Hace justo un año, Pablo Caldera (Madrid, 1997) triunfó fracasando. «Ever tried. Ever failed. No matter. Try again. Fail again. Fail better», como diría Samuel Beckett; pero mejor. A fin de cuentas, ¿quién quiere fracasar otra vez cuando desde el principio ya lo ha hecho maravillosamente? Bueno, hay una excepción: la estética, que se empeña en seguir su camino de autosabotaje y alienación. Por supuesto, jamás me hubiese atrevido a escribir la última línea si no hubiera leído El fracaso de lo bello. Ensayos de antiestética (La Caja Books, 2021), del propio Pablo Caldera; y como aún lo hago lleno de dudas, pudor y respeto, invoco la presencia del autor para seguir hablando sobre los límites de la belleza.
PREGUNTA: Me apetece empezar la entrevista refiriéndome a una de las ideas de Nicholas Mirzoeff que tú mismo citas en El fracaso de lo bello: «la vida contemporánea se desarrolla en la pantalla», pues nos viene como anillo al dedo para contextualizar esta conversación, que transcurre, precisamente, gracias a la intermediación de una de ellas. En tu caso, te referías a las del cine y la televisión, que se erigen como espejo y configurador de «subjetividades», pero ¿hasta dónde dirías que llega su influencia?
RESPUESTA: Me interesaba partir de ese esquematismo, porque lo que en principio quería hacer con el libro era una crítica de la mirada, un análisis de la condición de espectador, no desde la distancia fría sino desde la propia experiencia, desde mi mirada situada, a pesar de que lo confesional solo aparece al final. Me interesaba investigar ese sujeto que se genera en la relación de la mirada masificada y que, frente al sujeto que analizó la filosofía del último siglo que más me interesa (o sea, el sujeto revolucionario, el que germina en la relación capital-trabajo), se ha visto reducido a su condición pasiva, hasta el punto de que en la propia definición de «espectador» se incluye dicha condición. De ahí, y no de una exploración de la fealdad, procede la «antiestética», que es más metodología que fin en el libro. Por todo ello el libro se abre con una disquisición sobre lo que está «enfrente».
P: Siempre me ha gustado el aforismo que presenta al ser humano como a una criatura libre de «hacer lo que quiere; pero no [de] querer lo que quiere». ¿Sucede algo similar con la belleza?
R: Es curioso, a pesar de interesarme la noción de gusto (siempre desde Bourdieu), toda la vida he sentido cierto rechazo a la noción de «canon estético», no a su aplicación, ni a su persuasión (que acepto, y que de pequeño me explicaron machaconamente con Las tres gracias de Rubens); y siempre he sentido rechazo al oír a algún neoplatónico conectar Igualdad y Belleza porque ante algo como una puesta de sol u otro fenómeno bello natural «somos iguales». Está claro que, en el capitalismo tardío, hay cierta belleza dirigida, pero es que eso ha llegado a ser evidente para todos, y sin embargo funciona.
P: En Obra maestra (Anagrama, 2022), Juan Tallón pone en boca del escultor minimalista Richard Serra la siguiente afirmación: «la función del arte, la aspiración de los creadores, es (…) cambiar el significado a través de la percepción, no cambiar el significado a través de la belleza». Sea como sea, y aunque pudiera parecerlo, éste sigue siendo un argumento estético, ¿verdad? Porque, además de ser «una expresión y no un discurso», ¿de qué hablamos cuando hablamos de antiestética -esa «disciplina siempre por fundar»-?
R: Bueno, esa frase de Serra es estupenda y se aplica muy bien a su arte, pero podríamos entender la estética, à la Barthes, como una cuestión de «dispersión de sentido» y no de significado. Eso me parece más acertado. A día de hoy casi nadie defiende una estética centrada en la belleza, de hecho la estética es un discurso plural: se habla de estética(s) de X (de la performance, de la instalación, de la política). Por eso mismo, identificar la «antiestética» con un discurso sobre la fealdad o la crueldad me parece problemático: ambos son conceptos estéticos. Para mí la antiestética es una cuestión metodológica: creo que es más fructífero, en este campo de estudio, partir de la negación, o incluso de la imposibilidad de la estética. Es decir, partir de Adorno. No es «nada nuevo», y tampoco es una forma cerrada de entender el campo artístico o ciertos fenómenos concretos. José Luis Brea, que fue uno de los grandes pensadores del cambio de siglo en España, alguien de quien tendríamos que hablar más, comparaba la estética con la teología, y los estudios visuales con los estudios culturales de la religión. Esa es, evidentemente, aunque no se nombre como tal, una vía antiestética.
