Debo agradecerle, antes que nada, nuevamente su espléndido trabajo a la infatigable Alexandra Semenova, quien hace poco os trajo su personal visión de una ciudad que se hunde para complementarla ahora con unas imágenes de una mujer que comparte el mismo destino (¿o tal vez, en lugar de hundirse como Ofelia, emerge como una Afrodita tumbada?).
Hace casi un mes, algunos vecinos de Bilbao hicieron un descubrimiento inquietante: en la ría de la ciudad, justo entre el puente Zubizuri y el museo Guggenheim, encontraron un misterioso rostro gigantesco de una niña, que se descubría y se volvía a hundir entre las aguas siguiendo el ritmo de las mareas. La pieza causó algo de furor, principalmente por el aspecto tétrico de una cabeza sin cuerpo y, naturalmente, porque se había colocado allí con nocturnidad y alevosía. Su autor y los demás iniciadores de este peculiar proyecto no tuvieron gran paciencia para saborear, al menos un poquito, el impacto del mismo. Se apresuraron, antes bien, en notificar a los bilbaínos con gran rapidez de que la niña se llamaba Bihar —lo he tenido que buscar en el diccionario: ‘mañana’ en vasco (sorry, my Basque is not so good)— y que se trataba de una pieza del artista mexicano Rubén Orozco, instalada con la generosa ayuda de la Fundación BBK. En la perspectiva del creador y sus colaboradores —ya sabemos: the artist always knows best…— se trataría, pues, de una metáfora (nada sutil, debo añadir) de que, en cuanto al desastre ecológico que estamos presenciando, el agua ya la tenemos hasta el cuello (o bueno, cuando hay marea alta, incluso nos inunda). Y por si todo esto fuera demasiado tenue y discreto, también han sacado un cortometraje de acompañamiento, que explicita algunos de los peligros que, siempre en la estimación de Orozco y la Fundación BBK, nos aguardan en el futuro.
Debo decir que a mí personalmente la cosa no me convence demasiado: la fundación de un banco se junta con un artista de ultramar —quien seguramente acudió en avión para instalar su obra— para colocar, en la ría de Bilbao, la cabeza de una niña (ejecutada en resina y fibra de vidrio, y pintada con resina translúcida, sustancias que sin duda han empezado ya a desprender partículas indestructibles) que se hunde y emerge en función de uno de los pocos procesos naturales que la actividad humana no ha perturbado todavía. Todo ello con el noble fin de concienciarnos sobre los devastadores efectos del cambio climático, al parecer inevitables, como el movimiento del mar (why bother, then?). No me voy a hacer el viejo ahora y soltar un rollo sobre el difuminado límite entre arte y propaganda; sí que me deja bien frío este tipo de preachy art cuya única razón de ser parece que consiste en transmitir un mensaje nada equívoco de unos iniciados a otro grupo que todavía consideran menos ilustrado.
Y si el motivo último de Bihar, esa idea gracias a la cual cobró vida entre las frías aguas de la ría bilbaína, es, según nos lo dice el director de la Fundación BBK, que la gente «reflexione acerca de que con cada decisión que tomamos elegimos si nos hundimos o nos mantenemos a flote», entonces yo en primer lugar quisiera ver el ‘balance climático’ (sí, sí, así lo llamamos en Alemania) de Xabier Sagredo, que seguro que voy a encontrar un par de actividades que apuntan hacia una inclinación más bien próxima al Après nous, le déluge. Perdonad el cinismo; no cabe duda de que se trata de un tema de suma importancia y que, en efecto, nuestros hábitos de vida y de consumo algo pueden cambiar, ahí le doy toda la razón a Sagredo. No, sin embargo, en su tono apodíctico: pensar que ‘todo esto’ se resuelve —se puede y se debe resolver— apelando a la responsabilidad individual de cada uno en sus decisiones cotidianas es, como poco, ingenuo, eurocentrista y anti-científico.
Dejemos, pues, ese tema tan complejo para otro día (soy consciente de la ironía que encierran estas palabras) y centrémonos en un tema mucho menos transcendental: el hecho de que Bihar representa a una mujer sumergida. Y en lugar de intentar deducir de ese estado acuático sombrías profecías sobre nuestro futuro, echemos un vistazo hacia atrás, a tres de las referentes más famosas del arte de la sumersión, todas ellas mujeres a punto de ser sirenas. Estoy hablando, naturalmente, de Europa, Afrodita/Venus (según el bando del que seas) y Ofelia. Una gloriosa, otra trágica y la tercera un poco de ambas cosas.

