Parafraseando las páginas iniciales de Los detectives salvajes (Anagrama, 1988), de Roberto Bolaño, diré lo siguiente: no sé muy bien en qué consiste el existencialismo. Tengo veinticinco años, me llamo Alfonso Mareschal, soy graduado en Derecho. Yo no quería estudiar Derecho sino Periodismo, pero mis padres me sugirieron que complementara ambas disciplinas y al final acabé transigiendo. Soy periodista. El día en que decida matricularme en un Máster de Acceso a la Abogacía seré abogado. ¿El lado bueno? Que cuando suceda -y ejerza- ya nunca podrán llamarme para que entre a formar parte de un jurado popular.
De todas las cosas buenas que tiene el Derecho creo fervientemente que ésta ha sido siempre la mejor: ahorrarte un sinfín de escenas incongruentes y disparatadas, más propias de Aquí no hay quien viva que de Doce hombres sin piedad, y promovidas recurrentemente por el ánimo disperso de sus miembros, el desconocimiento procesal o las injerencias de la prensa. Y sí, han leído bien: de la prensa.
Vaya dos profesiones aparentemente opuestas me fui a buscar, ¿verdad? Sea como sea, y siguiendo el enredo, he de confesarles una cosa: hace unas semanas me tocó estrenarme como miembro de un jurado. Y esta vez, me temo, no fue cosa del Derecho; fue culpa del Periodismo Cultural.
Atendamos a los hechos: el pasado 29 de abril se estrenaba en El Umbral de Primavera la obra participativa Juicio al extranjero, escrita y dirigida por Íñigo Santacana a partir de la monumental historia que nos dejó Albert Camus y su enigmático protagonista Meursault en El extranjero, publicada por primera vez en 1942. En esta ocasión, sin embargo, Santacana nos acerca la trama y sitúa los acontecimientos en el verano de 2019, en plena ola de calor europea. En ella, y tras la inesperada muerte de la madre de Meursault -llamado Mersol en esta versión teatral-, se comete un asesinato -¿o era un homicidio?- y se juzga la acción a posteriori, tras darle audiencia a los testigos, exponer los antecedentes de hecho e invocar, para la sala, todo el peso de la ley teatral; de la ley del teatro inmersivo, quiero decir, pues cada personaje de la obra es interpretado por un espectador determinado, con la inestimable guía del propio Santacana y del resto de los miembros de la compañía InDubio, responsables de la pieza. Así, a ti mismo -o a tu vecino de butaca- te puede tocar interpretar el papel del propio Mersol, de María (su novia), de Raimundo (su mejor amigo), del abogado defensor, del fiscal o del juez. Y, si no -y tal y como me sucedió a mí, y a muchos otros-, siempre podrás formar parte del jurado popular y ayudar a dictar sentencia.
En palabras de la editora Valerie Miles en la introducción de la antología de Granta acerca de Los mejores narradores jóvenes en español 2 (Candaya, 2021), «formar parte de un jurado es como jugar a la ouija», y en este caso también acertaría. No en balde, asistir a Juicio al extranjero es mantener una conversación con los muertos: con el cadáver de la víctima de Mersol y los motivos que lo llevaron -y se llevó- a la tumba, con el propio Mersol -que parece un muerto en vida, sin el más mínimo ápice de arrepentimiento- o con el mismísimo Camus, quien, entre otras muchas cosas, en El extranjero anotó: «en el fondo, (…) morir a los treinta años o a los setenta importa poco, pues, naturalmente, en ambos casos, otros hombres y otras mujeres vivían y así durante miles de años. En suma, nada podía ser más claro. Era siempre yo quien moriría, ahora o dentro de veinte años. En este punto, me molestaba un poco en el razonamiento el salto terrible que sentía dentro de mí pensando en veinte años de vida por venir. Pero lo reprimía imaginando cómo serían mis pensamientos dentro de veinte años, cuando a pesar de todo llegase el momento. Desde que uno debe morir, es evidente que no importa cómo ni cuándo».
En Juicio al extranjero, y atendiendo a las leyes del teatro -de las que antes hablábamos-, tampoco importa demasiado ni el cómo ni el cuándo, pues cada función es diferente e, inequívocamente, obedece más al azar que a la premeditación. Por su parte, ¿a qué clase de impulsos obedecerá Meursault? ¿Sería posible que, como dejó caer Albert Camus, «en su precipitación irresistible, el azar y la posibilidad, por una vez, al menos» pudieran cambiar «alguna cosa»? La sentencia es firme: averígüenlo ustedes mismos hoy -o cualquier otro jueves de mayo- en El Umbral de Primavera. Se los aseguro: es muchísimo más útil que haber estudiado Derecho con el único objetivo de evitar, así, la paradoja del jurado popular.
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