En El estado natural de las cosas (Candaya, 2021), Alejandro Morellón (Madrid, 1985) apunta lo siguiente: «Todo el mundo debería escribir lo que piensa en lugar de pronunciarlo. Nadie debería tener voz más que para cantar o gritar (…). Un mundo en consonancia con el poder de la palabra escrita en el que no se dijera nada salvo por escrito y desde la reflexión. Y aquí se acaba la mía. No voy a escribir más». Por suerte, y aunque dejase de redactar para siempre tal y como sugería uno de sus fantásticos protagonistas -aunque recemos para que él nunca lo deje-, en esta ocasión se ha animado a romper sus creencias ficcionadas y a compartir con nosotros una charla redonda. Sea como sea, y por si acaso, aquí la dejamos: para que también quede reflejada «por escrito y desde la reflexión».
PREGUNTA: En primer lugar, muchísimas felicidades. El pasado mes de abril fuiste seleccionado por la revista ‘Granta’ como uno de los 25 mejores narradores jóvenes en español, y lo celebraste publicando El gesto animal, un relato cuya voz protagonista se pregunta: «¿Hubo alguna vez en que el mundo no estuviera brutalmente dividido?». En tu opinión, ¿reconocimientos como estos favorecen a la división -en tanto que unos pocos son premiados y otros tantos no- o, por el contrario, unen?
RESPUESTA: Pues antes de nada, muchísimas gracias por la felicitación. Tal y como yo lo veo, creo que todos los premios tienen un poco de las dos partes: por un lado se establece una unión entre los premiados, en tanto que hay un criterio común por parte de un jurado que decide que lo más representativo o lo más destacable del momento son estas veinticinco voces -o cien, o quinientas, o las que sean-; y por otra parte, claro, también está esa división -que deberíamos abolir- que parece decir: estos son los que valen la pena, los que no están aquí, no; aunque esta es una diferenciación fallida, errónea, porque nosotros no somos sino un fragmento de muchas otras cosas que no se visibilizan.
Mi respuesta es un poco ambigua, la verdad, pero es que ciertamente creo que existe un poco de ambas cosas, al igual que creo que son necesarias estas listas en el sentido de que pueden ayudarnos a descubrir nuevas propuestas narrativas, mostrarnos lo que se está haciendo a día de hoy y, a partir de ahí, darnos margen para todo: para impugnarlas, para contradecirlas o para estar a favor. Una vez publicadas, que sean los lectores los que establezcan sus propias líneas respecto a la selección, que a mí es lo que me parece más interesante.
En esta última edición de Granta, por ejemplo, lo que más me gustó -y que creo que no estuvo tan presente en la primera- fue la presencia de narrativas no tan centralistas -digamos-, que no se escogiera a tantos escritores de la capital o a voces jóvenes más o menos consagradas, sino que nos descubrieran novedades de verdad: voces que tienen similitudes entre sí, eso está claro, pero que ya no obedecen a un patrón tan centralizado, sino a unas propuestas que ampliaban la visibilidad de espacios geográficos con una menor presencia editorial; y han acertado. Nos han dado la oportunidad a cada uno de nosotros de conocer a narradores y narradoras que quizás no hubiésemos podido descubrir por otra vía. A mí, particularmente, me gustó averiguar que a la mitad de los autores de Granta no los conocía, y acercarme, así, a su literatura.
P: Esa reflexión es muy interesante, sobre todo después de que el Premio Nobel de Literatura de este año nos haya descubierto al autor tanzano Abdulrazak Gurnah, del que ni siquiera los periodistas culturales se atrevieron a opinar -y eso que, por norma general, opinar es algo que les gusta…-.
