Literatura

‘Reina’, de Elizabeth Duval: el amor dura tres actos

Elizabeth Duval (Alcalá de Henares, 2000) ha enamorado a todo el mundo con su debut narrativo, 'Reina' (Caballo de Troya, 2020), un texto que bebe primorosamente de la más rotunda posmodernidad.

Enamoramiento: la intimidad de las primeras veces

Querido lector -o lectora, dadas las preferencias estilísticas de la autora reseñada-, Elizabeth Duval está perdidamente enamorada de ti. Y de mí. Y de todos; y ese es, sin duda, el mejor de los comienzos.

Es ella misma quien lo deja claro en uno de los capítulos finales de ‘Reina’ (Caballo de Troya, 2020), su debut narrativo: «En una versión inicial de este texto toda referencia al lector era una referencia masculina. Bien que digamos masculino genérico, masculino inclusivo, universal (…). Escribiéndolo me he dado cuenta de la incongruencia que aparece si hablo de ti, lectora, como lector. Porque mi relación contigo -la relación de la autora con quien lee- es siempre una de amor y deseo (…). Y mi deseo se articula en femenino»; pero ya llevaba un tiempo advirtiéndolo, desde las primeras páginas, donde es la propia Duval quien admite su falta de destreza a la hora «coquetear con métodos que no sean la admiración, la elevación de mi figura, la exaltación de lo que hago y lo que creo; colocarme siempre, en fin, por encima de aquello que deseo». ¿No es, acaso, un método para exaltar los propios méritos el hecho de intercalar en la novela fragmentos en francés, como presuponiendo -o peor: pasando por alto- que el lector también domine el idioma extranjero? ¿No pretendes, del mismo modo, elevar tu propia figura cuando citas todo el rato tus lecturas de Platón, de Balzac, de Chantal Jacquet o de Maggie Nelson? ¿No tratas de despertar, así, el «deseo del Otro» para convertirte, gracias a ello, en el objeto mismo de su deseo, como proponía Lacan? Es curioso ver cómo el amor, en estas circunstancias, no es sino una evolución natural de la egolatría, una simple y mejorada proyección del amor propio; y, como le ocurre a los mayores narcisistas, es toda una declaración de intenciones de lo que va a ser la relación: un monólogo continuo, un enaltecimiento ininterrumpido de las propias cualidades para convertirse, efectivamente, en el «deseo del Otro». Pero no se preocupen ustedes, porque Elizabeth Duval está perdidamente enamorada de nosotros y pone todo su empeño -a lo largo de la obra- en, ¡por fin!, llamar nuestra atención. ¿Cómo? Con un sinfín de elementos modernos que van desde el uso del diario, la arrogancia de la auto-ficción o las curiosidades de la meta-literatura hasta el interés que despierta su figura: una muchacha nacida en los 2000 y conocida en España por su activismo adolescente -debido a su condición mediática y sexual- que, por cuestiones de la vida, se ha ido a estudiar a París y nos regala un compendio de vivencias e invenciones, de realidades y ficciones, de juegos literarios que se manifiestan libremente en frases así: «Este texto trata sobre la página en blanco. Este texto no trata sobre nada (…). Este texto es como un corazón. Es un corazón muy pequeño que yo te ofrezco. (…) Lo llamo deseo y el deseo es suficiente».

Querido diario…

Tal y como recoge la faja promocional de la novela, «En Reina, [Elizabeth Duval] abre su corazón con los primeros diarios de una mujer de la Generación Z» (Begoña Alonso, Elle). Inequívocamente, el hecho de hablar de sentimientos y de escritura periódica e intimista nos traslada de forma imaginaria a la adolescencia, a esa etapa vital donde uno empieza a madurar y a tener secretos propios que refleja -o ve cómo los reflejan los demás en la literatura, el cine o la televisión- en una agenda intransferible, en un cuaderno irrenunciable. ¿Cuántas confesiones habrán soportado estas libretas? ¿Cuántas declaraciones amorosas habrán empezado, por primera vez, con un «Querido diario…»? Y lo más importante: ¿Cuándo se empezaron a hacer públicas estas formas tan particulares de asomarse al interior, de asomarse al centro de uno mismo?