La tripulante del toro-barco: Europa
Podría argumentarse que, de las tres, Europa es la menos conocida, aunque cierto es también que comparte la gran suerte de haberle regalado su nombre a un continente entero sólo con el bueno de Américo Vespucio (menos mal que el cartógrafo alemán que empleó el nombre del italiano por primera vez para designar los ‘nuevos’ continentes al oeste de los ya ‘conocidos’ no usó simplemente su propio apellido, pues ‘Waldseemülleria del Sur’ suena francamente fatal). Pero a pesar de ser quien le otorgó el nombre a esta parte del mundo en la que vivimos, Europa no tuvo una vida muy afortunada, al menos cuando la contemplamos desde un prisma contemporáneo. Nos cuentan la Ilíada y el Catálogo de Mujeres (este último atribuido a Hesíodo) que Europa era una princesa fenicia, habitante, a buen seguro, de la ciudad de Tiro (hoy, por cierto, la cuarta más grande de Líbano). El momento clave en su ‘biografía artística’ fue el rapto por el malvado de Zeus, quien, para secuestrarla, se transformó en un toro, se escondió entre un grupito de toros de verdad que su cómplice Hermes llevó a la playa en la que estaba jugando la joven con sus amigas, se acercó a ella, consiguió que se subiera encima de él, y después escapó —todavía con ella a cuestas, naturalmente, se ve que no sabía nadar muy bien— por vía marítima. Tras un pasaje entiendo que bastante largo atracaron en la costa de Creta, y una vez que Zeus se había deshecho de su disfraz animal, procedieron a tener tres hijos. Ya sabéis, esas cosas que se hacen cuando uno se encuentra en compañía divina en una isla desierta. Los tres tuvieron cierto éxito en la mitología griega —el más conocido de ellos, Minos, a su vez le prestó su nombre a toda una civilización—, pero lo que a los pintores de antaño les fascinó sobremanera fue precisamente esa travesía a cuestas de un toro.

Una de las más bellas representaciones de este episodio es la de Tiziano, que formó parte del ciclo de ‘poesías’ que el maestro italiano creó para Felipe II. Pasó gran parte de su existencia —prácticamente dos siglos— en la colección del Duque de Orleans, pero en 1989 fue adquirida por Bernhard Berenson para enriquecer la colección de la formidable Isabella Stewart Gardner, quien, junto con su marido Jack, comenzó a coleccionar piezas con gran avidez durante la última década del siglo XIX. ¿Una pena, decís, que ahora se encuentre en Boston y no se pueda visitar en plan domingueo? Not to worry: a otro gran maestro —Rubens— le gustó tanto la versión de su compañero veneciano que hizo una copia prácticamente idéntica de ella, que hoy sí que podemos visitar con más facilidad, puesto que se encuentra en el Museo del Prado. Tanto Tiziano como Rubens resaltan el peligro de esa extraña navegación entre las olas con la precaria postura de la secuestrada a espaldas de su embarcación animal, con el monstruito marino al que se agarrara el adorable putto, y también, dicen algunos, con el jirón de tela roja que revolotea en el viento. Pero la colocación, torcida y poco decorosa, de Europa a espaldas del toro no sólo subraya el dinamismo de ese malvado rapto, sino que también es indicativa de lo que sucederá en cuanto los dos lleguen a tierra firme (you know…).

Durante un buen tiempo el rapto de Europa tuvo su cómodo lugar en el canon de escenas mitológicas; hoy, en cambio, me temo que la princesa tiria secuestrada por un toro ha perdido su atractivo para gran parte de la pintura estrictamente contemporánea. En la escultura, sin embargo, encontramos aún ejemplos medio recientes, dos de los cuales adornan las entradas del Parlamento Europeo en Estrasburgo y del Consejo Europeo en Bruselas, respectivamente. No podrían ser más distintas: la belga (de Léon de Pas, 1996) se presenta dinámica y airosa, acentuando el movimiento del animal y su jinete, a tal punt que parece que se deshacen en viento. Su contrapartida francesa, por otra parte, obra de dos hermanos cretenses (Nikos y Pantelis Sotiriadis, 2005), prescinde de cualquier impresión de agilidad y en su lugar se recrea en el firme anclaje de la solidez absoluta, lo que tal vez deja interpretarse como velado deseo de los donantes para la institución que recibió su regalo. Pero a pesar de sus evidentes diferencias, ambas esculturas —bastante mehs si me preguntáis a mí, pero bueno— comparten un rasgo muy extraño: pasan olímpicamente del hecho de que el rapto se produjo en el mar. No tengo muy claro si la pata trasera del toro de los hermanos Sotiriadis, ejecutada en vidrio color verde azulado, debe de entenderse como tenue alusión a esa circunstancia (¡espero que no!), pero aún si así fuera: ¿dónde está el viaje, la travesía, el pasaje casi iniciático de un continente a otro, que es aquello que realmente merece la pena ser salvado de ese mito? Europa y el toro sin las olas que los engullen son un poco como Ganímedes y el águila sin vuelo, o, ¿qué sé yo?, Caperucita Roja y la abuela sin el lobo.

