Berlín, años 20. Como el día anterior, un color gris apagado y tristón desdibuja la fina línea entre las cornisas y el cielo mientras que lentamente el sol va bordeando los edificios hasta oscurecer la ciudad en su totalidad. Es entonces cuando algunas mujeres salen de los portales con abrigos de petigrís, sombrero y medias de color carne, no excesivamente tupidas, dispuestas a dejarse sorprender. Los hombres, a su vez, invaden las aceras y acuden con paso ligero y cierto entusiasmo a los cientos de locales que acaban de girar el cartel de «abierto». La jornada laboral ha terminado y solo quieren relajarse. ¡Plas! Luces. Swing. Cocaína. Alcohol. Sexo. Espectáculo. Cabaret. Jarana hasta el amanecer. «Willkommen in der stadt der sünde». O para que nos entendamos: «bienvenidos a la ciudad del pecado». Y así, con la misma contundencia que un barrido rápido por estos conceptos, uno se adentra en los felices años veinte para no recuperarse jamás de la fascinación provocada por una época de grandes contrastes.
De hecho, hace algún tiempo, en la universidad, un profesor de literatura nos preguntó a los allí presentes que, si pudiéramos elegir, a qué tiempo pasado nos gustaría regresar. Muchos de nosotros compartíamos el mismo interés por la década de los veinte. Profesor incluido. La idea de recorrer la historia por nosotros mismos nos hizo involuntariamente soñar por un momento. Ahora, un siglo después, la crisis pandémica y la llegada de los nuevos veinte han colmado los periódicos de titulares llamativos que auguran desenfreno sexual y derroche económico en los años venideros; una suerte, debo decir, que, de ser así, me haya tocado en mi –también- veintena. Berlín siempre ha destacado por sus fiestas clandestinas, la libertad sexual o el consumo de drogas. Cierta oscuridad –para muchos inventada y para otros, un placer secreto- sobrevuela la ciudad. Antes sonaba jazz, ahora música techno y largas colas se forman a la entrada del club Berghain. Pero ni en el presente ni mucho menos en el pasado es oro todo lo que reluce.
La superproducción audiovisual Babylon Berlin, con un título nada equivocado viendo la fama que destila la metrópolis, ha supuesto una exitosa representación de la convulsa República de Weimar (1918-1933) entendida a través de la jefatura de policía de la capital alemana –o babilónica- en formato de serie y con su extensa gama de claroscuros. Los protagonistas investigan casos de pornografía, asesinatos, espionaje ruso o tráfico de drogas pero no dejan de acudir a bailar a los clubes nada más caer la noche. Y entretanto, retratan las secuelas de la Gran Guerra en los excombatientes, el auge del cine expresionista o el psicoanálisis freudiano. Por otro lado, Christopher Isherwood, el escritor británico que inspiró la célebre película de Cabaret con su novela Adiós a Berlín (Acantilado, 2014), cuenta descarnadamente lo siguiente: «Durante los últimos años del conflicto bélico, desaparecieron las correas de las ventanillas de los ferrocarriles: la gente las cortaba para vender el cuero. Incluso se veían hombres y mujeres vestidos con la tapicería de los vagones. […] Todo el mundo robaba. Todo el mundo vendía lo que podía vender: incluso a sí mismos».
‘Suicidio’ de George Grosz ‘La casa de la esquina’ de Ludwig Meidner
Los locos años veinte trascurrieron frenéticos en el ahogado aire de la ciudad de Berlín. En pintura, el expresionismo alemán supo anticipar las revoluciones y la segunda gran guerra. Los artistas aprovecharon la herencia cubista para mostrar un mundo absolutamente caótico a través de la ruptura de las líneas y de la perspectiva. Dibujaron edificios que se desploman; hombres que se suicidan; mujeres que se prostituyen; niños que tienen hambre. Y ya se sabe: el führer inmediatamente los tachó de artistas degenerados, condenándolos a un largo olvido porque, en la época de entreguerras, además de reparaciones de guerra, injerencias políticas, superinflación, miseria, hambre y pobreza extrema también se le sumó el inminente alzamiento del nacionalismo que pronto sumiría al país en sus años más sombríos.
Entonces dicen también que la historia siempre se repite, aunque no siga estrictamente el mismo guion. Nosotros nos queremos hacer eco de lo siguiente. La editorial sevillana El Paseo ha publicado –rescatado, más bien- Diario de una perdida (2021) acabando así con el olvido de uno de los bestsellers que el Tercer Reich también decidió borrar de la historia. Escrito por Margarete Böhme, en 1905, cuenta las vivencias de una adolescente alemana, Thymian, que se ve envuelta en episodios de lo más sórdidos: suicidios, abortos, maltrato infantil, prostitución y una huida constante hacia ninguna parte. Una crítica a la hipócrita sociedad de principios de siglo que oprimía y marcaba cruelmente el destino de las mujeres: «Sí, a veces siento como si ahora yo fuese peor y más despreciable que antes. Entonces, cuando vine a Berlín, puse todo el empeño posible en encontrar un trabajo honrado, porque la otra vida me repugnaba, pero como no encontré nada y hay que vivir, no me quedó más remedio que echarme a la calle, lo hice con asco, como un desagradable tributo al Moloch de la subsistencia. […] La vida conduce a las personas por altibajos». De nuevo, alusiones al demonio, al pecado, al Moloch de la subsistencia.
Está claro que Alemania, por aquel entonces, era un hervidero de conflictos a punto de saltar por los aires. A nosotros solo nos queda preguntarnos por cuántas cosas han cambiado y cuántas nos quedan por cambiar. ¿Es tan diferente la situación de hoy a la de cien años atrás? La publicación de Diario de una perdida nos ayuda a salvar del silencio a muchas mujeres escritoras así como a entender por qué el siglo XX se desarrolló de tal manera; protegiéndonos, en cualquier caso, de nuestro propio futuro. Pero para adentrarnos en la década de los años veinte debemos estar prevenidos. Como dictaba la reciente exposición de expresionismo en el Museo Thyssen: «Quien no pueda intuir o soñar que no venga»; o más apropiado en esta ocasión, que no lea, porque el camino, aunque paradójicamente fascinante, es también terriblemente complejo y con frecuencia, alejado de la razón.
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