El Fin del Mundo acaba de llegarnos. Sí, sí, como lo oyen: «está pasando». Y está pasando, me temo, una vez más. Lo sentimos en la cola del supermercado, en las residencias, en los hoteles descascarillados y en las constantes subidas de precio del alquiler. En esta ocasión, al menos, no hemos acabado con las existencias de papel higiénico; pero sí hemos agotado las palabras. Las últimas, de hecho, obedecen a un plan, y se encuentran custodiadas por los tres últimos habitantes de la Tierra: Sara, Gabi y Rodri, tres niños a quienes sus padres, a pesar de la tragedia, dejaron advertidos: «acuérdate del plan: tenéis que contarlo todo», tal y como hicieran los mejores personajes distópicos desde que Ray Bradbury ideara el universo literario de Farenheit 451 y la resistencia se manifestara recordado los grandes libros del pasado, de memoria, evitando su pérdida y su incineración.
En Los precursores, la última obra de teatro escrita y dirigida por el maestro Luis Sorolla (Madrid, 1989), y representada en El Umbral de Primavera los pasados sábados 10, 17 y 24 de abril, la palabra y los relatos son, de nuevo, los auténticos protagonistas de la trama; y eso que, al hablar de ella, hablamos de una Historia que parece tocar fin. «Acuérdate del plan: tenéis que contarlo todo», les dijeron; pero nadie les contó que «si lo contamos, se termina», ni les hicieron cuestionarse siquiera en qué serían gastadas las últimas palabras del planeta. Es decir, cuando nos quedemos solos y sean otros los que apaguen la luz, ¿será mejor centrar el discurso en lo que ya sabemos, en lo que todos conocimos, o es mejor improvisar y edificar un futuro con nuestros propios términos, nuestras propias ideas, nuestros propios conceptos -y su consiguiente novedad-?
A este respecto, la autora chilena Nona Fernández lo tenía bastante claro, cuando, en su novela Mapocho (Editorial minúscula, 2020), decía: «Fausto piensa que la Historia es literatura. De otra manera él jamás se habría acercado a ella. La Historia, cree él, se inventa a partir de las palabras como un verdadero acto de ilusionismo (…). La magia de la creación se resume a una palabra». Efectivamente: si «algo» tiene una palabra que lo defina, existe. Si no, si no se puede contar, no es «algo»; es, más bien, «nada», ¿no?. Y cuando se cuenta, por fin, se acaba.
Sobre esta clase de aparentes incongruencias, Wislawa Szymborska tiene un poema titulado ‘Las tres palabras más extrañas’ en el que escribe lo siguiente: «Cuando pronuncio la palabra Futuro, / la primera sílaba pertenece al pasado. / Cuando pronuncio la palabra Silencio, / lo destruyo. / Cuando pronuncio la palabra Nada, / creo algo que no cabe en ninguna / no-existencia». Y es entre el Futuro, el Silencio y la Nada, precisamente, donde se mueven Gabi, Rodri y Sara; quienes, muy acertadamente, deciden probar a callarse y escuchar a los demás -y escucharse a sí mismos- antes de volver a decir nada.
Al final de la pieza, y al igual que sucedía en las páginas finales de Mapocho, se plantea una curiosa disyuntiva: ¿qué sucederá cuando se nos acaben las sílabas, las letras, los fonemas? Y, como si hubiesen leído a Nona Fernández en su momento, los personajes llegan a una conclusión muy similar a la que ella misma proponía: «lo último podría ser una palabra: fin. Terminar el relato con ese monosílabo. Presionar el labio con los dientes superiores y entonces dejar que el sonido surja claro para dar curso a lo definitivo. Fin. Quizás basta enunciarlo para que todo acabe». O para que, al menos, todo vuelva a comenzar: de nuevo, de buenas, del modo más espontáneo y natural posible. Porque, en efecto, «lo último podría ser una palabra», pero, ¿qué me dirían ustedes si, en vez de «fin», esa palabra fuese «continuará…»?
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