El panorama del arte actual está poblado de tantos personajes fascinantes que no sólo es fácil —y muchas veces muy grato— descubrir nuevos talentos, propuestas rompedoras o artistas ya más que consagrados que sin embargo no conocías, sino que también encontramos en el montón a aquellos creadores «that we love to hate»: gente cuya gran popularidad no se explica por la calidad de su obra, que atiborra galerías y museos con trabajos que a muchos de nosotros nos sonsacan un tibio meh, o que llena los suplementos culturales con entrevistas bobas e insustanciales, y a la que, por tanto, nos encanta criticar. Entre ellos está, naturalmente, Jeff Koons, que gana lo que no está escrito con sus ramos de anos y su nihilismo multicolor, popular sobre todo en las casas de los oligarcas; está el meteórico ascenso (y la pronta desaparición) de Terence Koh, conocido más que nada por su amistad con Lady Gaga y su enigmática montaña de sal; están las nauseabundas flores de Takashi Murakami, que irradian su felicidad histérica sin cesar; están, también -si queremos centrarnos en el horizonte español-, artistas como Abel Azcona, quien, entrando en una iglesia a robar unas hostias para deletrear con ellas la palabra «pederastia» en el suelo, encontró un gesto artístico de gran sutileza con el que creó un intrincado laberinto de significado (hay quien sostiene que él mismo tuvo que avisar a la iglesia católica de su coup de genie para que tuviera repercusión…). Y por último está Banksy, cuyo lugar específico en el caos queremos analizar.
El caso Banksy, la enigmática atracción de feria itinerante
Acompañadme, para empezar, a Dismaland, el bemusement park (nada mejor que un juego de palabras para romper el hielo) creado por el artista británico cerca de Weston-super-Mare en el año 2015. Ahí la experiencia estética se desarrolla según un patrón que se repite en otras creaciones del artista: un primer enamoramiento fácil seguido por el reconocimiento, igualmente repentino, de que, en verdad, más que fácil es facilón. Ser capaz de inventarte un parque de atracciones —o mejor dicho, tu propia versión distorsionada de uno— y conseguir que se construya es, sin duda, un logro digno de ser mencionado. Y el contraste del parque de Banksy con los que se toman su misiva más en serio —encabezados, naturalmente, por Disneyland— puede que resulte estéticamente atractivo en un primer momento: curioso ver, a fin de cuentas, una versión cuasi-postapocalíptica de esos espacios que normalmente se cuidan hasta el exceso, donde no se encuentra ni una brizna de hierba fuera de su sitio, donde las calles brillan de tanto fregarlas, donde las fachadas son siempre perfectas, aunque en su interior nada lo sea. En Dismaland, en cambio, todo está estropeado, sucio, roto, de capa caída: el castillo de cuento de hadas se ha quedado en una ruina desmoronada (o quizá nunca acabada), el estanque que encontramos delante de él es en realidad un charco de agua verdosa, casi gris, y la estatua de la pequeña sirenita que reflota en el centro retrata a un ser desfigurado que parece haber sufrido algún tipo de degeneración genética previa, ocasionada, sin duda, por su hábitat insalubre. Hay vendedores ambulantes a quienes les puedes comprar globos que rezan ‘Soy un imbécil’ (eso mola bastante); una carroza de calabaza volcada, aparentemente siniestrada, con su pasajera fallecida visible a través de la ventanilla y rodeada de paparazzis; y el tiempo de la zona, por lo general bastante malo, aporta lo necesario para terminar de amargarte la visita.
Debo admitir que todo ello es bastante divertido, si bien no tremendamente original: el parque temático deteriorado hasta la tetricidad es más bien un tropo —tal vez ya un cliché— que se encuentra en muchos rincones de la cultura pop, desde el mítico comic de Batman creado por la increíble pluma de Alan Moore The Killing Joke, de 1988, pasando por películas de todo tipo, como por ejemplo Carnival of Souls, del año 1962, o la tercera entrega de Final Destination (donde la feria, más que encontrarse en estado decrépito, se convierte en un gigantesco signo premonitorio de la muerte), hasta la zona de Witchyworld en el videojuego Banjo Tooie, uno de los niveles más adictivos de la añeja saga (y esos son sólo los ejemplos que se me ocurren a mí, pero echad un ojo a la página correspondiente de TVTropes si os interesa el tema).
