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El poder acumulado

Una aguda crónica de formación juvenil que muestra cómo los ideales de la masculinidad someten a los propios hombres, y el papel fundamental del deporte en su construcción. En este extracto, concretamente, Manuel Gare habla de cómo la masculinidad tóxica condiciona los espacios de trabajo.

Tras los acontecimientos mundiales de 2020, la vida me obligó a echar el freno a mis aspiraciones laborales. Llevaba un tiempo currando como un loco en todo lo que me salía, escribía semanalmente para prensa digital y aceptaba casi cualquier trabajo que pudiera hacer desde mi portátil. Fui creando algo parecido a una marca personal, con su cartera de clientes habituales y su reguero constante de pequeños y medianos encargos. Entre medias, seguía encadenando proyectos más grandes como informático. Me frustraba perder oportunidades a mi alrededor; creía ciegamente en el «cuanto más, mejor». Cuando llegó la pandemia de COVID-19, se paró todo. Aunque hice lo posible por seguir con el ritmo de antes, mi cola de trabajo acabó vaciándose y mi rutina perdió toda razón de ser. ¿Qué sentido tenía todo aquello? ¿Ganar dinero? Por supuesto que había un componente de independencia económica, de aspiración a una vida cómoda. Así, en 2019 trabajé tanto que ahorré lo mismo que en los dos años anteriores juntos. Pero también gané en ansiedad, cogí un asco tremendo a hacer viajes para desconectar —una idea macabra, pues uno solo desconecta para luego volver a conectar y así acumular dinero que gastar en la próxima desconexión—, mis temas de conversación giraban constantemente alrededor del trabajo y mi carácter se agrió. Parar me obligó a repensar lo que estaba haciendo y, sobre todo, para qué lo hacía. La realidad es que el dinero no me importaba tanto como la imagen de mí mismo que estaba tratando de construir. Miraba a mi alrededor y solo veía a hombres que tenían lo que yo tanto ansiaba tener, sin importar el campo de especialidad: creadores de aplicaciones de éxito, escritores de éxito, investigadores de éxito, emprendedores de éxito. Cuando quise darme cuenta, me había metido de lleno en una espiral laboral y existencial vinculada a mi valor y estatus como hombre.

Mi cruzada contra nuestra forma de trabajar, producir y sentirnos hombres no es una cruzada contra el trabajo. Por ejemplo, este libro es fruto de años de estudio, concentración y esfuerzo —además de procrastinación, equivocaciones y fracaso—, a los que hay que sumar varios meses de escritura intensa; todas ellas tareas que encuentro positivas y reconfortantes para el ser humano. No sé si la abolición del trabajo que proponía Bob Black nos ayudaría a ser mejores, aunque haríamos bien en releer algunos de sus comentarios en torno a un sistema de producción que causa adicción al trabajo y, como consecuencia de ella, adicción también al alcohol y a las drogas. No obstante, para entender nuestro vínculo con el trabajo, tenemos que estudiar también cómo se relaciona con el poder: a la mayoría de los hombres modernos de clase media, el trabajo le sirve fundamentalmente para afianzar —en su mente, al menos— un determinado rol y posición social en su entorno. Es la forma que muchos hombres tienen de vivir en un mundo divorciado de toda religión o causa superior que los consuele, de explicarse a sí mismos qué hacen levantándose tempranísimo todos los días para soltar a sus hijos en el colegio y, acto seguido, zambullirse en sus trabajos durante el resto del día. Esta es la verdadera maratón para la que el macho pasa media vida entrenándose, y puede dar por hecho que su inscripción está pagada y que tiene un dorsal listo para que eche a correr sin hacer preguntas. ¿Qué más quiere? Lo tiene todo: experiencia en el mundo de la competición gracias al deporte, incapacidad emocional transformada en ira, traumas paternos sin superar listos para transmitir a las nuevas generaciones, expectativas masculinas propias y ajenas para mantener la feminidad a raya. ¿Cómo no va a ver en los demás hombres un enemigo a batir? ¿Cómo no va a dibujar el mundo en términos de competición y productividad? Por eso, uno puede estar más o menos en desacuerdo con Black cuando dice que la mayor parte del trabajo que hacemos es inútil y que habría que reducirlo al mínimo, pero el escritor anarquista acierta de lleno al señalar que de emprender tal cambio conseguiríamos, como mínimo, «dejar de temernos unos a otros».