La alianza de la espuma con el amor: Venus
Europa se desvanece en el mar, pero su compañera Venus, en cambio, emprende el camino inverso. Y no sólo eso: en su Teogonía, Hesíodo describe el nacimiento más que curioso de la diosa del amor (por aquel entonces todavía conocida, claro está, por el nombre griego de Afrodita). Su aparición es, en verdad, una de las consecuencias de la rebelión de los titanes, liderada por Cronos, contra su padre Uranos, quien conformó junto a su mujer Gaia la pareja primigenia —tierra y cielo— del mundo entero. Cronos castró a su padre con una guadaña (su atributo de siempre, estupenda también para identificarle como el dios de la cosecha), lanzó los genitales cortados de este al mar, y de las olas y la espuma que se formaron nació, por obra de milagro, Afrodita (Hesíodo indica que, de hecho, esa circunstancia queda reflejada en el propio nombre griego, que parece ser un derivado de ἀφρός, ‘espuma’, aunque esa temprana tesis se ha visto invalidada, miles de años más tarde, en favor de una etimología más propiamente lingüística, que supone que se trata, antes bien, de una ‘grecificación’ de otro nombre semítico).

Ese nacimiento mitológico, ciertamente extraño, quizá incluso un poco macabro cuando se contempla desde la más rigurosa contemporaneidad, ha dado pie a un sinfín de interpretaciones pictóricas. La más famosa de ellas —¿qué duda cabe?— es la de Sandro Botticelli, todo un icono del renacimiento italiano. Venus llega a la orilla a bordo de una concha gigantesca (poco divino hubiera sido hacer el mismo trayecto nadando), donde la espera la Hora de la Primavera con un manto para abrigarla y cumplir el decoro terrestre. A su izquierda levita Céfiro, dios del viento del oeste, quien sopla fuerte para impulsar la curiosa embarcación de la recién nacida. En sus brazos, una joven acompañante que también sopla, aunque con visiblemente menos intensidad. El gran Vasari la identificó como la diosa menor Aura, la señora de las leves brisas, y por tanto un personaje más que adecuado para acompañar a la reina de las caricias. A diferencia de la otra archiconocida pintura de Botticelli, la Primavera (ejecutada más o menos en el mismo momento que la Venus), una de las imágenes más discutidas en toda la historia del arte occidental por la imposibilidad de encontrar el punto de unión entre los integrantes del enigmático montón alegórico, El nacimiento de Venus es una representación bien directa, sin ambages ni misterios por medio, de un único episodio mitológico, aunque no por ello una pintura menos seductora.
Y hablando de seducción, otra interpretación del nacimiento acuático de la diosa del amor que resulta especialmente llamativa (a mí al menos) es la que realizó, casi 400 años más tarde, el ingenioso Gustave Courbet. Aquí tenemos que fiarnos de los expertos, puesto que no hay rastro ya de todo el séquito de personajes (y la montonera de atributos característicos) tan popular en el arte renacentista y barroco, que siempre facilitan la labor iconográfica. El propio Courbet llamó su obra sencillamente Mujer entre las olas, aunque es sumamente probable que con esta pintura quisiera ofrecer su propia versión de un tema que, por aquel entonces, estuvo bastante en boga. Alexandre Cabanel halló gran éxito en el Salon de 1863 con una Venus ejecutada al mejor gusto academicista, y sus compañeros del Art Pompier —poco estimados por Courbet— no tardaron en producir obras parecidas. Courbet, en cambio, probó algo menos pomposo, algo espléndidamente delicado. En cierta proximidad, quizá, a la figura de Jesucristo en algunos de sus innumerables avatares artísticos (un personaje que también reúne en sí lo divino y lo humano), el maestro realista subraya la faceta plenamente humana de la diosa grecorromana, cuyo cuerpo de porcelana pura, casi exageradamente ideal, contrasta con el delicioso detalle de su vello axilar, del todo cotidiano y ‘real’.

