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Color local

¿Cómo luce un pueblo castellano a cualquier hora del verano -pero sobre todo los miércoles, que hay mercadillo-? Con miles de colores y uno sólo a la vez -el arcoíris y el amarillo-, mientras la vida se decide entre el bullicio y el campo.

Escribo en una mesa improvisada bajo una ventana donde cuelgan cortinas blancas con dibujos florales. Los tejados del pueblo son naranjas y el sol derrite las aceras engullendo a la gente como si la calle estuviera habitada por las moscas. En el balcón de la acera de enfrente, una mujer de pelo corto y delantal intenta pegar en la ventana la estampa de una Virgen después de regar una infinidad de macetas. Más arriba de los tubos durmientes de las chimeneas se alza la sierra que corta un azul pálido y caluroso. El ruido del ventilador disimula los gritos de unos niños que parecen bañarse en alguna piscina desmontable. Tecleo y borro, borro y tecleo. Me siento como el protagonista de By the sea intentando buscar por los rincones de su memoria alguna buena historia que contar. Pero al contrario que el atormentado Brad Pitt, aquí no hay caserones frente al mar, ni agujeros en las paredes del hotel para espiar vecinos. Es la España más pura y profunda que ya narró Truman Capote en Color local.

Por entre las rendijas de la persiana de madera se filtra el bullicio de la calle y el claxon incesante del panadero. Son las siete y cuarto de la mañana y es el día del mercadillo. Anoche quedé dormido tras volver a ver A pleno sol, de René Clément, donde un joven Alain Delon pasea por el mercado chaqueta al hombro entre puestos de pescado y marisco. Desayuno café con pastas de huevo y bajo al bullicio donde las lonas de los puestos ya se alzan bajo un cielo espeso que pica la piel. Imito el paseo del eterno galán francés entre cajas que exhiben fruta y verdura a buen precio, y observo a las mujeres que se detienen en la ropa colorida de baño. Los miércoles, donde los vendedores ambulantes hacen parada en esta pequeña localidad perdida, las amas de casa salen para cubrir con entusiasmo la calle del parque, donde se amontonan los puestos. En la esquina donde un bar toma nota de comida preparada por la ventanilla, una familia está teniendo un éxito tremendo con una furgoneta donde venden melones y sandías a tres euros la pieza. Lanzan el anzuelo a viva voz «ofertaaa, oferta: dos a cinco euros, dos a cinco euros señoras», y un bullicio de vecinas con el carro de la compra varado alrededor de las espuertas sacan sus monederos esperando turno. De lejos parece la furgoneta de alguna estrella del rock que firma autógrafos improvisados.

Los niños, ya sin colegio, acompañan a sus madres con la intención de conseguir un regalo en forma de camiseta o muñeco. Son acompañantes obligados que, a pesar de las horas ociosas, detestan caminar entre los callejones que forman los tenderos donde sus madres encuentran conversaciones de gangas y recetas. Los otros niños del mercado, los que esperan detrás del puesto, ayudan despachando y colocando el género mientras sus padres se desviven por atraer clientela. Son dos mundos muy distintos que se tocan en la estrechez del asfalto.

Una vez sumergido en el tumulto, siento que el mercadillo local es sin duda la venta en toda su pureza. Llegan desde puntos diversos de la comarca sin salir el sol con furgones o camionetas, colocan los alambres y las lonas, y con la delicadeza de un químico nuclear sacan de los baúles el género. No se presentan bajo ninguna firma internacional, ni vienen amparados por costosas campañas publicitarias. Es la venta en la esencia del principio de los tiempos, donde la maestría del vendedor juega el papel importante ante la clientela que pasea y observa. La calle es el otro elemento que otorga esa capa legendaria. Lejos de los grandes centros comerciales o avenidas urbanas, el ambulante monta y desmonta su negocio en apenas una mañana con la intención de regresar vacío. Por ello, cuando un cliente pregunta, comienzan un proceso de cortejo como si fuera la última llave para obtener la libertad.

Cerca de la una y media del mediodía, el sol de julio se clava en el alquitrán y las vecinas del pueblo huyen a sus hogares a preparar la comida. Es entonces, tras un leve recuento, cuando se abre la portezuela del camión y de nuevo suben la mercancía para continuar la ruta. En la terraza del bar termino de anotar las impresiones de esta mañana de verano. Los jubilados que aguantan con una cerveza y poca conversación miran con extrañeza mi pequeño cuaderno. Pago con monedas el vermú blanco y regreso a la casa encalada donde me alojo. La vecina de enfrente mueve la manivela para bajar el toldo. El color local es de un amarillo intenso.

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