R: A mí me encanta que el Nobel también nos descubra a autores nuevos, al menos para el mercado editorial español, como sucedió con Olga Tokarczuk en 2019. Y es también fantástico que no haya salido el típico listillo de turno por una vez, que siempre aparece y suelta eso de que él conocía a la estrella de la banda desde que tocaban en bares y nadie apostaba por ellos…
P: Para situarnos: unos meses antes de hacerse pública la lista de ‘Granta’ habías publicado en Candaya el libro de relatos El estado natural de las cosas, que originariamente había visto la luz en 2016, de la mano de la editorial Caballo de Troya. El libro comienza con Elogio del huracán, y yo me pregunto: ¿el escritor es un ser que habita, precisamente, en el ojo te la tormenta? Es decir, en medio del caos, pero con la habilidad de percibir «una música como de cosas que flotan» y donde «todo se ralentiza» para poder ser narrado, como tú mismo describes…
R: Oye, pues es una pregunta muy poética y que muy bien podría definir la alegoría de la escritura. Para mí, el escritor tiene que dejarse atravesar por una maraña de acontecimientos, sensaciones, sucesos, informaciones, lecturas… todo un rango de estímulos que sean capaces de huracanarle y de darle un sentido, de propiciarle un espacio de calma en medio de la tormenta. Yo creo que se tiene que escribir justamente con ese desorden; o al menos es así como yo concibo mi propia escritura, como si estuviera en medio del vendaval y encontrara en la reflexión narrativa y literaria ese momento de orden, esa música silenciosa. Sí, a eso es a lo que yo aspiro cuando escribo. Bastante ruido y bastante movimiento tiene el mundo ya, y yo lo que pretendo en esos momentos es detenerlo todo por unos segundos y ser capaz de describir lo que sucede. Es como darle al pause y que ya nada te importe más allá de las cosas que estás creando desde cero. En este símil, el huracán es la vida misma, la vida sin orden, lo impredecible; y la escritura sería ese punto de rigor, esa manera de ordenar el desconcierto.
P: A la hora de escribir, ¿cuánto importa el talento -lo que uno lleva dentro- y cuánto importa la mecánica -lo externo-? Por ejemplo: si, como sucede en tu relato Intervención nº 3 sobre mano izquierda de sujeto anónimo, te guillotinaran la muñeca y no pudieras volver a sujetar un lápiz, ¿seguirías escribiendo?
R: Es curioso, porque yo este cuento lo concebí cuando me rompí la mano derecha y no podía escribir: ni a ordenador ni sobre papel, ya que soy diestro. Entonces, ese verano me dio por llevar un diario que titulé Diario de la mano izquierda, donde apuntaba -con una letra horrible, por cierto- todas aquellas cosas para las cuales me veía impedido. Y fue una especie de reflexión sobre cómo sería mi vida sin la mano derecha, y, entre otras muchas cosas, se me ocurrió el relato, en el cual alguien tiene que decidir si quiere vender su mano -en este caso la izquierda- a una galería de arte. Volviendo a tu pregunta, y volviendo un poco también a aquellos días, lo que yo creo que al final hace falta para ponerte a escribir es predisposición. Si uno tiene la técnica, escribirá mejor o conocerá mejor la manera en la que contar sus historias; pero el secreto no está ahí: el secreto pasa, en mi opinión, por tener una mentalidad abierta, la intención de observar el mundo de tal modo que pueda repercutir positivamente en tu narrativa.
Yo tengo un amigo que siempre dice que a mí se me ocurren muchas ideas y que estoy confeccionando historias todo el tiempo, pero no es verdad. No es que me lluevan los argumentos, es que estoy continuamente pensando en qué cosas de las ocurren a mi alrededor pueden servirme para lo que escribo. Y eso es para mí el proceso creativo: un estado de alerta, y no tanto una técnica; que sí, que también es valorable, al igual que la disciplina o la mecánica -que son fundamentales-, pero antes debemos aguzar la mirada.
Aunque pueda sonar a cliché, lo que escribimos siempre tiene que ver con las cosas que estamos viviendo. Hay cierta relación entre lo que nos pasa y lo que queremos contarle al mundo, y lo que más me gusta de escribir es precisamente eso: no saber de qué voy a hablar ni cómo voy a contarlo, porque no sé qué demonios voy a vivir hoy o mañana. Por ejemplo, quizás nunca le hubiera dado forma a este relato si no me hubiera roto la mano; porque la escritura ya no depende de uno mismo, sino también del entorno y de todo lo accidental que nos sucede, que a veces trae cosas malas, como romperte una mano; y otras, algo mejores, como tener la oportunidad de poder escribir luego sobre ello.