Una danesa que se ahoga: Ofelia
La tercera de las tres mujeres acuáticas es la más joven, tanto —intuyo— en términos de su edad biológica (¿cuántos años tiene una diosa?) como en lo que respecta a su tratamiento en las artes visuales, que irrumpió con fuerza en Gran Bretaña durante la época victoriana (lo cual, tratándose de un personaje de Shakespeare, no es de extrañar, aunque también encontramos alguna que otra representación de la mano de creadores no anglosajones, por ejemplo del ya mencionado Cabanel). En cierto sentido, Ofelia puede considerarse una suerte de anti-Venus: una nace entre la espuma de las olas y la otra encuentra su muerte en el agua. Las circunstancias de esa muerte acuática no son del todo claras: en la séptima escena del cuarto acto de Hamlet, la reina Gertrudis anuncia que la joven noble ha fallecido como resultado de lo que, en el primer momento, parece ser un accidente. Gertrudis relata —en uno de los monólogos más poéticos de la obra y, me aventuro a decir, de todo el género dramático— que Ofelia debió de caerse al agua de una rama del junco que crecía en la orilla de un pequeño arroyo cerca de Elsinore. Su intención, parece ser, era recolectar flores para hacer de ellas sus características guirnaldas, una actividad que siempre disfrutaba, pero que desenvolvía con acrecentado afán después del ‘golpe de locura’ que sufrió en pos de asesinato de su padre Polonio por la mano de Hamlet. En la descripción que nos ofrece la reina, no se revela con claridad la intencionalidad (o no) de su caída y muerte; Gertrudis se limita a comentar que Ofelia se encontraba en un estado de indolencia casi preternatural («incapable of her own distress»), el cual impidió que reaccionara adecuadamente en el momento infausto.
El sacristán del camposanto donde se enterraría, más tarde, el cuerpo de la princesa difunta, en cambio, está convencido de que de accidental no tenía nada esa muerte; una opinión que comparte, si bien algo atenuada, el cura que oficia su entierro. Esa lectura inequívoca de la muerte de Ofelia ha sido abonada por un público bastante amplio, a tal punto que, hoy por hoy, muchos suelen citar el ejemplo de la noble danesa como uno de los ejemplos más prominentes del suicidio en la ficción. La crítica shakesperiana más especializada, en cambio, no deja de subrayar la ambigüedad de su hundimiento, una ambigüedad que le ha otorgado a Ofelia, de siempre, un aura misteriosa, en sintonía, además, con la naturaleza extraña de su locura. Poca o ninguna duda cabe de que, traumatizada por la muerte violenta de su propio padre (y también, supongo, por el rechazo de Hamlet), ya en su última aparición en escena Ofelia no está del todo en sus cabales, deambulando por el castillo cual fantasma viviente. Pero su talante tampoco deja intuir una alteración tan vehemente como para ser indicio claro de que ella misma provocó ese final tan abrupto de su vida. Parece ausente, ensimismada, canturreando sin motivo y regalándoles flores a los presentes, cuyo significado les va explicando. No desprende la impresión, sin embargo, de estar del todo abatida o derrotada, y la escenificación de su muerte —referida por otro personaje— se aleja bastante de los suicidios que encontramos en otros momentos de la obra de Shakespeare. Romeo y Julieta se enredan en una espiral de muertes fingidas y reales; Otelo, víctima de las intrigas de Yago, primero asfixia a su querida Desdémona con una almohada y después se suicida con una daga. Acontecimientos ambos de gran dramatismo y tragicidad, sin duda, pero también —digamos la verdad— bastante más próximos a los culebrones y telenovelas de hoy que la silenciosa desaparición de la princesa danesa.

Tal vez más que sus dos compañeras, Ofelia (en sus diversas representaciones artísticas, claro está) es hija de su tiempo. Por descontado que el interés por Europa y Venus también surgió a partir de un momento determinado: el Renacimiento. Pero en pos de los primeros tratamientos renacentistas, las materias de la mitología grecorromana han contado con una larguísima trayectoria que abarca una sucesión de periodos artísticos y culturales, y con ello, interpretaciones muy diferentes de los mitos plasmados. (Lo hemos visto arriba: poco o nada tienen que ver las dos representaciones de Venus de Botticelli y de Courbet.) Ofelia, en cambio, es ‘característica’ sobre todo de la Inglaterra victoriana: su retrato más conocido (y espléndido) es el de John Everett Millais, miembro fundador del círculo prerrafaelita, aunque más allá de esta pieza mundialmente famosa encontramos también otro amplio número de interpretaciones. No es de extrañar, en verdad, que se produjera ese auge en el interés por el personaje de Shakespeare justo en aquel momento, puesto que en Ofelia quedan reflejadas algunas de las inclinaciones y las preferencias de la sociedad victoriana. Así por ejemplo: una visión, estupendamente amoldable a las tendencias románticas del momento, del amor rechazado y de la muerte trágica; un incipiente interés en tipos de mujer y feminidad no normativos, contrarios a los códigos morales tan restrictivos de la época; y un profundo gusto (ya casi una obsesión) del arte victoriano por la locura.
Goes to show: Bihar no apareció de la nada (como lo debieron de pensar algunos bilbaínos cuando la encontraron por primera vez), sino que proviene y se inserta en una tradición ya larga de la mujer y el agua en la historia del arte. Para mí, ese es el aspecto más atractivo de esta pieza tan curiosa.

*Como siempre, muchísimas gracias a la gran Alexandra Semenova, mujer -como Bihar, Europa, Venus y Ofelia- cuyo arte nunca debería naufragar.
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