Cuando los campos de cereal se tornan amarillos y aparecen en el aire los vencejos, la música de los días comienza a dejar atrás el gris de la lana. El verano nos transporta al Mediterráneo de Serrat y las playas inundan las redes sociales. Trabajamos once meses con la mirada clavada en quince días que nuestro jefe nos sella en un correo electrónico y, a pesar de ello, llenamos el maletero con la infinita sensación de libertad. Como un gato callejero que encuentra las sobras de un banquete de boda, intentamos exprimir cada jornada vacacional sin mirar las manillas del reloj y grabando en la pared una nueva muesca perdida. Después de ese breve suspiro aparecemos puntuales en la oficina quemados por el sol, con algún artilugio comprado en el paseo marítimo y revisando las próximas fechas rojas del calendario. En los cinco minutos que pasamos sentados en la taza del baño volvemos a las fotos del teléfono móvil y odiamos las caras televisivas que continúan la fiesta en yates o chiringuitos exclusivos. Como si una losa de alquitrán nos cayera encima del teclado, asumimos con café de máquina que «sólo» quedan once nuevos meses para otra oportunidad. Somos presidiarios de la cadena de adultos que llevamos al cuello desde que terminamos la facultad o firmamos un contrato.
En esos instantes en que las tripas se retuercen la memoria nos dice que lejos de las piscinas de hotel y los cócteles azucarados hubo un verano que vivimos. Los que tenemos piel de viña y raíces de secano hemos pasado la tarde en poyetes regados por cubos de metal que la abuela sacaba del patio después de la faena. Preparaba así el terreno para, una vez que el sol se metiera entre los tejados, agarrar la silla de mimbre, la bolsa de pipas y salir al corro de las vecinas. La verdadera inmensidad se producía cuando los ojos de los padres aceptaban la cuartilla de las notas y se vaciaba la mochila de libros para ocuparla de toalla, bocadillo y baraja. A golpe de pedal de una bicicleta heredada recorríamos los caminos buscando cualquier alberca de agua verdosa donde el hortelano nos permitiera pasar. Sin pudor nos deshacíamos de la ropa para quitarnos el calor mientras el dueño nos miraba dándose un descanso con el sombrero de paja desecho por el sudor.
El pueblo se convertía en un universo encalado con cortinas de rayas regentadas por mujeres de cabello corto y vestido floral. Bajo las guirnaldas de las fiestas de barrio se regaban el gaznate los obreros mientras a pedradas se rompían las farolas para dejar sin testigo los primeros y furtivos besos. En los patios interiores de azulejos el ruido de las máquinas de coser o la madera del encaje de bolillos se fundían con el canto de los canarios esperando la llegada de la cena. A la mañana siguiente aparecía de nuevo el dulzor del aburrimiento que nos empujaba a salir a buscar los rostros que ahora sólo recordamos tras notificación de Facebook. Las fuentes de las plazas se cubrían de color por la boquilla de globos reventados y las tiendas sacaban al escaparate el cartón de los helados a cincuenta pesetas.
Ahora que se acercan los quince días efímeros observo desde la ventana a los vencejos y su vuelo agitado por encima de nuestras cabezas absurdas que creen dominarlo todo. Admiro a las lagartijas que corretean por la fachada blanca de la casa del pueblo y añoro un remojo en la azotea con la manguera de regar las plantas. Pero la vida maneja con maestría un extraño artificio que es el de amar lo que has perdido. Cuando la adolescencia te permitía soñar durante horas tumbado en la hierba del parque envidiabas a los que se despedían destino Benidorm con la maleta a punto de reventar. No eras capaz de mirar el rayo de sol que caía por entre las hojas o el paso lento de un escarabajo. Con recelo le dabas la vuelta al forro del bolsillo sin ser consciente que una tarde de paz no cabe en una billetera.
Comienzo a entender a Jep Gambardella, que al final de la película y sentado en la cubierta del barco, fuma tranquilo enfundado en su traje mientras observa con nostalgia la cala desierta donde descubrió el amor. Con los ojos cerrados vuelve a ese joven perdido para siempre que ve cómo ella, que acaba de mostrarle sus senos, se aleja despacio por una escalera de piedra hacia la oscuridad de la noche. «Es sólo un truco», susurra para sí mismo.
Una buena referencia a la infancia de los pueblos manchegos de finales de los años noventa.
Veo el reflejo de mi infancia en las palabras, junto con la nostalgia y cariño que transmite el texto.
Enhorabuena Manuel. Te sigues superando.
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