Los veintisiete es la edad en la que uno empieza a asumir que sus posibilidades de ser rentista y dedicarse a la vida contemplativa por el resto de sus días son más bien escasas. No solo eso, sino que es la edad en la que uno asume (si se tiene la suerte de no hacerlo antes) que la sociedad está realmente harta de mantenerlo y debe empezar a producir para ella. En consecuencia, a partir de cierta edad, y hasta que llega a la bendita jubilación (si llega), uno ve cómo el ocio se reduce de forma drástica para dedicársela al trabajo o negocio (nec-otium, no ocio, que alguien tuvo la mala idea de inventar). Esta falta de tiempo libre supone, claro, menos tiempo dedicado a la lectura y, por una sencilla regla de proporcionalidad directa, menos libros leídos en total.
Explico esto porque, como Umbral, yo vengo siempre aquí a hablar de mi libro, que es mi vida; vida que se desarrolla en un sistema capitalista que no tiene visos de terminar a corto plazo (capitalismo 1 – pandemia 0; calienta que sales, cambio climático) y que me obliga a trabajar mucho y leer poco por ocio, a pesar de lo cual uno al final busca el tiempo de donde sea y descubre para sí mismo (que no para el mundo, donde a menudo son de sobra conocidos) autores que llegan para quedarse. Esto es lo que me pasó a mí con Francisco Brines, escritor, como digo, de sobra conocido: Premio Cervantes en 2020; y recientemente fallecido (mayo de 2021), pero que para mí no era más que un nombre lejanamente familiar hasta que he leído la Antología poética preparada por Ángel Rupérez (Alianza Editorial, 2021).
Los versos de Brines, sobre todo los de la primera poesía, me parecen surgidos a veces de la mera contemplación de lo cotidiano, del paisaje, de su propia experiencia, y es a partir de ahí de donde crea el sentimiento, la emoción («…hay humos blancos, y calladas palomas / en la altura, y voces que se alejan, / hay demasiada vida para una despedida.», ‘Palabras para una despedida’ –Aún No; 1971-), a través de la reflexión en el propio poema.
Me gustan esos retazos contemplativos de Brines por la misma razón que me gusta la poesía de Iribarren o el cine de Sorrentino: porque son capaces de mostrar lo extraordinario, sea belleza, sea dolor, sea nostalgia, de la escena más cotidiana. Si yo pudiese sería rentista, sí, pero además un rentista de tipo contemplativo. Me dedicaría a sentarme en terrazas de bares como si fueran butacas de cine y haría de la acera la pantalla mientras tomo café, vermú, cerveza, agua con gas. O leería y no bebería nada.
La vida, sin embargo, ha decidido que sea pobre y tenga que trabajar y conformarme con verla pasar solo los fines de semana y alguna que otra tarde en que la gente normal va a tomar cerveza o comer helado.
En esas estaba yo un domingo sobre las nueve la mañana, sentado con mi padre en la segunda fila de la terraza de una cafetería situada en una plaza arbolada y acompañados del ruido de los pájaros y un poco de música. Café solo, vasito de agua con gas y una rodaja de limón, bocadillo de pata con tomate (el paraíso de los desayunos) y Ella Cantaba Boleros (Debolsillo, 2020) de Guillermo Cabrera Infante entre mis manos. Delante de mí tan solo dos señores mayores de unos setenta años que, sentados en primera fila de la cafetería, miraban a la avenida desolada mientras hablaban de temas que en cinco minutos ninguno recordaría. Mi posición, ligeramente ladeada, me permitía conocer con antelación a los viandantes domingueros que, muy de vez en cuando, desfilaban para ser juzgados entre comentarios por los dos señores.
Aunque mi atención se centraba en el libro, cuando notaba que desde lo lejos alguien se acercaba paseando, levantaba casi sin querer un instante la mirada para premonizar el juicio de los señores y enseguida regresaba a enterrar mi atención entre unas páginas que en el momento que ahora vengo a contar me venían narrando lo siguiente:
Caminamos despacio. Margarita caminaba despacio. Con una suerte de firmeza demorada. Sus carnes se mantenían en su sitio más de un momento. Sin nada de flaccidez. Como mostrándose en un esplendor. Pensándolo bien, ninguna de las mujeres que habían significado algo en mi vida, desde la lejana Beba, discurriendo por los pasillos de Zulueta, 408 como un bolero lento, hasta Margarita, ni una sola de ellas caminaba rápido.
La casualidad quiso que justo entonces una mancha blanca me avisase por el rabillo de la mirada que alguien se aproximaba por el paseo. Me fijé en ella y la vi paseando a ritmo lento, como contaba Cabrera Infante, como sería el son de un bolero de Los Panchos. Aún no se distinguían bien los rasgos de su cara, pero la figura de melena rubia, casi blanca, que se adivinaba entre los vaqueros azules y el top blanco prometían una belleza extraordinaria.
Los segundos pasaban y ya la distancia me permitió confirmar el presagio: aunque en mi recuerdo sus rasgos no son ya sus rasgos (los he cambiado por los de quien yo querría que fuese ella), podrían haber sido, y no exagero, los de Simonetta Vespucci, musa y anhelo imposible de un enamorado Boticelli que, para reparar la muerte de su amada nunca lograda, nos regaló una Venus inmortal para la Historia del Arte. Pero yo la miraba y no pensaba en lo que me recordaba a mí (eso, como Brines, ocurre después, al escribir), ni en bolero alguno ni en ese cuadro. Solo podía darle vueltas a qué ocurriría cuando entrara en el campo de visión de los señores y ellos emitieran su veredicto inapelable.
Los segundos pasaban con una lentitud infinita y yo alternaba entre los dos señores, que seguían conversando, ajenos a la imagen que se aproximaba, y la figura que paso a paso se acercaba. De repente, uno de ellos, el que estaba a la derecha (enfocado, por tanto, hacia la dirección por la que ella entraría en escena), calló, y el otro, alertado, buscó el motivo con la mirada. Prometo que justo en ese instante los pájaros dejaron de piar y terminó la canción que sonaba de fondo y ya solo se oía (o imaginé que se oía), amortiguada, la pisada de la chica que pasaba; y los señores dejaron de ser dos señores anónimos y se convirtieron en Michael Caine y Harvey Keitel en la piscina de Sorrentino (La Giovinezza, 2015), contemplando en silencio la aparición de una Madalina Ghenea como una epifanía pagana.
La chica terminó de pasar y ellos no giraron las cabezas para seguirla con la mirada, pero tampoco retomaron la conversación ni emitieron palabra, sino que quedaron en silencio y cabizbajos. La escena se completó así con los versos de Iribarren (Ola de frío, 2007):
ESTAMPA VERANIEGA
Sentado en una silla
de tijera
a la sombra
el viejo
sigue el paso
de la mujer en bañador
hasta el quiosco
y luego
rasca un poco con el bastón
en el asfalto
como si removiese
en las cenizas
de su memoria
buscando
algún último rescoldo.
Los señores, ya anónimos de nuevo, no tenían bastón con el que rascar el suelo, pero no me cabe duda de que encontraron más de un rescoldo en lo profundo de su memoria. Yo, por mi parte, pensé por un instante en lo bonito que sería ser rentista, la vida contemplativa, lo cotidiano, la poesía. Luego volví al libro, pero ya no pude concentrarme.
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