Decía el investigador Hans Rudolf Picard que «originariamente, el auténtico diario y la Literatura eran dos ámbitos completamente distintos y esencialmente inconciliables. El diario, por su misma definición, no era un género comunicativo, mientras que la Literatura era, y es, un expediente del entendimiento intersubjetivo y público». Al principio, efectivamente, «el auténtico diario es un diario redactado exclusivamente para uso del que lo escribe», para que describa y documente las vivencias personales que le asaltan y que éstas queden, así, reflejadas en la intimidad; sin embargo, llega un momento en que todo esto cambia y en que el contenido privado se convierte en público; es decir: se convierte en literatura. Picard, concretamente, sitúa este suceso en dos etapas bien diferenciadas.

En primer lugar, habla de la influencia que tuvieron los diarios de viaje en el siglo XIX, escritos por personajes ya famosos -nos habla de Byron, de Constant, de Vigny…- y que despertaban el interés del lector cotidiano para irlo acostumbrando poco a poco a la lectura de estos textos subjetivos, en los que vislumbraban un gran margen de explotación. Como tal, los primeros diarios literarios no surgieron de la propia voluntad de sus autores para hacerlos públicos, sino que, amparados por el éxito de éstos, los editores del momento creyeron viable y lucrativo el hecho de poner a disposición de todo el mundo los sentimientos e impresiones personales de los referentes culturales del momento. Algo como lo que está pasando hoy día en el mundillo editorial, donde se publican novedades atendiendo a la repercusión del autor y -en algunos casos- sin tener apenas en cuenta su calidad artística o literaria -quizá, al principio, también pasó con ‘Reina’-.

La segunda etapa, por su parte, sí que «consistió en la aparición de diarios escritos con la intención de que fueran publicados». En palabras de Picard, «la primera edición in extenso de los diarios de Amiel, en 1890, supuso por fin el primer precedente (…). El monólogo es ahora un monólogo que los demás escuchan; es más, tiene lugar para que los demás lo escuchan». Los lectores, curiosos y encantados con esta nueva modalidad de contar las cosas, también confirmaban con sus lecturas las nuevas expectativas estéticas y formales que traía consigo la modernidad. Además, cuando el diario ya no sólo se escribía para estar en el cajón sino también con vistas a ser publicado surgió el diario ficcional, encargado de cambiar para siempre el paradigma. Sin lugar a dudas, ‘Reina’ pertenece a esta última categoría, y en sus páginas reafirma lo que Picard abordaba en su trabajo: «la Literatura, como expediente artístico, al enlazar los conceptos de intimidad y presentación (…) establece formas de arte en las cuales lo que propiamente es invisible se convierte en visible (…). La intimidad presentada del diario ficcional es uno de los tipos de discurso que aparecen en la época moderna: el discurso realista y documental»; o, también, el discurso que exclusivamente finge serlo. ¿Fingirá Elizabeth Duval?

Conocimiento del «Otro»

Un gran número de psicólogos, psiquiatras y psicoterapeutas coinciden en que la mayoría de las relaciones amorosas tienen cinco o seis fases; aunque a nosotros, para este campo de estudio, sólo nos interesan las tres primeras. Después del enamoramiento, del flechazo inicial -como lo llaman algunos-, viene la necesidad de confirmación, el hecho de conocer bien al «Otro» para tratar de ver si nos sentimos -o no- identificados con él.

Hasta ahora, sabemos que Elizabeth nos quiere. A nosotros, como lectores, nos gusta su bagaje cultural, nos cautiva con sus citas, la superficie -desde luego- nos parece interesante; pero, ¿habremos elegido bien? Para asegurarnos de ello, lo que debemos hacer es observar a nuestra protagonista cuidadosamente. Sabemos que se llama Elizabeth Duval, pero ella misma, intentando seducirnos con su particular idea de la coquetería, nos confunde: «Nunca he enunciado yo, en estas páginas, que me llame Elizabeth Duval. Me llamo Elizabeth Duval. No me llamo Elizabeth Duval». Aunque, en realidad, nos ponía sobre aviso con anterioridad, pues «nunca te lo estoy diciendo todo. Nunca te estoy hablando de verdad». Para Elizabeth, entonces, es todo un juego. Imposible conocerla del todo si nunca estás seguro de cuándo quiere -o no quiere- contarnos quién es ella en realidad; pero tampoco es un problema suyo, es el problema de la auto-ficción.