En Succession, la serie de HBO, el poderoso dueño de una multinacional hace y deshace a placer, se telefonea con el presidente de Estados Unidos y tiene a todo el mundo a su merced, pero es incapaz de gestionar la relación con sus hijos, que reproducen de forma casi automática sus mismas taras: son misóginos, temperamentales y emocionalmente ineptos. Incluso su hija adopta comportamientos típicamente masculinos, en una muestra más de que la masculinidad no parte de una relación de equivalencia con el hombre. Aunque los medios se han referido ampliamente a la serie como un «reflejo de la masculinidad tóxica», lo que realmente nos enseña Succession es la acumulación patriarcal de poder. Kendall, uno de los hijos, fracasa una y otra vez en sus propósitos, haciendo que su valía quede en entredicho. El personaje es una cabalgata de frustración e ira: lanza y rompe cosas, bebe, se droga e intenta putear a todo el que lo rechaza. Es el personaje masculino clásico de la ficción estadounidense. Y claro que es un tóxico de mierda, pero ¿qué dice eso de la masculinidad? Si Kendall no tuviera dinero ni estatus, podría cabrearse con su mujer y comportarse como un demente, podría drogarse y llegar a casa tambaleándose, pero más allá de eso, su margen de acción sería más bien limitado. Lo que representa Kendall es la máxima expresión del patriarcado en consonancia con la masculinidad hegemónica. En cristiano: la relación entre un sistema de poder y la legitimación para utilizar dicho poder. Todo hombre se beneficia, en principio, del sistema de poder, pero ¿acaso puede cualquier hombre ejercerlo en el mismo grado que un director ejecutivo, un actor de Hollywood, un político de primera línea o un deportista de élite?

He aquí por qué la teorización de una masculinidad hegemónica tiene cierto sentido: como apunta Raewyn Connell, el número de hombres que se ajustan al patrón hegemónico en todo su esplendor es relativamente pequeño y, a pesar de eso, la mayoría de ellos se ha beneficiado de él desde que nos alcanza la memoria. ¿Se siguen beneficiando tanto hoy en día? «La hegemonía solo se establecerá si existe cierta correspondencia entre el ideal cultural y el poder institucional», escribe Connell. La razón detrás de mi crítica a instituciones masculinas como el deporte o el trabajo no es, en última instancia, una pandemia o un viaje introspectivo a la India, sino un proceso de cambio social emprendido durante mucho tiempo por muchas personas diferentes, que me ofrecen a mí y a los hombres de mi generación la posibilidad de afrontar cambios con más herramientas que las que nuestros padres y abuelos tuvieron a su alcance. Con todo, implica un esfuerzo. Lo fácil, lo que le sale al hombre macho de forma natural, es seguir ciegamente un instinto que ve peligro por todas partes, como si un animal salvaje se le fuera a abalanzar en cualquier momento, o como si algún dios fuera a castigarlo por no actuar de acuerdo con normas inventadas por él mismo. Lo difícil es reconocer que lleva toda su vida haciendo el gilipollas.


*Avance de Macho. Por qué el feminismo no alcanza para sacar a los hombres del vestuario y qué pueden hacer ellos para salir (Clave Intelectual, 2023), escrito por Manuel Gare.

Macho (Clave intelectual, 2023)


Con un estilo claro, conciso y accesible y una voz a medio camino entre lo confesional, lo divulgativo y lo académico, Manuel Gare aborda todos estos interrogantes y nos ayuda a comprender la masculinidad como un sistema de poder diseñado para dominar a las mujeres, por supuesto, pero también a los hombres, que cada vez necesitan con más urgencia un movimiento de liberación propio para poder llevar una vida digna y completa.


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