P: En tu caso, ¿prefieres escribir sobre aquellas cosas que desearías que te sucedieran a ti o sobre aquellas otras que desearías que no, que, de ocurrir, mejor que le sucedan a otro, a los personajes del relato?
R: Creo que no es tanto sobre lo que a mí me gustaría que me pasara, sino sobre aquellas otras cosas que me ayudan a pensar en lo que escribo como si quien lo viviera fuera yo. Por eso en El estado natural de las cosas uso tanto la alegoría -tan de la ciencia ficción, dicho sea de paso-, la posibilidad, el «y si…» y el «¿qué ocurriría si me cayera al techo de mi propia casa…?». Éstas, por supuesto, ya no son cosas que quisiera que me ocurrieran a mí, sino situaciones que me causan curiosidad y que me ayudan a hacerme una idea de cómo actuaría yo si de repente me viera inmerso en esa clase de circunstancias. Hay un cierto juego especulativo en la escritura que nos invita a pensar que el mundo es el que es, pero que también hay en él otros mundos posibles; en cómo actuaríamos nosotros mismos si el mundo fuera otro, y es a partir de ahí cuando empezamos a jugar, a entender la narración -por qué no- como un elemento lúdico.
Supongo que lo habrás notado, pero en el libro me gustaba mucho eso: considerar la literatura no sólo como un acto solemne, sino también como algo divertido, como algo que nos permite fantasear y acercarnos a lo imposible.
P: Por cierto, volviendo al tema de la mano. Hace un siglo, James Matthew Barrie, el autor de Peter Pan, admitía que «por la mano izquierda bajan pensamientos mucho más siniestros», mientras que las cosas que produce la mano derecha son siempre mucho más benévolas y amables… En tu caso, y tras la lesión que sufriste hace unos años, ¿qué opinas acerca de esta distinción?
R: ¡Anda! Pues no conocía yo esta anécdota y me encanta. Tal y como la planteas parece que estemos hablando de una especie de estado disociativo, ¿no? De una forma de desresponsabilizarte de una parte de ti que puede, precisamente, ayudarte a entenderte mejor a ti mismo. No en vano, si desligas del todo tus acciones de la razón puedes entender que no eres una sola persona sino varias, que actúan, a lo mejor, al margen de tus propósitos iniciales.
En mi caso, yo diría que la mano con la que escribo es la mano con la que fantaseo, con la que vuelvo a ser niño, con la que maduro hacia la infancia, como diría Bruno Schulz. Con ella recupero esa cualidad imaginativa respecto al mundo, esa mirada totalmente renovada frente a las cosas. Al fin y al cabo, la capacidad de asombro de los niños en relación a todo lo que les pasa -porque no han visto ni conocen nada más- es algo valiosísimo, y creo que hay algo de mí que, cuando escribe, quiere volver a sentirla; por eso me invento realidades que no existen: justamente para hablar con esa primera voz, con la voz de las cosas nuevas.
P: Sin embargo, para ti, y más allá de las intenciones de tu mano izquierda, el «gesto exterminador» definitivo se puede lograr a partir de una carcajada…
R: Sí. Muchas veces la carcajada o los divertimentos de la gente en tiempos terroríficos son casi más terroríficos que el propio terror, valga la redundancia. Por ejemplo, si nos imaginamos cualquier escena de guerra, con sus explosiones, su violencia y sus muertes, y le añadimos a un personaje que se empieza a reír sin motivo, esa risa seguramente cause más miedo que todo lo demás, como cuando en las películas vemos a un niño silbar y cantar mientras por su casa anda suelto un asesino… Me gusta explorar ese absurdo de que la gente, cuando pasan cosas horribles, es capaz de inventarse lo más infantil para desarticular el miedo; que es algo que, de hecho, no se puede enfrentar de otro modo.
