Una de las historias más tiernas e hilarantes sobre pintura y representación la encontramos —¿quién lo iba a decir?— en la Historia natural de Plinio el Viejo. En ella se narra el encuentro (al que hoy seguramente atribuiríamos la etiqueta de leyenda urbana) entre dos pintores griegos, Zeuxis y Parrasio, considerados ambos grandes maestros de su oficio. Para determinar quién de los dos sabía engañar al ojo mejor, convocaron un certamen y se pusieron manos a la obra. Zeuxis se decantó por un bodegón de uvas, dándoles un aspecto tan real y apetitoso que enseguida se acercó una bandada de pájaros para darles picotazos. Espoleado por este éxito, se vino arriba y le dijo a Parrasio que levantara el telón que cubría su obra para poder verla de cerca. Parrasio se rio, y, de pronto, Zeuxis entendió que el rival le había ganado, que había caído en la misma trampa —en el mismo trampantojo— que los pajaritos hambrientos. No había obra detrás del telón: el telón era la obra.
Esta temprana escena parece sugerir, de buenas a primeras, que el pináculo del arte realista se alcanza en la máxima expresión de verosimilitud, en un trompe l’œil tan logrado que es capaz de engañar no sólo al ojo de un pájaro, sino también al ojo de un artista. El mismo Zeuxis admite, sin embargo, que hay una diferencia cualitativa entre esos dos ojos; reconoce que la hazaña de su rival es mucho mayor y acepta su derrota sin resentimiento. Crear la ilusión perfecta, entonces, parece que tiene menos que ver con cuestiones de maestría técnica, y más con reconocer que hay distintos modos de ver: ya la imagen de Zeuxis es capaz de crear una espejismo tan verosímil que al menos unos pobres pajaritos confundieron la mera representación con the real thing. Parrasio, sin embargo, da un paso más allá, invirtiendo el proceso: no sólo demuestra su habilidad técnica, sino que manipula, juega con las expectativas del observador. Con Zeuxis, la ilusión resiste en una pintura tan perfecta y convincente, condensada metafísicamente, que —casi, casi— se convierte en el objeto que retrata; con Parrasio, sin embargo, pierde toda sustancia, se convierte en un ligero velo que nos invita a pensar que la ‘cosa-en-sí’ nos aguarda detrás de él, mientras que, en realidad, no hay nada. What you see is what you get.
La fábula del certamen de los dos pintores recoge así, de manera acrisolada, una de las dinámicas principales que ha informado de siempre la pintura representativa, realista: la tensión entre mostrar y encubrir, entre insinuar y explicitar, entre esconder y presentar. Los primeros atisbos de esta tensión entre lo pintado y lo no-pintado se manifiestan, invariablemente, en elecciones tan básicas como motivos, personajes y perspectivas (es imposible ‘pintarlo todo’; con cada elemento, cada variable, cada perspectiva que se selecciona, se descartan otras tantas, aunque los cubistas sí que tuvieron mucho éxito con su genial idea de combinar en un plano pictórico diferentes ángulos sobre el mismo objeto pintado). Son más sugerentes, no obstante, los avatares de esta tensión entre enseñar y esconder que se aproximan a cuestiones de lo admisible, lo expresable y lo cognoscible, tanto al interior de los confines de las características sociales y culturales de un momento histórico, como en un sentido más general. Hasta la cortina del amigo Parrasio tuvo su momento de gloria, convertida en uno de los motivos más cautivadores del Barroco neerlandés: como elemento incorporado en el mundo pictórico (el filólogo que llevo dentro quiere llamarlo ‘diegético’, pero no tengo muy claro si eso es de rigor hablando de un cuadro…), magníficamente escenificado, por ejemplo, en ese retrato de una joven acostada de la mano de Rembrandt (c. 1645-1646), pero también —y mucho más meta— en la mejor tradición parrasiana, como elemento que sobresale del plano pictórico, como trampantojo que encubre algo de lo que sabemos que ni siquiera existe, y que no obstante no deja de fascinarnos (uno de los ejemplo más bellos es sin duda esta pintura (1655) de Nicolaes Maes que nos muestra una pícara criada espiando a su muy enfadada señora, que le está cantando las cuarenta a alguien del que nunca sabremos quién es).

