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El cuaderno de Don Draper

Pensamos demasiado en el futuro. Queremos terminar llegando a él como sea, pagando cualquier precio: privándonos de comer helado, privándonos de escribir a mano, privándonos de beber. Pero, ¿merece la pena? ¿Cuánto tiempo crees que vas a vivir? O, directamente, ¿dirías que eso es vida?

I.

La gente quiere vivir cien años. O incluso más. ¿No serán muchos años esos? Se matan en el gimnasio. Se matan corriendo por las avenidas a esa hora en que el terral obliga a encender la máquina de respiración asistida. O a colocarse la máscara antigás que guardaba Walter Benjamin para las grandes ocasiones. Se ven que estos corredores, estos modernos héroes de pies alados, aún no han leído a Churchill, que aseguraba que para estar en forma, al 200%, bebía enormemente, dormía poco y fumaba puros. Una media de once al día. Vivió noventa años. Pero noventa son pocos, la gente es ambiciosa, quiere llegar a saber cómo se descuelga la piel, cómo crujen las rodillas al girar cualquier esquina de la casa, quiere cambiarse un par de veces la dentadura antes de morir. Enterrar a dos o tres viudos de esos que conoces en el baile. Salir en las noticias soplando la tarta del centenario junto a la estadística esa que dice que no nos morimos nunca, como los japoneses.

II.

La gente se mata de hambre. Las casas huelen a col hervida. A brócoli. A pechuga de pollo asada. Nunca queda pechuga en el super. ¡Pobres pollos, la han tomado con ellos! La gente ha conseguido desarrollar una capacidad sobrehumana de pasar de largo de la nevera de los helados. De la vitrina con la bollería industrial. No saben que una onza de chocolate a tiempo te salva el día. ¡Hasta la Reina de Inglaterra lleva una barrita energética en su bolso, que es todo un idioma! Lo pone en el suelo, es que se quiere ir. Se lo pone en las piernas, está muy a gusto. Se lo cambia de mano, es que quiere estar solo cinco minutos. Por cierto, uno de mis placeres inconfesables es ver reportajes de los Windsor saboreando un helado de chocolate. Me fascina desde siempre todo lo que le pasa a esa familia. Wallis Simpson. Lady Di. Sarah Ferguson. Megan Markle. ¡Qué nueras, por favor!

III.

La mecanografía iba a ser el futuro. Escribir a máquina te salvaría la vida. Cuando niño, como el poeta Ángel González, creía que al futuro lo llamaban porvenir porque nunca vendría. Pero llega. Te pones a hacer tus cosas y, un buen día, tienes ya las sienes rayadas como el París que vio Kafka. «Son arrugas de expresión», dices, por desdramatizar. El futuro iba a ser la mecanografía, muy bien, pero para mí, entonces, no había más futuro que las dos primas francesas que venían a la calle de atrás a ver a su abuelo todos los veranos. Ahí empecé a creer en la poesía. Un año, antes de irse, una de ellas me lanzó un papelito con su dirección por la ventana. Era el whatsapp de entonces. Nos escribimos muchas postales. Ahí empecé a escribir. Bueno, empecé a borrar. Porque se escribe como se borra.

IV.

En la cuarta temporada de Mad Men, cuando Don Draper anda un poco perdido, desarbolado, cuando no ve muy claro su futuro, de pronto un día saca un cuaderno y se pone a escribir a mano, porque dice que la máquina de escribir le recuerda al trabajo. Se coloca junto a la ventana, en una mesa estrecha donde humea un cigarro y está doblado el periódico del día. Y se pone a pensarse escribiendo: «Cuando un hombre entra en una habitación lleva toda su vida con él. Tiene un millón de razones para estar en un sitio. Pregúntale. Si escuchas dirá cómo llegó allí. Cómo olvidó adonde se dirigía. Y entonces despertó. Si escuchas te hablará de aquel tiempo en que pensaba que era un ángel. O soñaba con ser perfecto. Y luego te sonreirá con sabiduría, feliz por haber comprendido que el mundo no es perfecto. Somos imperfectos porque queremos mucho más. Lo estropeamos porque cuando lo conseguimos anhelamos lo que teníamos». Luego se sirve un whisky, que decía Manuel Alcántara que tiene olor a bosque quemado y el color de un retablo desleído, y se va a cenar.

V.

Hace años que llevo escribiendo en la cabeza un artículo sobre los escritores que escriben a mano, pero que no lo hacen sentados, junto a una ventana, sino que lo hacen de pie, en un atril, como Philip Roth, cuyo método de escritura, como recuerda Iñaki Uriarte en sus Diarios, era coger basura, luego echar gasolina, luego más basura y luego darle fuego. «Decía que si la basura es tuya, la hoguera prende bien y eso es el libro. Pero tiene que ser basura propia». Escribiré pronto un artículo sobre Nabokov, que también escribía de pie, la mayor parte de las veces en una habitación del Hotel Montreux-Palace, en Suiza, donde vivió 17 años. Escribiré un artículo sobre escritores que escriben de pie y viven en un hotel, porque están siempre a punto de partir, porque viven en la provisionalidad y no piensan en el futuro.

VI.

Y de todos los años que quieres vivir ¿cuántos años vas a ser tú mismo? ¿Cuántas horas vas a permitir que sean solo tuyas y no vas a dejar que nadie te las robe? «Es frecuente que haya vivido poco quien ha cumplido muchos años», dice Séneca. ¿Cien años quieres vivir? Afloja. Con medio mes pleno va que arde.

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