La vida es como un código binario: en ella, los ceros cuentan más de lo que piensas; sobre todo su colocación. Al fin y al cabo, no es lo mismo ser un cero absoluto que un cero a la izquierda, ¿no? Y a pesar de que los dos impliquen frío, cada cual a su manera, no suele correspondernos a nosotros su elección.
En el fondo, los ceros empiezan a importar cuando escasean, cuando se borran de la libreta de ahorros y, más que liberar, rodean, limitan, cercan. Hoy, cualquiera «tiene el dinero y el tiempo de su lado», como le ocurría a la Señora de la casa en El tercer sector, de Dea Loher; pero casi siempre dura poco, muchísimo menos de lo que uno quisiera, y nadie sabe «qué coño» hace el resto -o la Señora, en este caso- para retenerlo sin piedad. «¿Lo lleva al banco, lo esconde debajo de la cama o en el fondo del armario, o se lo comerá a escondidas?». Ni idea, pero lo que está clarísimo es que no lo comparte ni con sus criadas ni con su chófer ni con su marido ni con su asistenta personal.
Ya lo predijo Jean Genet a mitad del siglo XX: «la señora se sentía protegida por sus barricadas de flores. Salvada por un destino excepcional, por el sacrificio. Pero no contaba con la rebelión de las criadas. Mire cómo se acerca, señora. Va a arrancar y a desinflar su aventura». Y eso es, precisamente, lo que ocurre en El tercer sector, la obra de Loher rescatada por el actor, dramaturgo y director Dyron Triay y la productora Generación Limbo, representada desde el pasado mes de mayo -y prorrogada todos los jueves de junio, gracias a su éxito- en El Umbral de Primavera.
Como tal, la versión dramática de Triay se erige como una de las más dignas herederas de una tradición literaria que lleva décadas colocando al servicio doméstico en el centro de la palestra, y que, casi sin quererlo, empodera a toda una clase social. ¿De qué manera? Pues de la misma que planteaba la profesora Eva María Flores Ruiz en su artículo Criadas en la novela realista canónica, entre el desamparo y la astucia. Es decir, dejando claro en todo momento que «las sirvientas adquieren un protagonismo esencial», y que «se mueven, por lo general, entre la pasiva aceptación de su suerte y los peligros de su oficio, y la viveza de saber rentabilizar esa suerte y esos peligros». Así es, al menos, el modo en que discurren los papeles de Anna, Martha, Xana y Meier Ludwig, protagonistas todos de El tercer sector: sacándole rentabilidad a la catástrofe, intentando colocarle un par de ceros a su dilatada -y patética- experiencia laboral. Sin embargo, nada es lo que parece, y, por mucho que lo intentan, lo peor de cada empleo termina emergiendo, sobre todo cuando se hace plausible la necesidad de cobrar.
En este mundo, pocas cosas escapan ya a la lógica del dinero. Y, tal y como narra Anna -la costurera- en una anécdota, todo se debe a que quien no trabaja es quien normalmente termina estableciendo los sueldos de los demás; sin saber lo que cuestan, sin saber que no todo en esta vida tiene por qué tener un precio. La anécdota referida es, de hecho, la siguiente: «Un camarero en blanco y negro está caminando por la calle. Es el camarero que ha estado esperando la pregunta correcta durante tanto tiempo. “Detente”, dijo mi padre, “¿a dónde vas?” El camarero: “mi día libre”. Mi padre me miró fijamente, e inmediatamente me tuerzo el tobillo con mis nuevos zapatos de tacón alto y caigo en el pavimento. El camarero me ayuda a levantarme, justo a tiempo, antes de que mi vestido se rasgue en la cintura y el interior de mi cara se queme. Mi padre está agradecido, “y qué quiere a cambio, si puedo preguntar”. Y el camarero hace un gesto con los dedos, pero mi padre no entiende, cómo saber cuántos ceros hay que añadir». En ocasiones, evidentemente, hasta el cero es imperfecto; y el vacío coexiste con las decenas, las milésimas y hasta con las centenas de millar.
Acto seguido, «el chico se ríe, por primera vez, asiente con la cabeza, “pregunta graciosa”, y dibuja un número con el dedo en el polvoriento capó de un coche en el lado de la carretera. Mi padre mira el número, inclinado sobre el coche al mismo tiempo que el camarero, como si miraran un cochecito de niño. Y levanta la cabeza, sorprendido. “Oh, bueno, no cero”. Mudo ante tanta pobreza, mi padre sonríe, con la cabeza inclinada hacia un lado. El chico lo mira con simpatía y franqueza. La mano de mi padre tiene un billete. Esperaremos un poco más. El chico me sonríe, su mirada se desliza por mi vestido hacia mis zapatos nuevos. Levanta la mano, que permanece en el aire, brevemente, antes de agarrar el billete con un gesto rápido. Luego mira a mi padre, sus ojos negros brillan con desprecio, y al salir grita: “esta noche hay jamón ahumado y pan blanco, jamón ahumado y pan blanco”. Casi ha desaparecido. Yo me despido a su vez: “pero esa no es razón para matar al burro, ¿verdad?”. No hay respuesta. “Y qué hacemos ahora”, lloré. “¿Y ahora qué hacemos? ¿Alcanzarlo?”, dice mi padre. “Haz lo que diga”. Eso es lo que siempre he hecho».
¿Se acuerdan ustedes de aquel dicho que afirmaba que una persona rica no era quien más tenía sino quien menos necesitaba? Pues olvídense ya: en la necesidad descansa la pobreza, y no habrá manera de sobreponerse si no empezamos a organizarnos y a rentabilizar: nuestros peligros, nuestra clase, nuestras precariedades, nuestra dignidad. Sin duda, Dea Loher hubiera estado de acuerdo con una «rebelión de las criadas», así que ya saben: vayan todos a El Umbral de Primavera alguno de estos jueves, a ver la versión de El tercer sector de Dyron Triay, y desmárquense del cero para siempre (al menos en lo laboral).
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