mismo elija cómo quiere estar, en relación a la pieza: ser activo, ser pasivo, que se mueva, que no… lo que prefiera. En esta ocasión, el público es absolutamente autónomo y se hace responsable al cien por cien de la pieza: es él el que decide por donde ir, cómo ir, por qué ir, cómo solucionar los problemas que se va encontrando por el camino… A mí esto es algo que me encanta, por ejemplo, a nivel político, porque le estamos dando un contexto (o un mecanismo) al espectador para que sea el espectador mismo quien tome la última decisión y, por tanto, empoderarle y asumir que nosotros, como responsables, no tenemos todo el control de la pieza, que no podemos imponer nada. Llevamos con esto desde el principio, pero hay obras más permeables que otras; y con Quijotes y Sanchos ocurre precisamente esto: tú vas a vivir tu propia aventura como prefieras, y ni siquiera nosotros, como compañía, podremos impedirlo. Para nosotros, de hecho, es un gusto hacer obras en las que no sabemos qué va a pasar, y nos obliga a estar mucho más activos y a vivir más el presente, porque nunca hay nada totalmente definido. Esa es la dificultad.

P: Dicen que un buen medidor del agrado del público es no verlo bostezar. ¿Cómo se mide la implicación y el agrado de los espectadores en una obra inmersiva?

R: Un poco igual. Yo siempre comparo las experiencias que hacemos con pasar un fin de semana en la montaña, o en el campo. Allí tienes las posibilidades de vivir de muchas maneras: puedes ponerlo todo de tu parte, puedes estar dentro, fuera, conectando, desconectando, abstraído… Yo no quiero que tú estés conmigo al cien por cien todo el rato, porque somos conscientes de que la atención tiene sus limitaciones; me da igual que te vayas, que estés un rato pensando y que vuelvas. Yo no tengo la necesidad de secuestrarte.

Es como tener una relación y querer estar a full todo el rato. No, hombre; permítele al otro estar como quiera: que se aburra, que sueñe y que vuelva. Nosotros queremos que estés con nosotros y que disfrutes, pero no nos preocupa que te vayas un rato y te pierdas por el camino y te canses. Compartir el cansancio con el público es una manera de comunión. A mí, por ejemplo, me encantaría hacer un espectáculo en el que la gente se durmiera, que compartiera sus sueños y su inconsciente. Sería como un acto de política y de intimidad.

P: Hablando de actos políticos, ¿qué papel juega el teatro en una situación así? ¿Qué importancia tiene el hecho escénico en un mundo como éste, asolado por una pandemia, temeroso y asustado?

R: Pues, ahora mismo, quizá sea el bastión más importante que haya que proteger. En un momento en el que hay tanto miedo y tanta incertidumbre, reunir a gente que no se conoce de nada en un sitio concreto (ya sea al aire libre o en un interior) para encontrarse, a mí me parece que es fundamental.

Está demostrado que el teatro es uno de los sitios más seguros donde la gente puede reunirse. No en el metro, no en otras partes, no; entonces, hay que abrirlos, hay que abrirlos todos. Es el lugar en el que, después de llevar un tiempo en casa, vuelvo a reunirme con gente que no conozco y veo cómo ocurren cosas, siento cómo me las cuentan y descubro otra realidad. En ese sentido, el teatro funciona como salvoconducto; a menos que los sistemas superiores empiecen a pensar que no… Pero, vamos, es fundamental, y en el teatro no nos vamos a contagiar.

P: ¿Y tiene algún otro sueño Carlos Tuñón? ¿Alguna otra obra, quizás, que le gustaría dirigir después de Quijotes y Sanchos?

R: Tengo una lista con las obras que me encantaría investigar. Sueño con muchas cosas. Por ejemplo, sueño con hacer una Divina Comedia que dure tres días, en la que haya un actor que no duerma y esté todo el rato viajando, como Dante. Sueño con hacer La Odisea, de Homero, y que sea una función que dure diez años. No sé; y, entre medias, me encantaría hacer La Gaviota, de Chéjov; Esperando a Godot, de Beckett; Fausto, de Goethe… Le damos vueltas a todo lo que podemos hacer; pero bueno, somos muy jóvenes aún. Cuando sea mayor, probablemente, podré hacer todas esas locuras con algo más de dinero. Si llego y tengo suerte, claro.

Afortunadamente, los directores funcionamos al revés que los intérpretes. Cada vez que ganamos edad, acortamos el tiempo para que pasen cosas. Y el intérprete al revés: tiene la sensación de que el tiempo funciona como una cuenta atrás. Yo lo tengo clarísimo: soy muy joven como para dirigir. Voy a seguir dirigiendo todo lo que pueda, todo lo que me dejen; y ya veremos.

P: Vida y obra, todo tiene que ver con el tiempo; a ver si va a ser usted el Richard Linklater del teatro español. Desde luego, sus proyectos recuerdan mucho a la película ‘Boyhood’.

R: Bueno, Richard Linklater es un creador que, a mí, particularmente, me interesa bastante. Y me interesa, efectivamente, por el tema del tiempo, que es un asunto que me fascina. A nivel personal, aparte de todas las ideas que pueda llegar a tener, también tengo un proyecto que, sin venir de ‘Boyhood’, a la gente siempre le recuerda a la película de Linklater.

Resulta que, hace dos años, reuní a un grupo de amigos durante un verano, para hacer una cena. Como es normal, cada uno vino con una ropa determinada, más o menos escogida; vinieron con un plato de comida y, además, con una historia que contar. Eso es lo que yo les había pedido y filmé toda la noche. Al año siguiente, les volví a convocar y les dije que trajesen la misma ropa y el mismo plato de comida que habían traído la última vez, pero otra historia nueva que contar. Hicimos la cena, volvimos a filmarla y lo montamos todo como si hubiese ocurrido del tirón, como si no hubiese pasado el tiempo entre una toma y otra. Pero, claro; la verdad era distinta, pues, realmente, sí que había pasado el tiempo.

Mi intención con esto, si continuase haciéndolo cada verano, sería tener un video en el que, en una sola noche –o en lo que parece una sola noche-, pasase toda una vida. Con historias reales, con gente real; pero con un toque de ficción, que sería el vestuario y la comida. Además del tiempo, me interesan cosas como estas: la experiencia, los proyectos de vida, e intento hacer lo mismo en el mundo audiovisual que en el teatro. Hay diferencia de canales, de medios, pero es un poco lo mismo.

P: Pero, como ya habíamos dicho, entre el cine y el teatro, se sigue quedando con el último, ¿verdad?

R: Sí. El teatro –o el hecho escénico- es la oportunidad que me ha dado la vida para inspirarme, para soñar de verdad, para descubrirme y para descubrir al otro y al mundo. Es el lugar del encuentro, más allá de la imaginación y del estímulo. El teatro es el lugar de la posibilidad, donde todo es posible. Es también el lugar de la felicidad.

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