En este sentido, recuerdo que estando yo en París en 2016 por una beca, justo cuando acababan de ocurrir los atentados de Niza y había en las calles un contexto opresivo, tenso y militar, con mucha presencia del ejército en las avenidas y en los parques, un día me tocó presenciar cómo un grupo de cien personas echaba a correr de repente, de forma despavorida. Claro, yo me asusté muchísimo entonces, y lo primero que pensé fue había habido otra explosión o que alguien con un arma era la que estaba provocando el pánico masivo. Tanto, que por instinto comencé a correr junto a ellas, en la misma dirección, hasta que el grupo, para mi sorpresa, se detuvo ante una fuente y empezó a intentar cazar a Pikachu en el juego de Pokémon Go. Después de eso, lo único que pude pensar fue: joder, qué curioso es el ser humano, que de repente coge un autobús y atropella a ochenta personas o lo mismo sale a la calle para cazar a un ser imaginario; y en torno a todo esto se articula mi reflexión sobre lo exterminadora que puede llegar a resultar la risa [risas].
P: Por acabar con las coincidencias entre El estado natural de las cosas, Peter Pan y Barrie: en el relato La sombra de una imagen que se ahoga cuentas cómo una silueta cada vez más grande va ganando peso poco a poco y termina absorbiendo la realidad de la persona que la proyecta. «Se dice: la noche no tiene sombras, y luego: la noche es otra sombra más», piensa la protagonista. Sobre la sombra de Peter, por ejemplo, Silvia Herreros de Tejada hacía un análisis junguiano en su ensayo Todos crecen menos Peter (Lengua de Trapo, 2009) y la asociaba a la «personalidad oculta», a «aquellos rasgos y deseos que el ego desecha y, por lo tanto, tiene que reprimir». ¿Son esta clase de deseos, sin ir más lejos, los que nos hacen sucumbir?
R: Antes de nada, decirte que nunca me habían sacado tantos paralelismos con Peter Pan, y es algo que me alegra mucho que hagas porque también fue una de las primeras lecturas con las que me encariñé de la literatura, así que muchas gracias.
Ahora, contestando a tu pregunta, para mí, la sombra del relato, más que con una cuestión psicológica, tenía que ver con la enfermedad, con aquello que no controlas, que forma parte de ti pero que no acabas de identificar contigo mismo porque parece que es algo externo. Obviamente, la enfermedad no nace a la vez que tú, pero en un momento dado es un elemento indisociable de ti mismo. Entonces, la cosa junguiana no estaba precisamente ahí, sino más bien en la enfermedad como un concepto metafísico de lo que te invade y te convierte en algo que ya deja de ser parte de ti, pero que, por otro lado, es parte de ti y de nadie más. Mi sombra era eso: lo que no conocemos de nuestro propio cuerpo, o, más bien, la manera que tiene el cuerpo de rebelarse contra sí mismo; aunque no te niego que pueda trasladarse el concepto a esa vertiente psicológica que afecta a aquellas partes de nosotros mismos que no podemos controlar y que dependen directamente del subconsciente.

P: En alguno de tus textos, la pornografía, la masturbación y los irrefrenables impulsos del cuerpo cobran una importancia capital. Al respecto, en el propio relato de El estado natural de las cosas, uno de tus protagonistas dice: «me quedan el porno y las inseguridades y me queda, como me gusta llamarlo, la era del derrumbamiento, el descenso, la decadencia del espíritu. Soy solo un hombre que se deja vivir». ¿Cuál dirías tú que es la trascendencia de estas motivaciones?
R: Claro, en este relato hay un hombre que pierde la relación con su esposa y tiene que empezar a replantearse el placer del cuerpo desde un lado íntimo e individual, pues en un principio no va a poder volver a disfrutarlo con nadie más -aunque ya luego descubra cómo sortear su desamparo [risas]-. Es, además, una persona entrada en la cuarentena que tiene que plantearse cómo empezar a disfrutar del sexo sin su mujer, que es algo que en otras épocas pasaba con una frecuencia mayor, pues el sexo sólo se entendía como una escena dentro del matrimonio, y cuando el cónyuge se iba, por muerte, separación o divorcio, las personas tenían que volver a pensarse como un cuerpo sexual individualizado, que es lo que le pasaba al protagonista. En su caso, afortunadamente, tenía internet y podía investigar nuevas formas eróticas; que no es algo que le salvara, pero sí que le servía para reconectarse con una parte de su ser animal deseante.