Lo que entorpece el espectáculo, no obstante, no es tanto la gran difusión del motivo sino -antes bien- la brutal obviedad de la propuesta, su mensaje mejor descrito con la expresión «in your face»: al fin y al cabo, todos sabemos -digo yo- que las realidades de un parque de atracciones distan mucho de la imagen que éste nos quiere vender, que las condiciones laborales a menudo son deplorables, que allí dentro hasta la botella de agua tiene un precio exagerado y que si no estás dispuesto a pagar la entrada -y a seguir pagando una vez estés allí- te verás privado de ese peculiar tipo de diversión. Sabemos a la perfección que las apariencias tan cuidadas y perfeccionistas que esos parque exhiben suelen situarse con frecuencia muy próximas a la condición de repugnante; que el exceso de atención a la superficie resulta en determinados entornos artificioso, algo que, en el fondo, puede ser tan desagradable a segunda vista como lo es Dismaland nada más entrar.
En suma: sabemos que el núcleo más íntimo, el corazón oscuro de cualquier parque de atracciones es tétrico, que esa acrecentada insistencia en divertirte (y pagar) a menudo resulta, más que hilarante, deprimente y alienante. ¿Para qué, entonces, un Dismaland que reúna toda esa desazón de la manera más explícita? ¿No sería mejor hacernos ver justamente lo contrario: que Disneyland, con todo su esplendor superficial, su felicidad forzada, es, de hecho, Dismaland? Que el reverso repugnante, obsceno y siniestro es indisociable del anverso lustroso… Claro que conseguir eso sería más difícil. Casi imposible sería también (lo reconozco plenamente), por ejemplo, introducir de manera clandestina algún elemento artístico insospechado, perturbante y espantoso en un parque temático de verdad, ya que allí no sólo insisten en que te lo pases bien, sino que también cuentan con un dispositivo de seguridad alucinante. Pero optar por una solución cómoda y evidente, separando ese turbio trasfondo y coagulándolo en Dismaland, donde parece que hasta la broma más boba y sórdida —hay un tiovivo, evidentemente estropeado, donde algunos caballitos han sido reemplazados por cajas en las que pone ‘lasaña’— tiene cabida, es una propuesta definitivamente facilona.



No es oro todo lo que un día relució
El emplazamiento del parque de Banksy cerca de la pequeña ciudad de Weston-super-Mare, antaño un célebre seaside resort en la costa oeste de Inglaterra, resulta, cuando menos -¡y para colmo!-, desatinado. Al igual que prácticamente el total de esos balnearios que durante la época victoriana experimentaron un primer boom turístico, y que después, a partir de la segunda mitad del siglo veinte, han ido perdiendo su atractivo en favor de otros lares más soleados como Magaluf, Weston —ahora ya ni célebre ni resort ni nada— ha sufrido un lento y doloroso declive. Aunque la elección del sitio para su Dismaland seguramente haya tenido que ver sobre todo con cuestiones logísticas y memoriales —se sospecha razonadamente que Banksy es de Bristol, a unos pocos kilómetros de Weston, y él mismo alega haber veraneado allí alguna vez de niño—, sorprende ese deseo de hacer todavía más explícitos, en tono jocoso, el dolor, la privación y el decaimiento de un lugar ya bastante castigado por la Historia. Decía antes que Disneyland es Dismaland, pero también podría decirse que Weston-super-Mare es una suerte de Dismaland amplificado; sólo que Banksy, al parecer, no lo ve tan así.
