«Es tanto más sencillo de ver lo que no está que dejar de ver lo que sí está»
Rodrigo Fresán
Contaba Rulfo en una de las magníficas entrevistas de Joaquín Soler Serrano en Hasta el fondo que una revista literaria quería hacer un número especial dedicado a El llano en llamas. Cuando a Rulfo le propusieron fotografiar la región y a sus habitantes, el escritor mexicano se sorprendió: «Cualquier persona que tratara de encontrar esos paisajes, el origen de las descripciones, no las encontrará. Los personajes no tienen rostros, la gente es corriente, como en todas partes. No había nada especial». Así, por tanto, el autor que escribió una novela (Pedro Páramo), un libro de cuentos (El llano en llamas) y una adaptación cinematográfica (El gallo de oro) encorsetó su obra en lugares imaginarios, inexistentes pero reconocibles por su alma. Su Comala no fue la primera población ficticia ni la última. Fue el punto intermedio de una tradición iniciada en Yokhnapatawpha por Faulkner, trasladada con Onetti a Santa María y extendida por Rulfo en Comala y por García Márquez en Macondo. Bolaño le dio una vuelta a los lugares míticos. Situó Los detectives salvajes en los desiertos de Sonora, un lugar real pero en el que él no había estado. Nunca pisó ese territorio, pero el estudio de un atlas de la zona y su imaginación le sirvieron para ambientar una de sus novelas más extensas. De Yokhnapatawpha a Sonora, del norte al centro de América, pasando antes por el Sur, trazamos un recorrido imaginario por los lugares más icónicos de la literatura.
Yoknapatawpha
«Superficie, 2.400 millas cuadradas. Población: blancos, 6.928; negros, 9.313. William Faulkner, único dueño y propietario». Con unas notas que desglosan sus puntos con las historias de Jason Compson, Bayard Sartoris y compañía, en ¡Absalón, Absalón! (1936) aparece el mapa de Yoknapatawpha. El condado ficticio situado al noroeste de Mississipi -lugar de origen de Faulkner- estaba acotado al norte por el río Tallahatcihe y al sur por el río Yoknapatawpha. Con capital en la también ficticia Jefferson, su nombre se lo debe a las palabras yocona y petopha, de la tribu cichasaw, que en su unión se traducen como ‘Tierra Dividida’, un adjetivo que iba a ayudar a calificar la novela. «Dividida entre el realismo y la pesadilla de lo nunca ocurrido, entre la autobiografía y lo fantástico, entre sucesos y espectros», advertía Juan Tebar en una crítica de 1979 en El País.
Aunque es en 1936 cuando conocemos Yoknapatawpha con detalle, la primera aparición del condado -y por tanto de esta ruta de lugares ficticios- es en 1929. Sartoris, la tercera novela de Faulkner, marca oficialmente el inicio de Yoknapatawpha. «No se escapa al Sur, uno no se cura de pasado», decía uno de los personajes de El ruido y la furia. Y así fue, porque ni el propio Faulkner pudo escapar de ese imaginario condado sureño, presente en más de una decena de sus novelas, adornado de un poder simbólico que permitió al ganador del Nobel en 1949 recrear la vida del sur de Estados Unidos. Ficción para plasmar la realidad.
¿Por qué Faulkner tuvo tanta influencia en los autores latinoamericanos? ¿Por qué Yoknapatawpha deviene en Santa María, Comala y Macondo? Las herencias de la literatura son impredecibles, más en el caso de Faulkner, que no solo influyó en Onetti, Rulfo o García Márquez -también en Juan Benet, Vargas Llosa, Juan José Saer– ni siquiera solo en autores latinoamericanos. Si bien Faulkner sentó las bases de un condado ficticio que coge forma en varias entregas, su legado no se limita a la creación de ese territorio propio. Otros aspectos temáticos y también técnicos -monólogo interior, distintas perspectivas, flashbacks y flashforwards– sirvieron de inspiración a la literatura mundial. Los autores sudamericanos recibieron con los brazos abiertos esta herencia y se centraron en esa Yoknapatawpha que, en función de las filias y las fobias de cada autor, tantos nombres, rostros y peculiaridades tomaría.
Mapa de Yoknapatawpha en la portada de ‘¡Absalón, Absalón!’ (Verticales, 2011). William Faulkner (1897-1962).
