Artes Escénicas

‘Un ballo in maschera’ en el Teatro Real: la ópera debe asumir (definitivamente) la función de la patata

Acudimos al preestreno de 'Un ballo in maschera', de Giuseppe Verdi, en el Teatro Real, dentro del marco de la I Gala Joven de la institución que dará inicio a la nueva temporada (2020-2021).

En 1988, el pintor neoexpresionista alemán Jörg Immendorff (Bleckede, 1945 – Düsseldorf, 2007) pintó una obra descomunal titulada La imagen debe asumir la función de la patata, en la que representaba un gran escenario teatral reconvertido en una cocina moderna: con fogones, parrilla y llena de calderos, donde la perspectiva jugaba -de hecho- el papel principal. Normalmente, los artistas plásticos, al igual que los espectadores, suelen asociar una función de teatro a todo cuanto ocurre encima de las tablas, pero Immendorff, por su parte, quiso ir más allá: trató de reflejar aquello que no se observa a simple vista, inmortalizar el auditorio desde atrás, desde los bastidores, escondido tras el telón. Le importaba el público, donde se encontraba lo más selecto y exquisito del pueblo alemán; y, más aún, le interesaba ver cómo se cocía el espectáculo, descubrir cuáles eran los entresijos ocultos de la representación. En palabras del comisario Ulrich Wilmes, «este escenario no es para actuar, sino para cocinar. Immendorff le atribuye al arte una importancia comparable a la de la comida: para él, el arte es un alimento intelectual de primera necesidad. Más que bello, ha de ser nutritivo. De este modo, creía que el artista tenía la responsabilidad de alimentar a la sociedad con obras culturalmente sustanciosas», de ahí el paralelismo con la patata. Y, como tal, le ocurre lo mismo al resto de manifestaciones culturales, especialmente al teatro y a la ópera.

Estos días, concretamente, el Teatro Real de Madrid se encuentra inaugurando temporada (2020-2021), y lo ha hecho, precisamente, con un preestreno sólo para menores de 35 años -la primera Gala Joven en la historia del Real- de la obra Un ballo in maschera, de Giuseppe Verdi, cuyo estreno oficial se producirá el próximo 18 de septiembre, viernes. Y desde aquí, que ya hemos tenido la suerte de vivirlo, os decimos que no podría haber existido una forma más sustanciosa y nutritiva de empezar, como diría el propio Wilmes.

Desde el principio, en el Teatro Real todo lo que te rodea impacta: que hayan hecho coincidir el estreno de la temporada con un baile de máscaras, ahora que tan acostumbrados estamos a las mascarillas; que lo hayan hecho, además, con el puesto de snacks cerrado hasta la pausa del entreacto, que es donde se suele arremolinar la juventud antes de los eventos, para ir calentando los motores, tomarse una cerveza y abrirse una bolsa de patatas; la naturalidad con la que asumen esta nueva normalidad; y, sobre todo, que logren hacerlo de una manera tan orgánica y espontánea, provocando que la gente joven, a su vez, asuma que la ópera es -en sí misma- sustento suficiente y necesario para no desfallecer.

Tal y como expresa Gregorio Marañón (nieto), presidente del patronato de la institución, en el programa de mano inaugural, «el Real ha dedicado durante estos meses todos sus recursos a hacer seguro cada uno de sus rincones, (…) ante unos cambios que se están revelando inexorables y que necesitan la heroicidad de las pequeñas cosas», y se ha notado. Al fin y al cabo, Un ballo in maschera pone de manifiesto esta doble condición: la del destino, que no se inmuta a pesar de que intentemos doblegarlo; y la de las pequeñas cosas, que han vuelto a recobrar el sentido en esta nueva realidad. Algunos haters, incluso, dirán que la ópera, dentro del género dramático (literariamente hablando), es un género menor, como hay otros que dirán que no les gusta la tortilla de patata o los huevos rotos con chistorra; pero es, evidentemente, porque no han tenido suerte y porque no han probado en su vida -por desgracia- un plato digno de mención. Y si es así, mejor que la ópera siga siendo heroica, ¿no?

En esta obra de Verdi, actualizada y contextualizada dentro del marco de los conflictos raciales del siglo XIX en los Estados Unidos, desde luego, hay varios héroes. Está Riccardo, el conde de Boston, un hombre que ha luchado por erradicar la esclavitud y que goza del cariño de su pueblo. Está Amelia, que comparte pasiones con el propio Riccardo y con su marido, el mejor amigo de aquél, y que se encuentra tan afligida por la afrenta que hasta tontea con la idea del suicidio. Luego está Renato, el marido mancillado; y la maga Ulrica, que trabaja de santera en los suburbios y predice lo que aún está por ocurrir. Y todos son un poco héroes, precisamente, porque sienten que pueden cambiar el futuro, que es algo que intentan a conciencia; pero no: escrito queda el porvenir, que se manifiesta, finalmente, en un baile de máscaras, donde acontece la tragedia.

Es curioso, porque a menos de quinientos metros del Real, en la calle de Bailén, hay un monumento dedicado a Mariano José de Larra, quien, en el siglo XIX (también), escribió un conocido artículo titulado El mundo todo es máscaras. Todo el año es carnaval, en el se preguntaba -entre otras cosas- si la gente enmascarada «teme que sus facciones delaten su alma», y donde termina averiguando que lo que sucede es justo lo contrario: que la gente teme que su máscara termine delatando su verdadera personalidad. Porque, en realidad, llevamos máscaras puestas todo el rato, según nos dice Larra; y los que más, los del teatro, que están muy persuadidos de que han escrito «los sentimientos de Orestes y de Nerón y de Otelo…», aunque «ni unos ni otros han conocido a aquellos señores» de verdad, y lo único que hacen, en el fondo, es adulterar los hechos. Pero aquí no coincidimos del todo con Larra, pues, si acaso los profesionales del teatro no conocieron en persona a los protagonistas de sus obras, esos mismos profesionales nos conocen a la perfección a los demás; y son capaces, gracias a eso, de armar una obra donde podamos reconocernos a nosotros mismos, y eso es lo que importa.

Verdi, por su parte, con Un ballo in maschera logró armar una obra que, como le ocurría a sus propios personajes, escapaba del destino y del olvido, capaz de readaptarse con el paso del tiempo y de alimentarnos, como quería Immendorff, con la más rica sustancia intelectual (y sentimental). En el día del preestreno, por ejemplo, llovía fuertemente en Madrid, y dentro del Real la voz de tenor de Riccardo (interpretado por el mexicano Ramón Vargas) resonaba por encima de los truenos. Entonces, en una de las escenas del primer acto, cantaba: «¡Vayamos a casa de la maga y pasémoslo bien por un día!». Y qué quieren que les diga: qué bien nos lo pasamos.

*Imagen de cabecera tomada y cedida por el Teatro Real.

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