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La casa y la memoria

En el plano de nuestros recuerdos se levantan los tabiques, las paredes y la gloria con la misma facilidad con que años más tarde se derrumbarán y darán paso al polvo, las ratas y la escoria. Sólo sobrevivirá una pregunta, de entre todas las cosas: «¿Qué queda entonces?».

En muchas ocasiones he imaginado la memoria como una casa antigua de pueblo. Una de aquellas que tienen los tejados naranjas y las chimeneas cuadradas. Viviendas de fachadas blancas de cal y ventanas con rejas de forja. Casas de muros anchos donde el verano apenas aprieta y el calor de una estufa detiene el bisturí de las noches de enero. Una casa grande donde los juegos se realizan en el patio plagado de macetas con enormes hojas verdes. El aroma que deambula por las habitaciones es de puchero de abuela y ropa tendida. Se escucha el motorcito de la máquina de coser con la televisión o la radio al fondo. Una casa que todos llevamos dentro y que nos acompaña por los distintos caminos que elegimos.

Si continúo con esta comparación imaginaria diría que, en los recuerdos de infancia, observas esa casa como el único reino que se ofrece. Un castillo inmenso donde apenas aprecias síntoma de deterioro o vejez. Que te protege entre sus habitaciones y alberga esos primeros años de inocencia. Es el nido, el cascarón y la falda larga donde arroparse. Conoces cada habitación y, sin embargo, vas hallando nuevos rincones. Siempre tienes la certeza de que algo novedoso saldrá a tu encuentro. Es el inicio de los descubrimientos.

Con la llegada de la adolescencia y la primera juventud, la casa, de pronto, se hace pequeña. El mundo está en la calle, fuera de sus muros, y los que allí habitan se convierten en rutina. Es el cambio de estación donde es obligado emigrar. Sin embargo, la casa ya está clavada en las tripas y la semilla ha comenzado a extender sus raíces. No observas el deterioro de los años porque el viaje de migración —el trabajo, la pareja, la ciudad— ha hecho que no mires hacia atrás. Que alces el vuelo con la fuerza que te otorga la juventud y esa —a veces estúpida o rebelde— energía de pretender comerte el mundo.

Cuando todo el huracán anterior comienza a frenarse y llega la madurez empiezas a recordar la casa. Las raíces de aquella semilla han crecido dentro, se han hecho fuertes y suben hasta la más profunda nostalgia. Aquella energía se debilita y, como decía el maestro Julio Cortázar, «pasados los cuarenta años la verdadera cara la tenemos en la nuca, mirando desesperadamente para atrás». Ahí es cuando vuelves y observas que sus muros descascarillados dejan ver el ladrillo, el tejado se ha plagado de malas hierbas y la chimenea no escupe humo. Los olores dentro de la casa son neutros, o, peor aún, ajenos. La memoria comienza a crecer con mayor fuerza en el pasado y los días venideros parecen de papel cebolla.

Cada veintiuno de septiembre se recuerda a nivel mundial que el Alzheimer sigue afectando a multitud de personas. Esta terrible enfermedad degenerativa va destruyendo los recuerdos de forma gradual hasta dejar caer una niebla completa que apenas permite realizar tareas cotidianas. Y es que sin la memoria quedamos privados de los ladrillos que han ido construyendo nuestra vida. Imaginad por un momento que olvidáis todas vuestras decisiones, los logros y fracasos, los nombres y rostros… El escritor uruguayo Eduardo Galeano —con su bella ironía— solía decir que «los científicos dicen que estamos hechos de átomos, pero a mí un pajarito me contó que estamos hechos de historias». Estas palabras de Galeano vienen a resumir que sin esas historias que han ido armándonos a lo largo del tiempo seriamos huérfanos de nosotros mismos. Nos construimos con los sueños de juventud, la carrera profesional, el libro que nos cambió la mirada hacia el mundo, aquel viaje o los nombres que jamás quisimos volver a escuchar. Todo es parte de un esqueleto que, si se pierde, hace que lo demás se derrumbe en el vacío.

Cuando se sufre la enfermedad, las grietas parten la fachada de cal y los desconchones caen a la acera. Los insectos devoran las vigas lentamente, que, junto a la humedad del tiempo, van haciéndolas quebrar. En un momento dado, la madera cede y el tejado cae cubriendo todo de un polvo blanco que nubla la vista, que hace cerrar los ojos. Es ahí donde la casa claudica y se derrumba cubriendo el espacio de Nada. Ya no existen habitaciones para recordar la infancia, ni tan siquiera la puerta donde iniciaste el vuelo o el retorno. La casa desaparece dejando un terreno erial en mitad de la calle. ¿Qué queda entonces?

Acerca de Manuel Molina

Manuel Molina (Daimiel, 1984) es graduado en Relaciones Laborales y Recursos Humanos. Ha publicado la novela 'Arena en la garganta' (Acen editorial) y varios relatos sobre el mundo rural para antologías en la editorial Playa de Akaba. Desde hace años participa con artículos de opinión y cultura en medios regionales manchegos. En la actualidad se encuentra inmerso en su segundo proyecto literario.

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