Todo lo anterior tendría que haber sido escrito, en realidad, con tiempos verbales del pasado, puesto que, a día de hoy, Dismaland ya no existe. Se ha desmantelado y los materiales se han destinado al apoyo de los refugiados acampados en lo que se ha denominado la ‘jungla’ de Calais; un gesto noble que ciertamente le ha granjeado buena prensa al artista, aunque yo personalmente me pregunto qué van a hacer allí con una sirenita desfigurada, una carroza de calabaza y un puñado de globos con la etiqueta ‘Soy imbécil’ sin inflar (me dejaré sorprender). «Coming soon… Dismaland Calais. No tickets available online» nos informaba la página web en su momento, justo cuando acontecía esa mudanza transformadora. Palabras que su autor juzgó, sin duda, ingeniosas y mordaces, pero que en verdad se toman a la ligera una situación que roza la catástrofe humanitaria. Será que todo aquello está permeado por una ironía tan sutil que no la capto, o será también que soy un aguafiestas incapaz de divertirse con la burla de algo inventado que también existe —mucho más real, aunque con pintas diferentes—, precisamente, cerca de aquí. Sea como sea, si aún hoy existiera, yo exclamaría lo mismo que exclamó Rebecca Mead en el New Yorker, quien, a mediados de 2015, proclamó: ¡yo no voy a Dismaland!
Los grafitis no dejan ver el bosque
Dismaland ha sido, sin duda, la intervención más extensa y ambiciosa por parte del artista británico, quien se dio a conocer en un primer momento gracias a sus grafitis, unas obras subversivas y diferentes a las anteriormente conocidas que aparecían de manera misteriosa en una variada multitud de emplazamientos urbanos. En los último años, sin embargo, se ha hecho notar más que nada por sus guasas artísticas, a menudo conocidas por un público más amplio gracias a los precios exorbitantes que llegan a alcanzar en las casas de subastas más reputadas del mundo. Pienso, desde luego, en su personal interpretación de los nenúfares de Monet, que plasmó bajo el título fantasioso de Show Me the Monet (se trata, qué duda cabe, de un hombre con gran garbo lingüístico, aunque sigo sin entender ese vínculo entre Monet y money, más allá del dad joke de cambiar en una expresión frecuente una palabra por otra que suena parecida. Ya sabéis, eso de decir Tel Aviv en lugar de c’est la vie…).
Concretamente, Show Me the Monet es una pieza de appropriation art (with a twist, diría Banksy). En ella se nos presenta el archiconocido estanque de Monet en su jardín de Giverny, siguiendo las pautas del francés según éste las plasmó en sus obras, como ocurría con Nymphéas et pont japonais, del año 1899. El observador se encuentra, pues, ante una escena que irradia serenidad, contemplando un puente de inspiración japonesa que se arquea elegantemente por encima de un pequeño lago adornado de flores. Pero, ¡ay! ¿Qué es eso? De repente se avistan —ahí tirados, dejados de la mano de dios— dos carritos de la compra y un cono de tráfico. Toda una ruptura con el idilio del jardín, escenificada con gran tino en lo que es, seguramente, uno de los comentarios más sutiles sobre los peligros de la contaminación del medio ambiente y el deterioro de los espacios públicos…

En Show Me the Monet, ya lo habéis intuido, encontramos de nuevo esa veta facilona del británico, tan presente en su Dismaland. Desde luego, siempre es buena idea homenajear la obra de otro artista, a menudo ya parte del panteón, con una interpretación propia. La historia del arte moderno y postmoderno está llena de ejemplos de apropiaciones maravillosas: los ya consagrados fotogramas de Cindy Sherman, que, en lugar de emular una obra cinematográfica en concreto, imitan las estéticas de diferentes tipos de cine, al tiempo que pasan revista, con un guiño irónico, a los papeles femeninos estereotípicos del momento; las mil y una caras de Yasumasa Morimura, quien desafía los límites de la época, del estilo, del género y de todo lo demás en sus espectaculares metamorfosis; o también, creadas por autores más geográficamente cercanos (quiero decir, de aquí), obras como La liberté raisonnée, de la genial Cristina Lucas, que convierte el famoso cuadro de Delacroix, La liberté guidant le peuple, en una joya del videoarte; o los numerosos homenajes de Ramón Gaya, con los que el murciano expresó su admiración por los pintores españoles y europeos que más le entusiasmaban, por mencionar sólo cuatro ejemplos de un sinfín de posibilidades.
