Los días se hacen largos, el sol se resiste a desaparecer y el calor se deja notar en los jadeos ocultos tras las mascarillas: el verano ya se empieza a vislumbrar, seis meses después de este año tan amargo que parece haberse tragado hasta a la primavera. De la misma manera que el buen tiempo incita a no volver a casa, también nos lleva a escuchar música de sonidos nuevos. Apartando la oscuridad del invierno que presiden grupos como Massive Attack o El Columpio Asesino, acerquémonos hasta el naif universo del pop urbano. Y es entonces cuando procede contar lo siguiente:
Que algo se está cociendo en los estudios –o habitaciones- de los músicos españoles más jóvenes es innegable. Lo que extraña es que la prensa especializada no se haya hecho apenas eco de ello o, incluso, que ni siquiera los haya agrupado bajo alguna etiqueta como “nueva ola” o “nueva movida” que tanto suele gustar. Al contrario: siguen siendo, a día de hoy, inclasificables.
El trap vivió su boom en España allá por el 2017, derribando lo tradicional de la industria musical, ocupando las portadas de los suplementos dominicales y hasta siendo objeto de estudio de ensayos como ‘El Trap: Filosofía millennial para la crisis en España’ (Errata Naturae, 2019), de Ernesto Castro. Desde entonces, la música española no ha dejado de reinventarse. El movimiento musical –ahora también social- del trap ha permitido que, bajo una imagen de sudaderas, gorras y cadenas al cuello, la clase media tome el control, viendo la facilidad de componer desde casa, aunque sin la necesidad de recurrir al sexo, las drogas, la precariedad u otros problemas distintivos del extrarradio como forzoso reclamo. Esto va mucho más allá; supera lo puramente urbano.
En términos generales, encontramos, presumiblemente, dos corrientes definidas: aquella que opta por un sonido próximo al indie y la que, bajo un manto de sonidos lo-fi, se acerca a las tendencias del Rn’B americano más sensible. Estamos hablando de Vera Fauna, Cariño, Blanco Palamera, Colectivo da Silva, Cupido, Chill Chicos, Sen Senra, mori, Marcelo Criminal o Daniel Daniel. Pero, entonces, ¿por qué, si diferenciábamos dos corrientes al principio, mencionamos ahora a todas las bandas del tirón? Por la sencilla razón de que esa clasificación es injusta y poco representativa.
La lista de Spotify “Pildorazos de España” nos sirve como ejemplo. Esta se define como: “lo mejor de la música indie en España, del pop alternativo al rock indiependiente [sic]”. Los aúna a todos, sin distinción. Te puedes encontrar una canción de Cariño al lado de otra de Sen Senra, aunque aparentemente nada tengan que ver. Y, entre medias, también a Nacho Vegas, Triángulo de Amor Bizarro o La Bien Querida, representantes del indie por excelencia. Es a esto a lo que nos referimos, lo que demuestra que la confusión es clara y el hecho de que no haya ni rastro de una etiqueta unánime agranda el caos. Música urbana, alternativa, pop vanguardista, soul contemporáneo, indie, trap o –peor- blue pop o bedroom pop son solo algunas de las definiciones que estas bandas reciben. Pero, ¿se ajustan a la realidad? Pensamos que no.
En la senda de la literatura y de otras artes, la frontera entre estilos musicales, como vemos, queda muy desdibujada. Todo vale. Y, sin corsés, innovar es mucho más sencillo. Muchas de las bandas empezaron con canciones autoproducidas, en las que normalmente introducen samples, riffs de guitarra distorsionada, melodías sintetizadas o autotune. Se hacían uso de las nuevas tecnologías y se publica en plataformas como Bandcamp, Soundcloud y Spotify. Las redes sociales son la herramienta clave de difusión y las letras de las canciones, el reflejo de las mentes del siglo XXI -aunque su imagen destile aires noventeros-.
Por otro lado, está claro que a nadie le sorprenderá si hablamos aquí del tontipop. Sí, aquellas canciones con letras estúpidas que Los Fresones Rebeldes pusieron de moda en el pop español; o incluso lo vimos antes, con McNamara en La Movida. “Se buscan dos maricas muertas congeladas vivas en Paris” rezaba Fabio, seguramente, puestísimo de pintauñas. Todo vuelve. Colectivo Da Silva le canta a Marina d’Or, Vera Fauna a los naranjos y Cupido asegura que “darte un beso en la boca es parecido a tomar LSD, bebé”. Las letras absurdas –y un tanto costumbristas- conforman otro de sus rasgos más significantes. Igualmente, estos artistas, además de plasmar las preocupaciones millennial, nos hablan de España porque concentran su epicentro en Madrid, pero proceden de toda la península: Galicia, Sevilla, Granada, Murcia o Canarias. Ellos conforman la nueva escena musical.
El problema, una y otra vez, es que la inclusión de estas bandas en cualquier estilo existente se queda corta. Rock, indie, trap o electrónica son, ahora, términos limitados. Por ello, hemos podido ver, en ocasiones etiquetar, a este nuevo género como música, precisamente, “sin género”. Concepto muy nuevo, sí, pero nada raro en una época donde lo fluido y cambiante es algo tan propio de nuestro día a día -léase a Bauman-. En definitiva: diferentes proyectos, diferentes sonidos pero una nueva generación que tiene mucho que decir.
Entonces, ¿nos encontramos acaso en los albores de una nueva ola musical en España? ¿Son diferentes movimientos en uno o un solo movimiento con muchas vertientes? ¿Supondrá algún cambio en la historia de la música? ¿O simplemente estos artistas serán arrollados por una tendencia posterior en esta –nuestra- rapidez de los tiempos?
Lo más probable es que estas preguntas, aunque inevitables, sean innecesarias. Este artículo defiende la inexistente obligación de etiquetar y presupone el rechazo de las bandas a pertenecer a ninguna generación. Pero sí nos gustaría que quien nos leyese, al menos, se lo planteara y, por supuesto, se animara a conocerlos.
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