En un perfil sobre el ajedrecista Magnus Carlsen en El País, el periodista Leontxo García citaba a un psiquiatra para explicar la diferencia entre genialidad y locura: «Las personas normales pensamos casi siempre dentro de una caja, con unos límites. Los genios salen a menudo de esa caja, y entonces producen genialidades. Pero a veces no saben volver, y a eso lo llamamos locura».
«Esta está loca», decimos cuando no entendemos el comportamiento de una persona. «Este está chalado», decimos cuando en realidad queremos decir que es mala persona. La locura es algo complejo, tan estigmatizado como desconocido. No sabemos hasta qué punto abundan los lugares oscuros en la mente, dónde nacen los malos impulsos. Navegamos entre los conceptos de esquizofrenia o bipolaridad con barcos de papel.
La cultura ayuda a comprender. Series, películas y libros retratan esa oscuridad. Eso es lo que hace, entre otras muchísimas cosas, Jordi Amat en El hijo del chófer (Tusquets, 2020), por ejemplo; y para prueba, este pasaje: «Está la realidad, donde la vida pasa, y hay otra dimensión de la realidad, que también forma parte de la vida, donde domina la ambición, la lucha por el poder y la supervivencia. Esta otra dimensión es la que ve Quintà. La única. Como si viviera allí o casi siempre estuviera atrapado. Caído en sus ángulos muertos».
El hijo del chófer explica la vida de Alfonso Quintà, el periodista que se convirtió en el enemigo número uno de Jordi Pujol al destapar el caso Banca Catalana. Al menos, hasta que el expresidente de la Generalitat hizo una jugada maestra: encargarle la creación de la televisión pública autonómica. Todo esto le sirve a Jordi Amat para indagar en el perfil psicológico de Quintà, pero también para esbozar un retrato de todos los poderes públicos: el político, el socioeconómico y el panorama periodístico. El cuarto poder.
Amat ‘utiliza’ a Quintà para explicarnos la Catalunya y la España postfranquista. «Ese hombre maligno podía descubrir disfunciones de nuestro país, ya que en algunos momentos de su vida parecían cruzarse poder e intereses de la política, la banca y el periodismo», nos dice el periodista de La Vanguardia en las páginas finales. Es en esas últimas líneas donde Amat, que en toda la historia no había aparecido en primer plano, se abre. Habla de Carrère y de sus grandes obras: Limónov y El adversario.
La obra de Amat recuerda mucho a las del escritor francés: no-ficción novelada para ponernos en la mente de personalidades complejas, a veces incluso asesinos. Son libros con muchos ingredientes periodísticos, reportajes que se leen a ritmo de novela. Esta simbiosis entre periodismo y literatura nació en Estados Unidos en la década de los 60, y se llamó Nuevo Periodismo. Tom Wolfe, Joan Didion, Gay Talese, Norman Mailer y Truman Capote, entre muchos otros, llegaron a la conclusión de que el periodismo no era solo terreno para los diarios. «La resolución elegante de un reportaje era algo que nadie sabía cómo tomar, ya que nadie estaba habituado a considerar que el reportaje tuviera una dimensión estética», explican en el libro bautismal de El Nuevo Periodismo (Anagrama, 2006).
Esta hornada de escritores quería recrear en la mente del lector un mundo -real en este caso- que conectara con sus emociones. En este contexto aparecen ejemplos monumentales como A sangre fría, de Truman Capote, o La canción del verdugo, de Normal Mailer. «Yo no quería hacer daño a aquel hombre. Y eso es lo que pensé de él hasta el momento en que le corté el cuello», leemos en la obra de Capote. «El diablo se mostraría mucho más inteligente que yo, actuaría a una escala mucho mayor y, desde luego, no sentiría remordimientos. De manera que no soy Belcebú. También sé que el diablo es incapaz de sentir amor. Lo que podría suceder es que estuviera mucho más cerca de él que de Dios», leemos en La canción del verdugo, de Mailer. ¿Y qué leemos, al final? Dos historias reales noveladas.
En castellano hay una larga tradición de este periodismo slow que solo tiene cabida en la literatura. Por tiempo, espacio o clickbait, los diarios no aceptan estos asuntos. El abanico es amplio: desde El dolor de los demás, de Miguel Ángel Hernández, con una gran cercanía personal a los hechos; hasta los más puramente periodísticos, como Nos vemos en esta vida o en la otra, de Manuel Jabois, o Fariña y En el corredor de la muerte, de Nacho Carretero, un maestro del tema. Luego está Leila Guerriero, que siempre come aparte, como demuestra con su espeluznante Los suicidas del fin del mundo.
Son novelas por las técnicas narrativas, son periodismo porque se basan en el trato de fuentes, en la documentación y en la investigación. Y siempre funcionan, tal y como explica Jordi Amat en las últimas páginas de El hijo del chófer, con la convicción de que «el conocimiento biográfico nos hace más libres y la no ficción literaria tiene una función social fundamental. […] Contar lo que explico es moralmente discutible, pero al mismo tiempo socialmente necesario».
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