En cierto sentido, crecer es como un juego, ¿verdad? Hacerse mayor es ir conociendo las reglas, descifrando el acertijo, persiguiendo la verdad; pero sin saber muy bien -o sin llegar a saber del todo- si uno va a terminar perdiendo la partida o si, poco a poco, va a ir acercándose al final. Lo único que cambian son las normas -y las trampas, por supuesto-, pero el resto se mantiene exactamente igual: tablero, reto, jugador y juego. Y, desde luego, pocas cosas hay que importen menos que la edad.
Tal y como decía Walter Benjamin a propósito de los juguetes antiguos, «cuando el impulso de jugar repentinamente invade a un adulto, esto no significa recaída en la infancia. Por supuesto jugar siempre supone una liberación. Al jugar los niños, rodeados de un mundo de gigantes, crean uno pequeño que es el adecuado para ellos; en cambio el adulto, rodeado por la amenaza de lo real, le quita horror al mundo haciendo de él una copia reducida». Estas Navidades, sin duda, muchos querrán hacer del mundo exterior una copia reducida, obediente, soportable; algo un poco más parecido a lo que, en otras circunstancias, estábamos acostumbrados a observar. Y después de un año como este, catastrófico en tantos y tantos sentidos, ¿quién nos va a impedir jugar?
Otro filósofo alemán -aunque, en este caso, posterior a Benjamin-, Odo Marquard, también defendía esta clase de ideas en su ensayo Tiempo y finitud, citado recientemente por la escritora Andrea Köhler en El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera (Libros del Asteroide, 2017): «Un ejemplo muy sensorial de cómo se produce esto —el arrastre hacia la velocidad de nuestra propia lentitud— nos lo proporcionan los niños pequeños. Ellos, para quienes la realidad es inconmensurablemente nueva y ajena, llevan siempre consigo y a todas partes su inamovible porción de lo conocido: sus osos de peluche. Los niños compensan el déficit de confianza con la presencia permanente de lo conocido: mediante lo que Freud denominó el “objeto transicional”, por ejemplo, el osito de peluche. En el mundo moderno, sacudido por el cambio y, por ello, también cada vez más ajeno y desconfiado frente a lo nuevo, también los adultos —especialmente los cultos— necesitan y usan su osito de peluche, por ejemplo cuando cargan con sus clásicos, esos de los que pensamos que saben lo que dicen. Y, así, uno celebra el fin de año con Goethe, se pasea por Bonn escuchando Beethoven, hace la carrera acompañado por Habermas, o recorre la literatura contemporánea de la mano de Reich-Ranicki, etc.». Así, ¿qué duda cabe de que recibiremos al 2021 como merece? Es decir, como escribe Marquard, escapando de lo desconocido y leyendo atentamente al bueno de Johann Wolfgang von Goethe -que, ¡sorpresa!, también era alemán-.
Hay una parte de su Fausto, de hecho, en que el protagonista, charlando consigo mismo, se pregunta: ¿No somos, acaso, como «un juguete ante cada golpe de aire»? Evidentemente: mismo reto, mismo tablero, misma realidad; salvo que, ahora mismo, acaba de cambiar el juego.
Este año, como decíamos, las cosas han ido mal, muy mal, rematadamente mal. Regular en algunos casos -y como mucho-, y, encima, nos han estrechado el mundo, nos han reducido las opciones para reunirnos, salir y celebrar -a quien todavía le queden ganas, claro-. El juego, sin embargo, va por dentro; y al menos podremos recrearnos con una pequeña muestra de lo que, esperemos, volverá. ¿Ya le han pedido a los Reyes Magos, entonces, sus ositos de peluche, sus álbumes recopilatorios de sinfonías de Beethoven o sus libros de Reich-Ranicki, Goethe o Habermas? Si no, echen un vistazo a su alrededor y descubran cuál ha sido siempre su «objeto transicional», o descubran uno nuevo; qué se yo: una baraja de naipes para jugar al solitario; una edición del Monopoly donde, afortunadamente, no haya que perder un céntimo por culpa de la Seguridad Social; un paquete de cigarrillos West -que, a su vez, también sería alemán-; o un coche teledirigido, un Scalextric, una consola o hasta un balón medicinal.
¿Y de qué sirve todo esto ahora que somos adultos y no tenemos ni un horario de recreo ni unas grandes vacaciones de Navidad? Pues, bueno, simple y llanamente, como escribió Natalia Ginzburg en Las pequeñas virtudes (Acantilado, 2002), para darnos cuenta de que «si nosotros mismos tenemos una vocación, si no la hemos traicionado, si hemos continuado a través de los años amándola, sirviéndola con pasión, podemos mantener alejados de nuestro corazón, en el amor que sentimos por nuestros hijos, el sentido de la propiedad (…), podemos dejarles germinar tranquilamente fuera de nosotros, rodeados de la sombra y del espacio que requiere el brote de una vocación, el brote de un ser». Y en momentos como estos, lo cierto es que a nosotros no se nos ocurre una vocación más inocente, pura e inofensiva que la vocación misma de jugar.
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