Auto-ficción: afianzar la relación a base de mentiras

Curiosamente, hay un capítulo en ‘Reina’ en que la protagonista nos cuenta uno de sus varios escarceos amorosos durante su primer año estudiando en París. Al principio, cuando conoce a la chica implicada todo va estupendamente: hablan, se ríen, beben juntas, se van a casa juntas, se acuestan juntas; pero cuando Elizabeth quiere mantener la relación surgen los problemas. «Quería comentarte una cosa, por si nos vemos, para que no sea incómodo», le escribe Rebecca a través de WhatsApp; «Es solo que, con tus tweets y todo, me di cuenta de tu edad (…). Reflexionando sobre ello, he llegado a la conclusión de que seguir siendo más-que-amigas sería arriesgarse a que la cosa se volviera complicada y no muy saludable». Lo que ocurre aquí es lo que ocurre siempre; que, sencillamente, las ilusiones que se había hecho nuestra protagonista dependían por completo de un par de verdades accesorias y de una única mentira necesaria -omitir la verdad también es mentir- que termina saliendo a la luz. Y es exactamente lo mismo que nos ocurre a nosotros cuando la estamos leyendo a ella. ¿Porque, al final, cuándo sabemos que está contándonos cosas ciertas y cuándo cosas que no son de verdad? En 2017, la escritora y crítica literaria Anna Caballé publicó un artículo en el suplemento cultural de El País donde se preguntaba retóricamente: «¿Cansados del yo?», y le afeaba a este nuevo estilo de narrar las cosas su «extrema dificultad» a la hora de «reconocer los límites del género y de saber qué estamos leyendo. Entiendo que hablar de límites en una creación literaria no es prudente, pero el conocimiento solo puede construirse elaborando ideas sobre lo que observamos o sobre lo que leemos». Evidentemente, es lo mismo que sucede con ‘Reina’.

Si nos ponemos a hacer recuento de las situaciones expuestas en esta suerte de diario ficcional seguro que no nos saldrían los números. Si, por otro lado, nos pusiéramos a verificar la información -ahora que el fact-checking está tan de moda en las redes sociales y en los medios de comunicación- nos daríamos cuenta de que un buen número de anécdotas no llegaron a pasar. ¿Cómo leer esta novela, entonces? El lector moderno no tiene tiempo para andarse con equidistancias y ambigüedades: simplemente, elegirá creer o no creer. Quizá, el éxito contemporáneo de la auto-ficción se justifique de esta manera, y también su crítica -así como el amor que podemos llegar a sentir nosotros por la protagonista de Duval-; partiendo de que si entendemos por veraces los hechos narrados y éstos nos sorprenden lo suficiente terminaremos encantados con la experiencia; pero si, directamente, los entendemos como falsos -o hay algún elemento que, después de cien páginas, hace que salten las alarmas de nuestro entendimiento- harán que nos llevemos una auténtica desilusión.

¿Dónde está, acaso, el límite que sugería Caballé? En el capítulo 77, por ejemplo, Elizabeth nos habla de las pretensiones que ella misma tiene respecto a la actitud de sus futuros lectores. «Tú, lectora, abres Reina. Eres el tipo de persona que, por principios, ya no espera nada de nada, pero crees que encontrarás aquí un texto autobiográfico (…) y esta es una de las cuestiones que esperas que el texto te aclare según te vayas sintiendo más o menos identificada (…). Tú, lectora, quieres encontrar en el texto tu propia vida, y lo vas a leer con esa intención». Y sí, así somos: gente que quiere reconocerse en las páginas que lee y en los autores que las escriben; y un género que nos propone -a partes iguales- autobiografía y ficción nos deja muchas veces con las ganas; a medias. Es decir, ¿aquello de que Elizabeth estaba enamorada de nosotros tampoco será verdad?

Desilusión, ruptura, meta-literatura

El escritor francés Frédéric Beigbeder tiene una novela cuyo título defiende que ‘El amor dura tres años’ (Anagrama, 2015), aunque, en esta sintonía, igual sería mejor decir que el amor, en realidad, dura tres actos: el enamoramiento, el conocimiento del «Otro» y la confirmación o negación misma del idilio. Claramente, ninguna relación amorosa puede edificarse a partir de ficciones o mentiras, y ahí es donde empieza la desilusión que poco a poco nos irá llevando a la ruptura.