Para mí, todas estas cosas son actos de autodescubrimiento, de preguntarse qué es lo que soy con respecto a lo que deseo. Creo, además, que nuestros deseos nos definen e identifican en tanto que toda persona es aquello que persigue, y el deseo, aunque sea sexual, también habla de nosotros mismos. Muchas veces, incluso, también lo hace para contradecir nuestras ideas o nuestro parecer, para ayudarnos a replantear el hecho de que nos gusten cosas que jamás creeríamos que nos fuesen a gustar. Aún así, creo que la pornografía -la pornografía ética y justa, por supuesto- es necesaria por el modo en que nos obliga a valorar qué es lo que somos y qué es lo que deseamos.
P: Y es que, además, el puritanismo resulta luego tan paradójico… Por ejemplo, tal y como apunta Marta Sanz en su ensayo Monstruas y centauras (Anagrama, 2018), «la censura de los cuentos de hadas en la época de la pornografía en internet no es más que un gesto de proteccionismo hipócrita y una forma algorítmica de empobrecimiento -cultural y neuronal-». Al fin y al cabo, si un cuento -sea de hadas o de cualquier otra índole- es capaz de escandalizar tanto como el porno, ¿no nos ayuda esto a identificar y a combatir mejor los problemas?
R: En todo caso, censurar obras antiguas no es tan necesario como repensarlas en un contexto contemporáneo. Por ejemplo, recuerdo cómo hace unos años se habló de reescribir Las aventuras de Huckleberry Finn porque contenía insultos racistas, y también recuerdo lo absurdo que me pareció, pues no dejaba de ser un texto escrito hacía más de cien años y que a mí me parecía necesario justamente por eso: para ayudarnos a reevaluar hasta qué punto hemos llegado a ser racistas o colonizadores a lo largo de la historia. Por tanto, no creo que sea tan importante cambiar el pasado como cambiar nuestra mirada sobre el presente; es decir: admitir que el libro puede tener una cantidad ingente de actuaciones reprobables, pero después de haberlo leído.
Me pasó algo parecido hace un año, cuando me propuse ver La dama y el vagabundo de nuevo, que fue la primera película que había ido a ver al cine -según me han contado mis padres, claro-. Para mi sorpresa, Disney había dejado una advertencia antes del inicio del filme en el que avisaba de que, con el paso de los años, no estaban de acuerdo con algunas prácticas o estereotipos, y a mí me pareció algo muy sensato. ¿Por qué no podemos hacer así con todo? Poner un mensaje en el que se nos recuerde que estamos leyendo algo del pasado que no ha envejecido bien y que perpetúa cosas en las que ya no hay que creer, pero sin reescribirlo ni censurarlo; más bien, dialogar sobre cómo ha ido cambiando nuestra mirada.
P: Todo esto me recuerda al protagonista de El estado natural de las cosas, que un día amanece pegado al techo y es consciente de que su vida acaba de pegar un vuelco. ¿No es este, acaso, uno de los objetivos de la reflexión artística: sacudir y darle la vuelta a algunos de nuestros dogmas y creencias?
R: Sin duda. En primera instancia, el hecho artístico, el acontecimiento creativo tiene que ver con un rompimiento de la realidad, con una propuesta hasta entonces inexistente para justo valorar el elemento natural desde una perspectiva distinta. Está hecho para repensar, para que nos planteemos cómo sería el mundo si fuera de otra forma o cómo seríamos nosotros si hubiéramos escogido otras opciones en la vida. Fíjate que para escribir El estado natural de las cosas pensé mucho en Wakefield, el relato de Nathaniel Hawthorne cuyo protagonista decide tardar un poquito más en llegar a casa porque quería saber qué ocurriría en el seno de su familia si él se retrasaba; claro, lo que sucede es que al final retrasa tanto la vuelta que le da vergüenza admitir sus acciones y posterga el momento veinte años. Y se pasa todo este tiempo fuera de casa, siendo espectador de su propia vida, pero sin seguir formando ya parte de ella. Yo creo que la escritura -o el arte- también es eso: dejar de lado algunas situaciones para ser capaces de conocer otras nuevas, como aquella frase de Paul Éluard en que decía «hay otros mundos, pero están en este». Y el arte es, a fin de cuentas, el vehículo por medio del cual llegamos a ellos.
