«—Gracias, me has salvado la vida —dije. Él acogió aquella noticia con una expresión perpleja—. No te he dicho mi nombre, me llamo Patti.
—Y yo Bob.
—Bob —repetí, mirándolo de verdad por primera vez—. No sé, pero Bob no te pega. ¿Puedo llamarte Robert?»
Patti Smith, Éramos unos niños (Lumen, 2010)
Cambios: nombres, diminutivos, hipocorísticos
Hay una escena común en casi todas las películas de detectives en que un joven inspector, abrumado por las circunstancias del caso y la falta de pruebas, tiene que decirle a su jefe que, después de haber recorrido la ciudad un par de veces y de haber visitado los bajos fondos con su equipo, no ha encontrado ni el más mínimo rastro de lo que buscaban. «Señor, sólo tenemos un nombre», dice el responsable; refiriéndose a los datos que encontraron, por casualidad, en un archivador chamuscado. Y, aunque nadie en todo el departamento está dispuesto a seguir la pista, por insignificante, los protagonistas se lanzan a la calle y terminan descubriendo la verdad. Lo dicho. Típica trama de Hollywood.
Como bien sabía Manuel Vázquez Montalbán, las buenas historias policíacas suelen ser ambiguas. Es la clave para triunfar. De hecho, si el género funciona es gracias a la ambigüedad moral de sus protagonistas y no a su reputación. Aquí, el nombre importa poco; pero es verdad que, si es lo único que tenemos, también habrá que sacarle partido.
Por ejemplo, llamarse José Carvalho Tourón (o José Carvalho Larios, que nunca se supo) está muy bien para convertirse en dramaturgo (o en marqués), pero desentonaría entre los clientes potenciales de un detective privado. Pepe Carvalho, sin embargo, tiene todo lo necesario para triunfar: es un nombre corto, claro, conciso, cariñoso, acorde al temperamento de su dueño; y así lo hizo saber el personaje más famoso de Montalbán, sin importarle quién -o qué- estuviera al otro lado del telefonillo. A fin de cuentas, podemos decir que Carvalho es Carvalho, en gran medida, gracias a que un día decidió llamarse a sí mismo Pepe, y no José.
En esta vida, todo es cuestión de identidad. O de elegancia, como diría el pintor Francesc Artimbau, antiguo amigo del detective gallego, en ‘Los mares del sur’ (Planeta, 1979): «Todos mis clientes se llaman Popó, Pulí, Pení, Chocó, Fifí. El cansancio es elegante y nada cansa tanto como pronunciar un nombre completo», reiterando así la elegancia de llamarse Pepe. O Lola, o Quique, o Toñi, o Chema. O como sea.
Normalmente, es uno mismo el que elige la forma en que lo llaman los demás. Entre diminutivos, abreviaturas y motes el catálogo de opciones es lo suficientemente grande como para renegar del nombre propio sin reinventarse demasiado, en pos de algo mejor. Otras veces, por desgracia, no sucede así; y son otros los que asumen ese riesgo, como le ocurrió al escritor hondureño Augusto Monterroso, conocido –también- como Tito.
En cierta ocasión, al maestro del relato corto le preguntaron: «¿Y a ti, por qué te llaman Tito?». A lo que contestó: «Fueron mis padres, cuando niño; entonces les daba apuro llamarme Monterroso». Y quizá fue por eso -quién sabe- por lo que más tarde terminaría decantándose por la brevedad -en su obra narrativa, sobre todo-. Pero, ¿qué implica que sean los demás los que decidan el nombre de uno mismo?
Cuando Monterroso murió, en el año 2003, su amigo, el escritor mexicano Álvaro Uribe publicó un extenso artículo titulado ‘Las lecciones de Monterroso’, en el que decía: «Casi tres décadas de relación tan intensa como intermitente con él me ahorran la petulancia de llamarlo Tito». El apelativo, entonces, era una forma de fingir proximidad; de presumir sin merecerlo. A todas luces, un indicador de desconfianza.
En este sentido, a Francisco Umbral le lanzaron una pregunta hace años, en un encuentro digital con sus lectores, en la que le cuestionaron: «¿Por qué la gente que no le lee le llama Paco, y los que le releemos le llamamos Umbral?» «Porque los que tienen por oficio ser amiguetes de los amiguetes siempre recurren a los diminutivos. Les parece que así quedan como más amigos», contestó; dejando clara su postura al respecto.