Como digo, hay muchas piezas apropiacionistas formidables, pero la de Banksy -muy probablemente el más famoso de la lista- no es una de ellas (si opináis lo contrario, hacédmelo saber en los comentarios). Resulta demasiado obvio ese intento de casar un homenaje a una de las grandes estrellas de la pintura con un tema de moda al que le vendría bien que estuviera un poco menos de moda y que recibiera, en cambio, una atención más duradera, seguida por acciones consecuentes. Incluso cuando obviamos el -a mi parecer- diáfano comentario sobre el medio ambiente y contemplamos la obra en una clave más abstracta —en la línea de «apreciemos las tensiones inherentes a la complicada relación arte–realidad»—, no le encuentro la gracia: es evidente que el jardín y el estanque de Giverny no son tal cual los pintó Monet; su impresionismo trata de captar una atmósfera antes que un motivo, en un proceso que idealiza el último al mismo tiempo que lo difumina (parecido, tal vez, a cómo uno se acuerda de momentos placenteros en el pasado, donde los detalles diminutos tienen muy poca o ninguna importancia). Entonces, ¿la quintaesencia de la obra de Banksy cuál es? ¿Qué propone: que la realidad es siempre más fea que su plasmación artística, sobre todo cuando se trata de pintura antigua? Meh.
‘Francisco Lezcano, el Niño de Vallecas’, de Diego Velázquez (1643-1645). ‘El niño de Vallecas’, de Ramón Gaya (1987). ‘La liberté guidant le peuple’, de Eugène Delacroix (1830). ‘La liberté raisonnée’, de Cristina Lucas (2015).
El globo Banksy se desinfla…
El segundo ejemplo de ese tipo de bromas artísticas no puede ser otro que aquella versión en papel y enmarcada de su Girl With Balloon (un motivo que ya había empleado el británico en una serie de grafitis), que nada más venderse en subasta por el módico precio de 1,18 millones de euros procedió a autodestruirse mediante una trituradora de papel escondida en el marco. ¡Qué risa! Una pena, en realidad, que también el concepto de la obra de arte que de algún modo acaba con su propia existencia —se destruye, se pudre, se desvanece, se consume— hubiese encontrado ya su nicho en el arte del siglo xx y xxi, donde aparece bajo mil formas distintas, muchas de ellas, me atrevo a decir, más ingeniosas y sorprendentes que la de Banksy. Pensemos, por ejemplo, en quien es -sin duda- uno de los pioneros de esa especialidad: Jean Tinguely, cuyas máquinas enloquecidas —que son, a su vez, una suerte de versiones tangibles y escultóricas de las famosas máquinas de Rube Goldberg— hacen de todo: reproducir música y grabaciones habladas, emitir luces, humo y vapor, hacer dibujos, moverse sin rumbo por el espacio y, en ocasiones, también autodestruirse (gloriosa la presentación de una de ellas en el MoMA cuyo proceso de autodestrucción causó tal pavor que se vio truncado por unos bomberos que no se fiaban de ella).
Pero la destrucción mecánica no es la única técnica con la que determinados trabajos se oponen a esa idea del carácter fundamentalmente atemporal de una obra de arte material: también hay piezas que, ya próximas a la performance, viven tan sólo unos instantes, como la Sky Ladder del artista chino Cai Guo-Chiang, una tambaleante escalera de fuegos artificiales que alumbró el cielo nocturno de su pueblo natal; obras que se van agotando (y también, en ocasiones, reponiendo), como las pilas de golosinas que Félix González-Torres creó en homenaje a su pareja Ross Laycock, cuya lenta erosión por mano de los visitantes —puodías coger siempre cuantas quisieras— pudiera leerse como velada y juguetona metáfora de los estragos causados en el cuerpo humano por el SIDA; o también obras en las que el proceso de deterioro actúa con decidida lentitud, como el arte de moho del alemán Dieter Roth, quien creó mundos fascinantes en sus lienzos a partir de lonchas de queso podridas y embutidos echados a perder, al tiempo que elaboró esculturas íntegramente compuestas de materia orgánica en descomposición (inolvidable su conejo hecho de, ¡sorpresa!, caca de conejo).