Santa María
La influencia de Faulkner sumada al existencialismo inherente a Juan Carlos Onetti provocó que el escritor uruguayo sitiara sus novelas en la angustiosa y asfixiante Santa María. Entre los años 1950 y 1964 publicó su trilogía de Santa María –La vida breve, El astillero y Juntacadáveres-, tres historias cerradas e independientes por sí mismas pero a la vez unidas por unos personajes que se van intercambiando importancia, siempre en el mundo ficticio de un indeterminado territorio rioplatense. Es en la realista La vida breve, con la bipolaridad de José María Braussen, cuando asistimos a la fundación de Santa María, emplazamiento en el que la sordidez está presente durante toda la saga. En la inventada geografía habitan todos sus personajes y una atmósfera imbuida por la soledad y aderezada por temas como la prostitución, la rutina y el dinero. Desde Un sueño realizado (1941), Onetti da pinceladas de su ciudad mítica; y lo hace hasta Dejemos hablar al viento (1979), cuando el territorio arde. Un mundo imaginario con principio y final habitado por problemas mundanos que nunca tienen solución. «Onetti narra un mundo real y otro imaginario como refugio o escapatoria para quienes sientan que la vida se les ha vuelto invivible, para quienes no quieren caer en el suicidio», apunta Vargas Llosa en la contraportada de Juntacadáveres; y nosotros no podemos hacer otra cosa que darle la razón.
Portada del documental ‘Jamás leí a Onetti’, de Pablo Dotta, con el mapa de Santa María al detalle. Juan Carlos Onetti en el programa ‘A fondo’.
Comala
Si entre Yoknapatawpha y Santa María hubo más años y entre Faulkner y Onetti más kilómetros, no sucede lo mismo con el escritor uruguayo y Juan Rulfo. El mexicano creó su Comala solo tres años después de que Onetti iniciara la trilogía de Santa María. Unidos por su hermetismo, compartían palabras y sobre todo silencio cuando se encontraban en eventos literarios: «Yo quiero mucho a Juan. Cuando me encuentro con él, que suele ser en congresos, nos decimos: ‘¿Qué tal estás tú, Juan?’, y él me dice: ‘¿Qué tal estás tú, Juan?’, y él se sienta con su Coca-Cola y yo con mi whisky y pasamos horas sin decirnos nada», explicaba el propio Onetti.
Quién sabe si entre esos silencios se intercalaron palabras sobre Santa María o Comala, ese icónico lugar en el que se desarrolla Pedro Páramo (1955). «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo», reza uno de los mejores inicios de la historia de la literatura. El nacimiento, sin embargo, conviene situarlo en 1953, fecha que corresponde a la publicación de El llano en llamas, libro de cuentos en los que aparece la tenebrosa Comala por primera vez. «He tenido que revivirlos de alguna forma, imaginándolos como yo quería que fueran», decía el propio Rulfo. Lo que imaginó y creó fue una atmósfera macabra que rodea esa novela que el escritor mexicano dijo que se necesitaba leer tres veces para entenderla. Una inmensa llanura en la que Rulfo nos enseñó cómo los muertos también viven, cómo la gente solitaria crece en compañía. En Comala nunca llueve y sus valles calcinados separan inalcanzables montañas. Muchos tratan de situarla en Apulco, una pequeña localidad de Jalisco en la que nació Juan Rulfo; pero ya advirtió el también fotógrafo que cualquier intento de traspasar Comala a la realidad sería en vano. Solo el apellido de Pedro Páramo nos da pistas sobre un terreno «yermo, desabrigado y raso», un mundo habitado por los recuerdos, por un pasado que se disfraza de presente para narrar un mundo tétrico, con sus protagonistas frente al espejo del ayer contados por el hoy.

Macondo
De Yoknapatawpha a Santa María por influencia, de Santa María a Comala por contacto, y de Comala a Macondo por una mezcla de ambas. «La obra de Juan Rulfo me dio, por fin, el camino que buscaba para continuar mis libros», declaró García Márquez en cierta ocasión. Cinco años después del nacimiento de Santa María, y dos del de Comala, se creó Macondo. Es en 1955, en La hojarasca, cuando García Márquez nombra por primera vez a su ciudad ficticia con el auge del banano y un momento boyante para la economía local. Pero no es hasta doce años después cuando el ganador del Premio Nobel de Literatura narraría la fundación, el crecimiento y la desaparición, en la séptima generación, del último Buendía y, por ende, del Macondo original. Fue el propio García Márquez quien dijo que «Macondo no es tanto un lugar como un estado de ánimo». Quizás por eso la funda sin querer, disimuladamente, como si un día los Buendía se hubieran levantado con el pie izquierdo: «Atravesaron la sierra buscando una salida al mar, y al cabo de 26 meses desistieron de la empresa y fundaron Macondo para no tener que emprender el camino de regreso». Incluso amenazó con apartar a los Buendía de Macondo («Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra»), pero finalmente esa ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo con la que había soñado José Arcadio Buendía se convirtió en el hogar definitivo de toda la novela.