También es verdad que hay nombres y nombres. Ejemplos aceptables y chapuzas onomásticas. Denominaciones de origen y marcas blancas que, con el paso de los años, se han ido actualizando y desactualizando progresivamente. Desde luego, los nombres de ayer no son los mismos de hoy; pero el miedo a no reconocernos en ellos sigue estando presente. Dos ejemplos prácticos:
En 1895, Oscar Wilde escribió una de sus obras de teatro más conocidas, ‘La importancia de llamarse Ernesto’. En ella, los protagonistas, queriendo huir de la monótona y formal vida victoriana, se aferraban a una nueva identidad que les permitía vivir de sus vicios y afectos sin ningún tipo de restricción. Casualmente, esa nueva personalidad pasaba por cambiar de nombre. Así, de sopetón, el aristocrático Algernon (por imitación) y el desarraigado Jack (por inspiración) deciden darse a conocer como Ernesto para seducir a unas muchachas, renegando de su propia naturaleza por los designios del amor. ¿Qué pasa? Que cuando uno es capaz de cualquier cosa para cautivar a otra persona tiene que ser consciente de que, tal vez, no sea él mismo el que termine conquistándola, sino aquello por lo que se ha hecho pasar. Ocurre en el caso de Jack y Algernon, pues sus enamoradas sólo se encapricharon de un nombre –falso, además-; y, cuando supieron la verdad, en vez de aceptarla, dijeron: «Sus nombres de pila siguen siendo una barrera infranqueable. ¡Esto es todo!», sin esperarse que, aquel mismo día, los dos protagonistas fueran bautizados de nuevo, con el nombre de Ernesto, para complacer su petición.
Michel Houellbecq habla de esto, también, en su última novela, ‘Serotonina’ (Anagrama, 2019). En ella, el personaje principal, Florent-Claude Labrouste, además de tener varios problemas sociales y cierto desequilibrio mental, detesta su nombre de pila porque no se siente identificado con él; y reflexiona sobre lo fácil que sería, en realidad, hacerlo olvidar. «No es difícil cambiar el nombre de pila, bueno, no quiero decir desde un punto de vista administrativo, casi nada es posible desde ese punto de vista, (…) hablo sencillamente desde el punto de vista del uso: basta con presentarse con un nombre nuevo y al cabo de unos meses o incluso unas semanas todo el mundo se acostumbra, a la gente ni siquiera se le pasa por la cabeza que hayas podido llamarte de otra forma anteriormente». Aunque, en su caso, todo lo que consigue es que algunas mujeres terminen abreviando su nomenclatura y se limiten a llamarlo Florent. Pero ya se sabe: de donde no hay, simplemente, no se puede sacar. Y mucho menos en este tipo de circunstancias. De todos modos, no hace falta recurrir al personaje de Houellebecq –o a los de Wilde- para darnos cuenta de algo así.
Elige bien
Desde el principio, la manera en que llamamos a las cosas ha influido en nuestra propia percepción del universo. Se llama filosofía del lenguaje, pero también es una materia propia de la psicología, la sociología o la economía; y, básicamente, esas son demasiadas ramas del saber unidas como para tener miedo a equivocarnos. Además, los estudios científicos relacionados con el nombre no suelen dejar a nadie indiferente; porque todos, sin excepción, tenemos uno.
A tal efecto, y según cuentan algunas revistas especializadas, el nombre propio de una persona puede llegar a influirle tanto como para hacerle ganar más dinero en el trabajo, tener determinadas preferencias sexuales, lograr el éxito e, incluso, vivir un poco más. Sin ir más lejos, hace diez años, la publicación Death Studies difundía un curioso artículo en el que aseguraba que los deportistas, los doctores y los abogados cuyos nombres empezaban por la letra “D” acostumbraban a morirse antes que el resto. Meses más tarde se desmintió la información, ya que no había ninguna evidencia de que la letra “D” fuese capaz de asesinar civiles, y se explicó el error que habían cometido los investigadores. Sencillamente, el fallo estaba en los parámetros: se confundieron los factores estadísticos y biológicos, y se dio por bueno un resultado que nada tenía que ver con el propósito inicial. A pesar de corregirlo, el daño ya estaba hecho; y, a día de hoy, todavía me queda algún amigo preocupado.
A estos niveles ha sido capaz de llegar la obsesión por el sustantivo. En parte, motivada por nosotros mismos, que siempre hemos buscado la excelencia en los detalles. En parte, también, motivada por el resto, que atiende sólo a expectativas y prejuicios. Sea como sea, la forma en que nos damos a conocer –y en que se dan a conocer los demás- dice tantas cosas de cada uno que, como mínimo, habrá que traerla ensayada. Y ya, si puede ser, que nos guste y nos defina favorablemente, que es nuestro objetivo principal –y el objetivo que tendría que cumplir cualquier apelativo-.
Como aquel inspector sin pruebas que aparece en casi todas las películas de detectives, en esta vida nos ha tocado asumir la realidad, y sólo tenemos un nombre. Lo que hagas con él ya es asunto tuyo; pero, tal y como nos ha enseñado la literatura, lo mejor será sacarle partido de algún modo. A veces, un nombre -sin más- no dice nada; y eso hay que arreglarlo. Otras, dice demasiado; y nos obliga a pasarle la tijera. Asimismo, estoy seguro de que el nombre perfecto no aparece en los libros ni en las cartas ni en las Páginas Amarillas. Quizá en las estrellas, pero no todo el mundo puede asegurarlo. Hasta que lo encontremos, no obstante, no nos queda otra que leer, subrayar y apuntar posibles opciones. Creedme: que cuando te preguntan -ilusionados y sorprendidos- por qué tu perro se llama Eiko, da mucha vergüenza decir: «Oh, por nada. Saqué el nombre de internet». Al menos, que signifique algo para ti.
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