¿Ricardo Corazón de León, Kim Kardashian o Robin Hood?
Como veis, gran parte de lo que hace Banksy (sobre todo últimamente) lo hacían y lo siguen haciendo muchos otros, con unas propuestas bastante más atractivas, divertidas y solventes (al menos para mí). Debo decir, no obstante, que lo que menos me convence del ‘fenómeno Banksy’ es la historia del personaje mismo, ese matrimonio entre el viejo mito de Robin Hood y la tan moderna pseudo-cercanía que auspician las redes sociales -sobre todo Instagram-. Al igual que estrellas del tipo Kim Kardashian, Kylie Jenner o Chiara Ferragni, Banksy se percibe, a pesar de su fama mundial, como un tipo en apariencia semi-corriente, medio normal, un boy next door que sorprende a los aficionados con sus murales politizados. Sin embargo, a diferencia del clan de las Kardashian, cuyo emporio estriba en la idea de una fundamental proximidad con sus admiradores («lo único que nos diferencia es que tú aún no tienes ese rimmel/leggings con estampado de leopardo/pinza de pestañas… que te voy a vender»), Banksy está a la vez cerca —en nuestras ciudades, en nuestras pantallas— y lejos, pues ni siquiera sabemos quién es.
Está lejos, no obstante, por otro motivo más: por mucho que se dedique a cultivar esa imagen de chico políticamente subversivo, gracioso y normalucho que prefiere el anonimato a la fama, Banksy no es un simple grafitero más, no es un tipo de barrio que lucha como tantos otros por la justicia social, sino que es, antes bien, un multimillonario cuyas bromitas anti-sistema se integran perfectamente en su figura. Cierto es que ha hecho alguna cosa verdaderamente admirable, por ejemplo eso de hacer aparecer unos dibujos suyos en la Franja de Gaza (cierto es, también, que después le dieron bastante igual las consecuencias: una de ellas la vendió un pobre hombre, sin saber que era de Banksy, a un vecino taimado por unos míseros 175 dólares…); pero, en general, opino que le concedemos demasiada atención (y también demasiado dinero) a un tipo que no merece tanto.
Menos es más
Un último ejemplo para ver hasta qué alturas llega esa adoración por Banksy: las Navidades pasadas, la jefa y los empleados de un pequeño museo independiente de Ámsterdam decidieron incluir en su guateque de fin de año una pequeña sesión de agradecimiento al artista británico delante de uno de sus cuadros, que acababan de vender —por nada menos que por un millón y medio de libras— a un comprador anónimo de los Estados Unidos. Kim Logchies-Prins, la fundadora del Moco, relata que tuvieron que vender la pieza para que el museo pudiera seguir operativo sin tener que despedir a nadie, y así lo recogía también un artículo de The Guardian: «Banksy work saved staff jobs». Si uno no aborta la lectura tras semejante título, sin embargo, resulta que —¡uh, qué alivio!— los puestos de trabajo siempre estuvieron a salvo, ya que el gobierno neerlandés los rescató al cien por cien (como a muchos otros) con unas ayudas destinadas a mitigar el impacto del coronavirus. Los ingresos de la venta, por otra parte, los iba a utilizar la directora meramente para pagar impuestos varios (¿?) y así garantizar el funcionamiento de su galería. Vaya, está claro que «Social democracy saves the day» o «Hurray for government aids» no tienen la misma popularidad que gritar a los cuatro vientos: «Yay, Banksy!».
Por si no os hubierais dado cuenta antes: no me cae especialmente bien Banksy. Pero tampoco quiero ser injusto. Por eso creo, francamente, que lo que nos hace falta en este mundo no son menos Banksys, sino más, muchos más: gente joven, inspirada y ambiciosa que se dedique a lo que el británico hacía en sus inicios (arte callejero para todos) y no tanto a lo que hace en la actualidad (chuminadas derivativas que se venden por cantidades millonarias). Pero claro, si mi deseo se cumpliera -¡que ojalá!- también tendríamos que recibir a esas nuevas estrellas con los brazos abiertos. Bueno, después de tanto Banksy, creo que hasta lo podría soportar.
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