Mucho preámbulo histórico, me temo, para un tema de radical actualidad: Antonio López colocándose en la Puerta del Sol para pintarla, una vez más, plein air; un suceso que ha provocado un eco en prácticamente todos los diarios españoles (eso es lo que en alemán llamamos Sommerloch, ‘agujero de verano’, ese tiempo dilatado y relajado de los meses estivales en los que ocurre tan poco que hasta las noticias más pequeñas se reciben con gratitud). En el primer momento, no le atribuí gran importancia a la cosa, pero cuando resultó —¡sacrilegio!— que unos policías, claramente poco formados en pintura contemporánea española, le pidieron los papeles al maestro realista, confundiéndole con «un pintor callejero» (cualquier persona pintando en la calle, ¿no se convierte automáticamente en un pintor callejero?, ¿ahora hay que tener permiso para pintar en la calle?, ¿Antonio López no es un pintor callejero, visto que ha pintado tantas calles?, ¿desde cuando hay una art police dando vueltas por Madrid? Ya veis, no tengo más que preguntas), me di cuenta de que ahí había más chicha de lo que pensaba.
López cultiva su propia marca de realismo, al que algunos gustan de añadirle el prefijo de ‘híper’ para resaltar su gran atención a los detalles, sus esmeradas escenas ‘de alta resolución’, aunque a mí esa distinción me ha parecido siempre un poco ociosa y confusa. No soy el único, por cierto, con un poquito de cacao conceptual en la cabeza; me informa historia-arte.com, por ejemplo, que la obra de López cuenta con un «exquisito detallismo fotográfico» (conseguido a pesar de que el manchego, «al contrario que la mayoría de hiperrealistas, no utiliza fotografías») que resulta en un hiperrealismo «ortodoxo» y en una «precisión casi fotográfica, pero sin llegar a la frialdad fotorrealista». Ajá. Con semejante fundamento técnico y estilístico para su creación, parece que López se sitúa, definitivamente, en lado de Zeuxis, y con ello —eso le da un gran toque de ternura— en el de los que, ya en tiempos de Plinio, perdían contra pintores de cortinas. En el caso del maestro de Tomelloso, la tensión entre lo pintado y lo no-pintado, entre presencia y ausencia pictóricas se resuelve, entonces, hacia lo primero: siguiendo la estela del griego derrotado, se empeña en crear representaciones tan fidedignas —del todo ‘llenas’— de los recortes de realidad que selecciona que, si las hubiera visto algún intrépido gorrión, seguro que le habría encantado sobrevolar esos techos bañados de luz.

Con la cabriola de su retrato de la familia real, en cambio, López se convirtió en una suerte de pseudo-Parrasio: durante veinte años (hay que saborear este número: más de mil semanas, unos 7305 días… ¡fabuloso!) lo tuvo detrás del metafórico telón creando expectativas, y cuando por fin lo destapó, ya eran tantas que no pudo sino provocar un tibio meh. (No me cabe la menor duda de que, en aquella realidad alternativa en la que la cortina de Parrasio no era más que una cortina al uso, en el momento de la verdad reveló un gurruño tremendo, y el concurso entre los dos se decidió en favor del pobre Zeuxis.) Habría sido casi mejor, digo yo, que lo hubiera resuelto al estilo de Hans Christian Andersen: ir acumulando ganas de verlo, anunciar la revelación de la gran obra a bombo y platillo, levantar el telón —en perfecta culminación de la lógica establecida por el pintor griego— para presentar la nada absoluta y desnuda, y después intentar salirse con la suya, alegando que se trataba de una obra tan sublime, tan exquisita que sólo los más refinados y entendidos la podían ver. Todo eso en absoluto hubiera sido, por cierto, ningún ardid escandinavo, no, no, sino un perfecto ejemplo de picaresca española, puesto que la inspiración última del cuento de Andersen la encontramos en la historia XXXII del Conde de Lucanor. La cosa se habría quedado en casa, pues.
