«Todas las madres del mundo
ocultan el vientre, tiemblan,
y quisieran retirarse,
a virginidades ciegas,
el origen solitario
y el pasado sin herencia».
Miguel Hernández
Pocas cosas se me ocurren tan íntimamente anudadas como la relación entre un hijo y su madre, entre una madre y su hijo. Un vínculo teñido de eternidad, inquebrantable, sucesivo y multiforme que, desde el origen de los tiempos, se ha desvelado igual de imprudente, doloroso y alejado de toda razón. Ambivalente, sí, pero complementario: «El mar tiene sed y tiene sed de ser agua la tierra» continúa el poeta y como una lengua de tierra que penetra en el agua y la abraza y la nutre y la hostiga –a veces- se forja una imagen cotidiana, nada especial aparentemente, que coge brillo cuanto más se mira y más se piensa. Como la maternidad.
Así, Todas las madres fue la conversación del mes de abril que comisarió Giselle Etcheverry para el área de Pensamiento del Centro de Cultura Contemporánea Condeduque y que contó con la presencia de Brenda Navarro –autora de Casas vacías (Sexto Piso, 2019)-, Katixa Agirre –Las madres no (Tránsito, 2019)- y Michelle Roché Rodríguez como moderadora. Un trío inteligente y sagaz que supo mantener el interés de todas las madres –y de las que no lo somos- y aliviar la búsqueda insaciable de respuestas con frecuencia silenciadas. Recogiendo la metáfora anterior: permitió mirar y pensar mucho sobre maternidad – o mejor dicho, maternidades- en un debate avivado por grandes llamas. Y es que la problemática que se presta a ello ha sido provocada principalmente por contar solo la primera parte –lo bonito, lo ideal- y dejar oculta la segunda –el cansancio, el grito del niño contra el amanecer, el insomnio o la conciliación laboral, entre otros-, pues siendo esta una cuestión que se inmiscuye en todas las esferas se ha instigado a la mujer, por los siglos de los siglos, a ser el blanco en la diana. Hasta ahora.
Entonces, si el tema a discutir fue la maternidad, con todas sus formas y reveses, la sala, como siempre que se habla de ello –explicaron- estuvo llena, en su mayoría, de mujeres. Y la pregunta evidente no tardó en aparecer: ¿acaso a los padres no les interesa hablar de sus hijos, de cómo cuidarlos, de cómo no cuidarlos? ¿Mejoraría en algo que se organizaran charlas de paternidad? Esta es «la figura del padre ausente –explicó Brenda-, ellos pueden irse y nadie les penaliza, les culpa o les incrimina». «Las madres abandonan y los hombres simplemente se divorcian» sentencia Katixa. Esclarecedor. ¿Qué papel juegan entonces los padres en el cuidado de un niño?
Dejando el quiste de la masculinidad tóxica a un lado, la conversación se encaminó hacia otras derivas más acertadas y muchos de los mitos que rodean la maternidad acabaron por ser desmontados. Por ejemplo, esa creencia de que cuando una madre tiene a su bebé, por fin, está completa y se aleja consecuentemente de sus amistades; o el error absurdo de no contemplar que las madres se equivocan, que no son perfectas y que la maternidad es un largo camino de aprendizaje que nunca llega a culminar. Los nuevos feminismos priman la deconstrucción de la propia maternidad para enfocarla y reconstruirla sobre un futuro diferente. Por eso, Brenda Navarro puso el foco en la maternidad impuesta; es decir, en todas aquellas mujeres –porque, salvo raras excepciones, siempre son mujeres- que se hacen cargo de un niño tras la muerte de su madre sin haberlo previamente decidido y, sobre todo, en los derechos de los infantes, porque tener un hijo no es capricho de los padres, sino “necesidad” –digámoslo así- del pequeño.
El jueves en Condeduque se celebró la anhelada libertad de decisión individual de tener hijos o no tenerlos sin miedo a juicios posteriores. Se abarcó el tema de la maternidad desde un punto de vista intelectual y se pensó en colectivo. Y aunque podría escribir indefinidamente sobre ello, prefiero quedarme con lo siguiente:
A mis 24 años, la maternidad es una realidad que se me antoja realmente muy lejana. Desde las primeras líneas, me asalta la duda de que, quizá, no soy quién para pronunciarme al respecto. De hecho, una amiga a quien aprecio mucho me espetó al presentarle mi interés por el tema: «¡a tu edad yo no pensaba en eso!» y acentuó mi indecisión aun más. Pero, con todo y con eso, me consuela pensar -e intuir- que mi generación y las que vienen detrás -que sí pensamos en ello- seremos un poquito más conscientes de las complicaciones, miedos y generosidades que la maternidad concede y si no conseguimos ser mejores madres -¿quién lo es?-, al menos, lo seremos sin tener que renunciar a ser mujer. Y eso, sin lugar a dudas, ya es un gran terreno conquistado.
La conversación completa aquí.
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