No es casualidad que García Márquez hiciera soñar al patriarca de los Buendía con Macondo, la verdad. El escritor y periodista colombiano cuenta en su autobiografía cómo en un viaje en tren con su madre recuerda una estación sin ciudad, y poco después vería una sola plantación de banano en toda la ruta, con un nombre escrito en la puerta: Macondo. «Esta palabra ha atraído mi atención desde los primeros viajes que había hecho con mi abuelo, pero solo he descubierto como un adulto que me gustaba su resonancia poética», cuenta el autor de Los funerales de la Mamá Grande (1962) y Crónica de una muerte anunciada (1981), obras en las que también aparece esta ciudad.
Aunque el mítico inicio de Cien años de soledad recuerda a las gloriosas primeras líneas de Pedro Páramo, Macondo no esconde fantasmas sino realidades como la Santa María de Onetti. Mientras descubrimos que en Macondo no llueve durante largos periodos de tiempo y que sus habitantes pasan meses sin dormir hasta perder la memoria, García Márquez retrata de soslayo Colombia, el Caribe y América Latina, en una práctica con claros tintes periodísticos.
Portada de ‘La hojarasca’, de Gabriel García Márquez. Portada de ‘Cien años de soledad’, de Gabriel García Márquez.
Sonora
Hay un desierto que no encontró su oasis hasta que apareció Roberto Bolaño. Él creó, como dicen en las películas, ficción basada en hechos reales. El escritor chileno situó parte de sus dos mejores novelas en el desierto de Sonora y en Santa Tersa, inspirada esta última en Ciudad Juárez. La tercera parte de Los detectives salvajes (1998) y la póstuma 2666 (2004) habitan en un territorio inventado pero real. Doble tirabuzón. En la magnífica revista Los desiertos de Sonora, editada por Altaïr Magazine, las voces de Juan Villoro, Paty Godoy y Bruno Montané nos dejan muy claro que Bolaño jamás estuvo en Sonora, pero se las apañó para dar la impresión de que sí. Es en el padre de Bruno Montané -Felipe Müller en Los detectives salvajes-, Julio Montané, creador del Atlas de Sonora, donde Bolaño encuentra su hilo de realidad a partir del que imaginar su propio desierto. Así lo explica el propio Montané senior en la revista de Altaïr: «Bolaño jamás estuvo en Sonora ni en Chihuahua, donde se halla Ciudad Juárez, el enigmático y terrorífico trasunto de Santa Teresa epicentro de gran parte de la acción de La parte de los crímenes del ciclo novelístico titulado 2666. No obstante, es difícil decir que Bolaño padeció de un breve y genial síndrome de Karl May (el escritor alemán que escribió novelas inspiradas en el Far West norteamericano sin jamás haber salido de Alemania). En Bolaño, existen claros indicios de sus procedimientos instintivos y documental a la hora de configurar un espacio literario. A su modo, la contemplación y estudio del Atlas, realizada con una mirada insistente y minuciosa, consigue expandir el territorio narrativo en tanto que a través de esta se ponen en cuestión los límites entre la documentación, la ficción, la tan sobada autoficción…».
Bolaño se apoyó en una base real no para luego mentir, sino para inventar un nuevo mundo al alcance de muy pocos. Precisó de las fronteras de un desierto para rellenarlo de su imaginación, una práctica que cultivó durante toda su literatura. El autor, entre muchas otras, de La literatura nazi en América y El Tercer Reich, hizo bueno el dicho de que la de escritor es la profesión más sedentaria y nómada al mismo tiempo. «Bolaño no necesitaba conocer los lugares para escribir de forma verosímil de ellos. Pero lo significativo no es tanto que esté bien calculada la distancia entre un sitio y otro, o que las plantas crezcan ahí sean auténticamente las de ese lugar, sino esa sensación torrencial de verosimilitud», asienta Villoro. Poco más se puede añadir sobre Bolaño.
Un periodista hubiera estado obligado a palpar ese territorio del que hablaba Bolaño, pero a él, como a Faulkner, Onetti, Rulfo y García Márquez, le bastaba un chispazo de realidad como punto de partida para echar a volar su imaginación. Son lugares basados en hechos reales pero, por suerte, no son hechos reales. Fue Rulfo el que le dijo a Soler Serrano que al escritor hay que dejarle el mundo de los sueños porque no puede tomar el mundo de la realidad. Los sueños habitan en Yokhnapatawpha, Santa María, Comala, Macondo y Sonora.

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