Y cuando encima me dicen que el proceso de López es agonizantemente lento (véase el retrato real), lo que indubitablemente debe ser indicio de la gran complejidad de su mente y de la increíblemente esmerada técnica que emplea, me dan ganas de contestar: «¿Y tú qué sabes? Igual simplemente nació con dos manos izquierdas —cosa que a mí, en alemán, me han dicho más de una vez— y por eso tarda tanto». No lo digo para burlarme de su criterio y su destreza como pintor (que los tiene, y bastante); pero sí que creo que establecimos hace siglos ya que el tiempo empleado en la creación de una obra de arte no debe tener importancia alguna, sobre todo porque —o eso intuyo— no hay manera fiable de contabilizarlo. Piero Manzoni cagaba en latas y luego las vendía. Doesn’t get much easier than that.
Es más: una amiga rusa muy querida me habló el otro día de su madre artista, una señora (eso ha quedado claro) de gran criterio y perspicacia, autora de la siguiente sentencia demoledora: «La peor obra de arte es la que huele a sudor». Sabemos muy bien que Mozart era un currante como ningún otro, pero supo cultivar una imagen diametralmente opuesta a eso: la del Wunderkind, del creador maravilloso, inspirado por la leve brisa que es el aliento de dios. Creo que, como tarde a partir de ese momento, nuestro modo predilecto de creación artística ha sido, y sigue siendo, el mozartiano: queremos obras complejas y elaboradas, sin duda fruto de un arduo y laborioso proceso, pero las queremos con aspecto de ligereza, con el dulce engaño de pensar que se hicieron en un golpe de genio (y no a lo largo de semanas o meses encerrado en un estudio o una biblioteca). Sólo el sudor fresco es el que no huele.
Pero a pesar de todo lo anterior —y aunque su nueva escapada a la Puerta de Sol no deja de ser un perfecto ejemplo de la ‘espectacularización’ de todo de la que nos habló, hace tiempo ya, Guy Debord— algo de tierno y de triste hay en ese desencuentro entre el pintor español vivo más cotizado y los policías ignorantes de su condición, algo que me hizo pensar que tal vez mi escaso amor por la pintura ‘hiperrealista’ es un pelín injusto. Un arte que tiene tanto éxito, que le gusta a tanta gente, algo de profundo debe de tener, ¿no? Quizá la magia de ese tan peculiar tipo de pintura realista reside precisamente en saber que no aspira a más que a reproducir de manera fehaciente (con unos mínimos embellecimientos artísticos, retratando su objeto desde el lado favorecedor, por así decir) un instante pasado, un recuerdo particular. El ingenioso lema que Frank Stella empleó para ofrecernos una descripción inmejorable del arte minimalista norteamericano —what you see is what you see— ciertamente se deja aplicar también a la pintura ‘hiperrealista’. Así, si uno quiere, incluso les puede encontrar una mayor libertad interpretativa a esos paisajes urbanos congelados en el tiempo. Hace ya siglo y medio, el impresionismo buscó desmarcarse de las escuelas de pintura precedentes, otorgándole mayor importancia a la atmósfera de una imagen, a su Stimmung, y preocupándose menos por una representación verosímil y exacta. Fue un gran avance en su día, pero ese desarrollo también llevó consigo una suerte de ‘pre-interpretación’ por parte del artista. Era el creador de una imagen, a fin de cuentas, quien fijaba esa Stimmung, quien daba ya las primeras pistas sobre cómo ‘leerla’. El hiperrealismo, por el contrario, te presenta una imagen sin florituras, y todo el resto lo pones tú. Ya sabes: sólo es lo que ves.
*Ilustración de cabecera realizada por la magnífica Alexandra Semenova.
0 comments on “El pintor y la cortina: Antonio López en la Puerta del Sol”