Creo que era Byung-Chul Han, en La desaparición de los rituales (Herder, 2020), quien comentaba que pasear era una de las pocas actividades humanas que aún no había sido mercantilizada en la sociedad; que el acto de pasear era una de las únicas actividades lentas, casi íntimas, que pervivían en el siglo XXI, ya que no tiene otra finalidad que el paseo en sí, el estar con el compañero o con nosotros mismos. Digo creo porque a uno a veces le sale el impulso proselitista y comete la valiente tontería de prestar un libro para que el otro lo lea y se ilumine con su palabra. Ocurre que todo aficionado a la lectura sabe que «presté un libro» es la forma elegante de decir que «el otro se lo ha quedado». Por eso, cuando quiero dejarle alguno a cualquier amigo, normalmente compro otro y se lo regalo. Él se ahorra el cargo de conciencia (si es que lo hay), y yo el perder poco a poco la esperanza de verlo de vuelta algún día. Además de quedar como un caballero, claro.
A veces, las menos, es cierto que ocurre el milagro. Pasa un año, dos, tres o cuatro y, de repente, cuando ya te has olvidado, el libro vuelve a tus manos. Por norma habitual, es cierto, mediante un poco sutil atraco a mano armada: el ladrón te invita a su casa, echas un vistazo a su biblioteca y, ahí está, el libro que le dejaste ¡qué cabrón! En primera fila para presumir de su hazaña. Luego empieza la discusión, que si ya para qué te lo va a devolver, con el tiempo que ha pasado, qué va, qué va, que ese no es el tuyo, «yo te lo devolví, pero me gustó tanto que lo compré igual»; igual, igual, fíjate, hasta con el mismo subrayado… pero si uno es valiente y no se amedrenta, al final el libro vuelve a casa.
El caso es que, si la reflexión no es de Byung-Chul Han, è ben trovata. El noble arte del paseo por el paseo, sin destino ni pretensiones, aunque en decadencia, aún se estila en muchas ciudades. Personalmente, tengo por costumbre ir mirando los áticos de los edificios, buscando las mejores terrazas donde imaginarme tomando el primer café de la mañana, o echándome una siesta tras el almuerzo, o un negroni una noche de verano. La obsesión llega hasta tal punto que, los que a veces me acompañan, se han puesto de acuerdo para prohibirme comentar nada al respecto y obligarme a crear un grupo de Whatsapp que se llama «Catálogo Terrazas». Así, literal. Si veo alguno interesante puedo, si acaso, sacar una foto y mandarla por el grupo, que sé que todos ellos ya han silenciado. A veces alguno me contesta: «vaya mierda» o «eres un pesado», pero sé que, muy en el fondo, todos ellos se imaginan haciendo una barbacoa en esa terraza. Que me incluyan en sus fantasías terracescas o no es algo que comentaremos en otra ocasión.
Pero dejando a un lado esta obsesión tan de pequeño-burgués, a veces es necesario salir temprano de casa para disfrutar del paseo en todo su esplendor, porque el paseo no es paseo si no hay también contemplación. Si uno madruga lo suficiente cualquier domingo, basta un vistazo a cualquier plaza equipada con estanco para apreciar el continuo gorgoteo de señores mayores que acuden a por el ABC/El Mundo/El País de rigor antes de tomarse el café y el churro en el bar de´bajo casa. Poco se habla de lo bonito que fue que durante el confinamiento los quiosqueros entraran en la lista de servicios esenciales. También están los mártires de la mañana, esos sufridos paseantes de perros (con sus caritas de resaca) que, auricular a la oreja y ruido de spotify o radio predicante, se dejan arrastrar por el cánido hacia cualquier esquina o árbol donde dejar su marca.
Según avanza la mañana, la ciudad, el barrio, como un cuerpo que se despereza de la soledad, va entrando poco a poco en calor con los primeros rayos y un murmullo creciente agita las aceras llenas de runners entrados en la treintena que se afanan en esquivar esos convoyes de señoras, capaces ellas solas de generar un atasco en la acera por que transitan que ni Filomena. Tras la misa de once llega el clímax de la mañana y en las calles cortadas al tráfico juegan niños vestidos de domingos ante ancianos sentados en bancos. Estatuas que, a pesar de la pandemia, no se resignan a quedarse en su casa. La mascarilla oculta gran parte de su cara, pero la sonrisa se dibuja en las sombras que el Sol proyecta entre las arrugas y su mirada. Rodeados de las más tierna juventud, resisten estoicos a esta pesadilla que desde hace un año ha inundado nuestras vidas y apenas nos da unos momentos de descanso.
Esta mañana paseaba por Fuencarral, altura entre Quevedo y Bilbao, y, tras un cartel institucional de estos sobre el COVID, había un grupo de cinco señoras mayores, con sus respectivos cortados a medio beber y su correspondiente mascarilla FFP50plus, riendo a carcajada limpia en la terraza de un bar; en el parque infantil de al lado, un niño de poco más de un año lanzaba una pelota entre los aplausos de varios adultos, que corrieron a consolarle cuando perdió el equilibrio y descubrió la sensación del fracaso; en un banco, a pocos metros, una pareja de adolescentes veían un vídeo en el móvil cogidos de la mano; y en la carretera cortada al tráfico, un padre agarraba a su hija para que aprendiese a montar en patines de línea.
Al final la vida siempre se abre paso.
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