P: Hay dos conceptos que orbitan el ensayo que me llaman mucho la atención, pues, aparentemente, hay quien podría confundirlos como antónimos, cuando ambos son consustanciales a la «actitud [o conducta] estética»: el desinterés y la predisposición. ¿Qué implica cada uno? E igual de importante: ¿dónde coinciden y difieren?
R: Lo que más me llamó la atención de la revisión histórica de la estética fue comprobar como esta nombraba una «actitud» o una cierta «conducta» (en la tradición española de la Escuela de Madrid, que es donde, por deformación profesional, me vi obligado a comentar, es incluso una «razón»), y lo común en casi todos los autores era ese dogma kantiano del desinterés; pero lo que en Kant era una cuestión de «juicios» relacionados con lo bello, acaba pervirtiéndose y anquilosándose como el paradigma de la condición estética. Lo que yo intento sostener es que no existe tal «actitud», o no existe ya en nosotros, pues en nuestra iconocracia es muy difícil distinguir lo que es estético de lo que no. La estética está anquilosada en nuestra percepción de mundo, ha ido poco a poco labrándose esa «predisposición», que tiene algo más de normatividad que la disposición de Bourdieu (por eso es «pre-«). Pero la «predisposición» no modela una actitud o una conducta, ni las dirige, pues es algo externo a nosotros. Así, en resumidas cuentas, funciona la relación sujeto-imagen en el capitalismo tardío. Por eso me interesaba partir de la idea del «osito de peluche», que discuto en el primer capítulo del libro.
P: Ahora que lo feo también parece responder a ciertos patrones estetizantes y bellos, me acuerdo mucho de los libros Historia de la belleza e Historia de la fealdad, de Umberto Eco; y me vienen a la mente porque el mercado resulta paradójico con ellos. Es decir, en pleno siglo XXI, donde la «ambición en la persecución de lo feo por lo feo -o en su falta de preocupación total por la belleza-» atiende a un potentísimo «poder de persuasión», comparable, incluso, con la persecución de lo bello -como tú mismo describes al hablar de la gobernanza estética-, parece que el público siga prefiriendo hacerse con el primero, de acuerdo al diferente número de ediciones que cada uno cosecha. ¿Crees que la belleza siempre acabará sobreponiéndose, a pesar de darla por muerta?
R: Es un conflicto que, a pesar del título (que es un macguffin), no me interesa demasiado. Como intento explicar en el capítulo que comenta un texto de Antonio Muñoz Molina, la palabra «belleza» connota siempre algo de misticismo, y casi siempre quien la enuncia sugiere autoridad. Puestos a investigar categorías estéticas, hagámoslo con la «crueldad» (como Maggie Nelson) o la «felicidad», y con ese movimiento demostremos dos cosas: que la estética, tal y como la concebíamos, ya no nos sirve, y que su «alargamiento» y su expansión pasan necesariamente por la derrota o el fracaso de sus conceptos base. Contestando a tu pregunta: el otro día miraba con mucho respeto y miedo el gráfico con el que el ambientólogo Ed Hawkins explica el cambio de temperatura en los últimos doscientos años. Y el gráfico impacta no solo por su cruda representación de un fenómeno impactante, sino por su eficacia estética: la paleta de colores es simple pero llamativa, tremendamente útil (de hecho, son los colores del logo de Rebelión científica o de El libro del clima). El gráfico se ha criticado desde la comunidad científica por su esquematismo, pero es también una obra de arte. Una muy importante.

P: En la pregunta anterior hacía mención al público, a quienes me refería de forma global y genérica; pero quizás tendría que haber hablado de «consumidor cultural», sobre quien tú levantas una férrea defensa. Entre otras cosas, entiendo que con esto querías dejar claro que al hablar de gustos subjetivos no existen -o no deberían existir, más bien- unos que sean mejores que otros, ¿no?
R: Un año después, es el capítulo que más matizaría, o lo repensaría; hay en ese capítulo algunos análisis concretos, como el de la película de Carpenter o Los días felices de Beckett que es lo único que no tocaría. Lo demás me inquieta, sin llegar a perturbarme, porque no sé si sigo de acuerdo con mi tesis. Tomé esa defensa del consumidor cultural como un punto de partida especulativo, pero no sé si fui consciente de las posibles consecuencias. Y salió algo raro. Sobre gustos ya lo dijo todo o casi todo Bourdieu. Pero una cosa es el público, otra el espectador y otra el consumidor cultural, aunque estos dos últimos van casi siempre de la mano; son definiciones externas a los grupos que a la vez modifican nuestra relación con las artes; «espectadores» suele hacer referencia al cine o a la televisión, rara vez al teatro (donde se habla de «público» y «asistentes») o a la ópera o la performance, y la paradoja reside en que está íntimamente ligado al consumo entendido como algo «pasivo», cuando en el consumo hay una actividad inquietante.
