«Contemplé de nuevo la piel de la isla, seca y apergaminada, junto a los viejos cráteres. Muerta, inmóvil, tampoco la isla sería eterna. El viento se encargaría de llevarla a su fin».
Este fragmento, que pertenece a la novela Mararía (1973), de Rafael Arozarena, bien podría describir perfectamente la sensación que tuvo Karin, el personaje interpretado por Ingrid Bergman en Stromboli, Terra di Dio (1950), cuando paseó por primera vez la isla que da nombre al célebre filme de Roberto Rossellini.
La película, rodada en plena posguerra europea, representa la destrucción y la miseria en que estaba sumido el viejo continente tras la Segunda Guerra Mundial; desolación de la que trataba de escapar el que podía, emigrando a América o Australia, y a la que tenían que resignarse los que no tenían tanta suerte. Para ello, Rossellini se aprovecha del paisaje de Estrómboli, un lugar estéril y hostil, propio de una isla que en realidad no es más que la cima emergida de un volcán activo que periódicamente entra en erupción y arrasa con todo a su paso.
Los habitantes de la isla huyen cada vez que la furia se desata y regresan una vez vuelve la calma para reconstruir lo que el volcán ha destruido. El personaje de Bergman, sin embargo, no es capaz de comprender el empeño de los isleños ni tampoco de adaptarse a su sociedad hermética y primitiva, completamente distinta a la personalidad de la propia Karin.
Las islas son, por definición, un espacio cerrado. A diferencia de lo que ocurre con las ciudades o los países, que tienen una frontera difuminada o artificial, el límite de las islas existe de verdad, lo que da la posibilidad de observar y acordonar el espacio a través de esa frontera sensible, real, que es el mar.
El isleño, por tanto, ve reducido su mundo a la costa que es capaz de recorrer -a veces basta con la mirada-, y el océano se constituye en el límite último de su vida. Una extensa barrera que, paradójicamente, se confunde con el horizonte; esa «raya que no acaba ni la orilla / que acaba en horizonte y sí la vida / que se le acaba caminando el mar / y siempre el mar y siempre el mar el mar / sorda prisión de espumas áspid / que al cuello se le enrosca al hombre», como diría el poeta canario Arturo Maccanti en 2003, pero que da también al isleño una sensación de arraigo y de pertenencia a un lugar que no varía, a «una patria concreta y definida, / y no habrá nunca poderosa espada / que la acorte, la aumente o la divida.», como escribiera su colega y paisano Nicolás Estévanez y Murphy casi un siglo antes, en el año 1900.
A ello contribuye, también, la ausencia del paso del tiempo. La sensación de continuidad que produce la falta de cambios en los lugares cerrados genera una gran narración que parece repetirse continuamente, y el mar, con su permanente cambio, ahonda irónicamente en ese sentimiento borrando, precisamente, el paso del tiempo del espacio.
«El hombre solo isleño sabe que éste que ve podría ser aquél de hace cien años, como podría ser el de ahora mismo. Antiguo y nuevo, tan reciente siempre que ni el rastro de sus huellas retendrán estas playas, pues él regresa siempre, derramado, borrándolas. […] Y no pudiendo consolidar la memoria del mar, las nociones del tiempo y la distancia también se desdibujan, se vuelven referencias sin valor para el hombre solo que camina por la orilla del mar. ¿No creerá que cruza el espejo del cielo? Si se invirtiese la imagen del hombre solo que camina… ¿no sería ya el mar la tierra? ¿la tierra el cielo? ¿el cielo el mar? Imagen invariable. Isla encima o debajo: universo inasible. El hombre solo isleño sabe sólo que camina por la perenne ambigüedad de la isla. Del mundo.»
Arturo Maccanti (2003).
Pero el mar, en su continua dualidad, ofrece también el camino hacia lo nuevo y hacia lo desconocido. El mar -y ahora también el cielo- se convierte para el isleño en la fuente de novedades, en la conexión con el exterior y en la vía de entrada y salida de ese universo-isla hacia otros universos nuevos y desconocidos. Por eso los niños corren en Estrómboli a recibir a los que llegan en las barcas; por eso suspira la Muchacha en la Ventana de Dalí, que esperaba la novedad del mar en una Cadaqués de espíritu isleño -incomunicada como estuvo por tierra con el resto del continente hasta finales del siglo XIX-.
‘Figura en una finestra (figura en una ventana’, de Salvador Dalí (1925). ‘Figura de perfil’, de Salvador Dalí (1925).
Para el isleño, el mar representa su fin mismo y su salvación. La consciencia de lo finito y también la esperanza de un futuro mejor. En la película de Rossellini, los habitantes huyen en sus barcas cuando comienza la erupción -las imágenes, por cierto, son de una evacuación de verdad; ya que, durante la filmación de la película, el volcán real entró en erupción sin que nadie lo esperase-, y a los canarios, como a muchos otros antes que a ellos, también les tocó emigrar: a bordo del Telémaco o de otros tantos barcos, hace ahora ya setenta años.
El mar ha sido siempre la vía de escape del isleño cuando la violencia de la naturaleza o de la pobreza de la tierra no les dejaba espacio para más. A veces, como en el caso de Estrómboli, para volver una vez ha pasado lo peor; pero otras, como en el drama de la emigración, quién sabe si para siempre.
Y es que, por muy separado del mundo que se sienta el isleño, la realidad siempre termina tocándole a la puerta: a la puerta de sus playas. «¿Quién no echa una mirada al Sol cuando atardece?» se preguntaba el poeta John Donne en el siglo XVII; «¿Quién puede desoír esa campana cuya música lo traslada fuera de este mundo? Ningún hombre es una isla entera por sí mismo», de la misma manera que ninguna isla es un universo por sí misma. Y si el drama de la inmigración llama a su arena, la cicatriz del barco que desaparece sobre el mar acabará recordándole al isleño que hubo un tiempo en que él también compartió su pobreza. Y cuando vea los cayucos acercarse, le vendrá la imagen de aquellos que en su tiempo, como tantos otros, se marcharon.
0 comments on “Mi patria es una isla”