No en balde, la decepción ha sido mutua, como ocurre muchas veces en algunos programas de televisión donde los participantes han intentado enamorarse ciegamente de sí mismos, como ’First Dates’, donde la misma Elizabeth apareció en 2019. Es decir, ni ella nos termina de dar la realidad que nosotros estábamos buscando cuando compramos su “diario” ni nosotros colmamos sus expectativas; para muestra, otra frase del capítulo 77: «Tú, lectora (…) no esperas encontrar todos y cada uno de los motivos por los que alguien escribiría, porque tú, lectora, eres lectora pasiva y no te has planteado jamás la posibilidad de responderme (…). Tú, lectora, jamás vas a hacer del amor que yo te tengo algo recíproco». Lo que a ella le duele, entonces, es que no sepamos ver su potencial, que nos quedemos en la anécdota, en la superficie, y no logremos leer sus pretensiones; por eso nos deja por alguien mejor: ella. Pero, ¿qué pretendía ofrecernos Duval que nosotros no supimos ver? Precisamente, «todos y cada uno de los motivos por los que alguien escribiría»; o sea, hablar de literatura y del propio proceso de escritura. En otras palabras: hacer meta-literatura sin importarle demasiado el interés que esto pueda despertar en los demás.

Así, ya no parece tan descabellada aquella frase donde decía que «este texto trata sobre la página en blanco», o aquellos capítulos finales donde iba cambiando la versión de los hechos y contándonos la misma historia con distinto final, como si fuera Raymond Queneau escribiendo sus ‘Ejercicios de estilo’ (Cátedra, 2006) y contándonos la misma anécdota trivial a partir de 99 variaciones distintas. Ella, al igual que él -o que Umbral-, ha venido a hablarnos de su libro desde las primerísimas páginas del mismo. La obra, por tanto, obedece a un ejercicio de estilo propio y particular, a una versión atípica del proceso creativo. Normal que se pase jugando con nosotros toda la novela, pues la literatura, para ella, funciona así: un juego donde experimentar, donde hablar de los motivos que la han llevado escoger una u otra frase, donde despistar al lector. Es meta-literatura porque la autora es consciente de que todo lo que sucede está en su mano; y le gusta despistarnos, como cuando hablábamos un poco más arriba del momento en que la propia Elizabeth admitía que, en la novela, ella nunca había dicho que se llamase Elizabeth Duval. «Y es que no me gusta vivir: me gusta escribir las cosas, no vivirlas. Vivir es aburridísimo», nos cuenta. «Déjame ser un personaje. Déjame tener una vida. Deja que esto sea una novela». Durante todo el proceso de escritura, ha estado al tanto de todo lo que había ido anotando, haciendo o diciendo y de sus posibles consecuencias en el lector -de las consecuencias que ella buscaba voluntariamente-; y a nosotros, claro, se nos escapaba muchas veces. Normal que nos haya abandonado; por aquí no le prestábamos la suficiente atención. «La literatura es siempre lo verosímil, lectora: nunca lo auténtico».

Conclusiones: recuerdos de una -ex

Sin duda, el debut narrativo de Elizabeth Duval es igual de intenso, complicado y confuso que una relación sentimental. Al principio, cuando estamos completamente inmersos en la vorágine de sus anécdotas y de sus vivencias parisinas se nos olvidan los detalles y terminamos pasando por alto lo que la otra persona -la autora, en este caso- quería que sintiéramos en realidad; sin embargo, cuando se termina, se digiere y se recuerda, uno se da cuenta de que, al final, no estuvo tan mal; como cuando te acuerdas de una -ex con la que estuviste varios años y con la que tuviste que cortar de manera precipitada. «Porque somos todo lo que absorbemos, hasta aquello que no llega a fascinarnos», tal y como diría Elizabeth.

Efectivamente, somos todo aquello que absorbemos, y en este caso nos hemos empapado de varios ejemplos de modernidad, como pueden ser el uso del diario ficcional como un elemento más de la literatura contemporánea, el gusto por la auto-ficción o los intríngulis de la meta-literatura. Puede que Duval también nos haya engañado con todo esto, como con el amor; pero, si es así, le ha salido estupendamente.

Del mismo modo, puede que Elizabeth Duval siga enamorada de nosotros, aunque también puede que no. Lo importante, en todo caso, es que ha despertado nuestra curiosidad y nuestra admiración; y el resto es accesorio, el resto ya no depende de los lectores.

«En fin, nos despedimos. Tampoco hay mucho más. No puedo rellenar esto infinitamente (…). Estoy un poco cansada de que nuestra relación sea tan unidireccional. A dos tiempos. Asincrónica. No puedes permanecer en silencio eternamente. Vamos a probar otra cosa», como diría Duval.

1 comment on “‘Reina’, de Elizabeth Duval: el amor dura tres actos

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