P: Sin embargo, qué bien se ven a veces las cosas desde arriba, ¿no? ¿Por qué seguir, entonces, con los pies en el suelo?
R: Yo considero que la realidad es el suelo que necesitamos para saltar y alcanzar el aire. Entonces, si el salto tiene una intención, que es la de ir hacia arriba, el suelo también tiene la suya, que no es otra que la de soportar las pisadas y ayudarnos en el impulso. A mí, y tal y como yo concibo la escritura, la realidad me nutre muchísimo, y a mis textos también: lo que soy, lo que me rodea, los acontecimientos que presencio, los libros que leo, las películas que veo… en el fondo, mi realidad se basa en otras ficciones, y todo eso marca el rumbo a partir del cual yo luego salto o reconfiguro o invento nuevos argumentos; pero tomando siempre como base alguna experiencia vivida. Y no tiene por qué ser autobiográfica, pero sí experimentada de alguna de estas maneras.
En El estado natural de las cosas, sin ir más lejos, y aunque la premisa fantástica o rupturista siempre esté ahí, la base sobre la que descansan todos los relatos siempre tiene que ver con un tema real que a mí me haya inquietado en algún momento. Por ejemplo, y haciendo un repaso de los relatos que aparecen en el libro, te diré que en Elogio del huracán yo quise hablar sobre Dios; en Reprimir el gesto exterminador, sobre la rebelión y la inquietud social; en Intervención nº 3, sobre la precariedad laboral y sobre los límites del arte moderno; en El estado natural de las cosas, sobre el divorcio, la crisis matrimonial y la crisis existencial; en La sombra de una imagen que se ahora, sobre la enfermedad; en Fucksímil, sobre la identidad sexual; y en Cuidado con el huevo, sobre el aborto. Te lo he dicho así, de un modo un poco simplificado y abrupto, pero para que veas que en el fondo siempre trato de tocar temas que como ciudadanos e individuos nos afectan.
P: Y si no queremos vivir aferrados a la realidad siempre nos quedará Ehio, ¿verdad? Esa palabra que aparece en todos los relatos de El estado natural de las cosas y que a veces es una persona, a veces un lugar, a veces un recuerdo…
R: En una presentación, alguien me dio una vez una explicación bastante interesante sobre la palabra y el concepto Ehio, que, según su criterio -basta acertado, además-, tenía que ver con el Ello del subconsciente, que junto al Yo y al Superyó constituye uno de sus tres estadios. En este caso, hacía referencia a todas aquellas fuerzas que no controlamos y que no obedecen a ningún tipo de razón por nuestra parte, y que terminan desatándose como se desata aquí en el libro la catástrofe o los elementos fantásticos. Y, joder, me hubiera gustado pensarlo así, eh, pero mi motivación no tenía nada que ver con eso [risas]; aunque también es bonito descubrir que un libro deja de ser tuyo cuando sale al mundo, y cómo la gente es capaz de irlo mejorando gracias a sus lecturas.
A decir verdad, lo que yo quería con el Ehio era tener una palabra clave en la narrativa y en la cosmología de El estado natural de las cosas, de forma que si los personajes se encontraran con ella pudieran saber que estaban siendo inventados, como una especie de juego metanarrativo. Y es que si ellos se dieran cuenta de que la palabra Ehio aparece en otros cuentos sentirían la revelación cuasi divina de que han sido construidos como elementos de una narración, de una ficción alejada de su propio mundo. Es como un camino de miguitas de pan, una pista que yo le quise dejar a la gente dentro de la obra para saberse fingidos. Por suerte -o por desgracia-, nosotros no vivimos en los libros.
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