La primera noticia que tuve de Popper llegó una tarde de domingo en la que pretendía avanzar la lectura de un libro cuya reseña no parecía escribirse sola. Me había comprometido a prepararla meses atrás y se acercaba la fecha de entrega, sin embargo, no sentía ni un ápice de culpa por las semanas que llevaba sin redactar. Cualquier plan me resulta más estimulante que leer cómo un académico pronostica la revolución en un lenguaje que apenas sus colegas pueden -o están dispuestos a- comprender. Querer que cambie todo para que no cambie nada.
Después de explicarme en qué consiste el proyecto, Victoria dijo “tienes total libertad, en serio” y quedamos en que estaríamos en contacto. Fui a pasear con Quique y cuando volví a casa me tumbé en la cama preguntándome por qué escribir para otras personas, qué tendría yo que aportar a la revista. Todos los temas que se me ocurrieron esa noche transitaban entre la sexualidad, las ausencias y la precariedad, así que llegué a la conclusión de que mi cotidianidad está atravesada por el deseo, la nostalgia y la incertidumbre. No pensé que fuera complicado relacionar esas cuestiones con la literatura, por ejemplo, pero sí hacerlo bien.
Entonces recordé una conversación con Clara en la que, tumbadas al sol que llegaba a la Plaza del Cristo de las Azucenas, me dijo que todo lenguaje es susceptible de adquirir un registro literario. No es que aquella mañana tuviera especial pretensión artística, simplemente estaba frustrada porque no encontraba palabras suficientemente apropiadas para expresarme por escrito. Doblemente frustrada, en realidad, porque no escapamos de la autoexigencia -que me pregunto cuánto tiene de auto- ni aún haciendo las cosas por placer.
Aún tumbada, ya acurrucándome, pensé un poco en lo de siempre: quiénes escriben, sobre qué temas lo hacen, por qué nos resulta interesante. Pensé en mi bisabuela Teresa, madre soltera, que sacó adelante a sus hijos haciendo oídos sordos a las acusaciones de puta y mala madre; en mi abuela Lola, que vino al mundo el año que acabó la Guerra entre los árboles frutales que Carmen, mi otra bisabuela, cuidaba para el señorito de turno; en mi madre, la persona que me enseñó a abrazar, que reivindicaba el Día de la Mujer Trabajadora años antes del estallido feminista. Pensé que me gustaría leer las historias de su día a día y que es muy probable que ellas no las consideren relevantes.
Recordé mis intervenciones durante la carrera, tan meditadas que a veces había cambiado el tema de debate cuando me decidía a participar, siempre después de escribir las ideas principales y el hilo conductor de la argumentación en una esquina del folio, apoyándome en la tesis de este politólogo anarquista o aquella antropóloga decolonial. Me reí recordando la desesperación de Ane con las intervenciones de un compañero, generalmente vacías de contenido y repletas de ego, oraciones subordinadas y citas textuales, siempre con una seguridad envidiable y desde la certeza de que será el profe del siglo.
Volví a la tarde en la que María y yo merendamos galletas sin ser conscientes de todo lo que íbamos a aprender juntas: las ganas infinitas o el mal cuerpo al salir de asambleas, las miradas de duda en manifestaciones aún sabiendo que estábamos donde teníamos que estar, la compañía en el cuestionamiento constante, el runrún, la incoherencia, nuestras contradicciones. Volví a los nervios de Mati antes de hacer una presentación en clase, a las evasivas de Lucía para no hablar en público y a todas las inseguridades de las mujeres de mi entorno, que no responden tanto a la personalidad como a la manera en la que nos han enseñado a (no) ocupar el espacio.
Volviendo a eso y recordando aquello, después de una birra, llegué a la conclusión de que la cuestión no era qué tenía que aportar, sino por qué me lo estaba preguntando tanto. A mí me apetece escribir, participar en el relato colectivo que estamos construyendo juntas. Por último o desde el principio, no lo sé muy bien, estuve pensando en la conversación con María -que siempre ha creído mucho en mí- en la orilla del río: por supuesto que no vamos a crear un Macondo que se inunde de mariposas amarillas cada vez que los Buendía follen entre ellos, tampoco las doce sinfonías de Mincholé, pero más que nada porque no queremos.
Aquel domingo no empecé la reseña, pero supe por qué escribir para otras personas, sobre todo para otras mujeres.
Chapeau, Teresa, qué gusto leer algo así 🙌🙌 un abrazo – Elisa 🙂
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