P: A quien sí le interesa la polarización es al columnista patrio, interesado, más que en fomentar el auténtico debate, en ejercer un «intelectualismo de postín» y dirigirse al «espectador medio» -que es algo que no termina de existir más allá de su periódico y su imaginación- para salvarlo. Dime, a lo largo de estos años, ¿cuánto daño le ha podido hacer la opinología de masas a la verdadera -y sosegada- reflexión? O formulado de otra manera: ¿crees que en España polemizamos por encima de nuestras posibilidades? ¿Nuestra concepción actual de la belleza es un daño colateral provocado por la crítica™ -que, con tus propias palabras, «es lo contrario de la estética»-?
R: Sería demasiado ingenuo si creyera que la opiniología es nociva para la intelectualidad, o como queramos llamarlo. No soy un «apocalíptico» y creo que la tribuna y la columna son espacios fundamentales de la cultura pública, que la formación de opinión es una cosa inmerecidamente vilipendiada; otra cosa es el «uso» privativo y elitista de esos espacios. Pero si en el libro estudio el «columnismo patrio» es porque creo que compone una tendencia estética fundamental, vertebradora de un cierto estilo que se replica en este país. Además, la columna de Muñoz Molina, que se viste de crítica, no es sino ideología velada, e ideología estética. No se me ocurría ejemplo mejor para ver cómo funcionan o chocan ambos conceptos.
P: Siguiendo con el tema del consumismo cultural -que, en cierto sentido, también podría asociarse con el consumo periodístico-, tú mismo te preguntas que, cuando «el consumidor emplea tiempo pensando en la procedencia de lo que consume (…), ¿a qué otra actividad le arrebata ese tiempo?»; algo que a mí, particularmente, me provoca escalofríos. A fin de cuentas, y en comparación con todas las facilidades que supone dejarse llevar, ¿por qué debemos evitar hacerlo?
R: Bueno, están todas estas críticas situacionistas a la noción de «tiempo libre» que ayudan a entender los peligros de esa idea. Uno de mis proyectos más deseados consiste en un análisis histórico-social del «viernes por la tarde», y no me engaño, mis momentos más felices de niño (o al menos así yo los recuerdo) tienen que ver con el consumo y el tiempo libre. Hay algo en el centro comercial, en el multicine, un destilado infantil, o un recuerdo estético, que no puedo rechazar por completo, y que me obliga a posicionarme en un espacio paradójico con respecto a la idea del consumo (cultural). Sé que, con todo lo que sé ahora, nunca podré recuperar esa energía, esa emoción de viernes por la tarde. También eso me afecta.


P: «El ocio es la prolongación del trabajo (…). No hay apenas distinción entre una sala de cine y una oficina más que la estética; ambas tienen la misma finalidad productiva (si se compara la venta del tiempo para producir placer o goce visual con la venta de la fuerza de trabajo)», anotas en uno de los capítulos de El fracaso de lo bello. ¿Podrías profundizar un poco más en esto? Porque, a pesar de una discrepancia inicial, creo que, en el fondo, es absolutamente cierto -aunque no queramos admitirlo-.
R: Básicamente la idea de la «mirada productiva», que parece que, de una vez por todas, «emancipa» al espectador, o lo libra de su anquilosada pasividad, también tiene problemas, y este es el principal. Hay que dejar de pensar el arte en términos de «producción», y lo que se ha hecho es, para salvar las apariencias, aplicar ese concepto también al contexto de recepción. Me parece algo nocivo. Con la «producción» sucede lo que Jaime Vindel señala a propósito de la «energía»: está tan incrustada en nuestra realidad, y en todas las ciencias y el arte, conformando un imaginario estable, que pensar allende parece imposible.
P: Por último, tus alegatos en las páginas finales me parecen acertadísimos, necesarios y hermosos, en especial éste: «La crítica necesita resituarse, necesita vaciarse de evidencias y dejar de concebirse como algo hermético, abrazar una posición cercana a la fragilidad. Esto no implica asumir la precariedad de la que difícilmente saldrá pronto, ni conduce a fomentar el entusiasmo vacío, sino a tomar de nuevo partido. Porque la fragilidad no es exactamente un estado, ni una cualidad: es una posición que se hace visible en la flaqueza de las relaciones que construimos con el entorno. Mostrar esas relaciones, incluso hacerlas endebles: ese es su cometido». E imagino que ya no sólo estamos hablando del «fracaso de lo bello», ¿verdad?
R: Cuando ahí hablaba de «crítica» me refería específicamente a la crítica cultural, pero releyéndolo creo que se puede aplicar también a la «crítica política» (que, siendo cortoplacistas, es mucho más urgente): igual conjurar libertad y límite, que es el gran proyecto colectivo de nuestro tiempo, tiene que ver con aceptar esa fragilidad.
P: Con todo, me parece que al final has logrado de una forma sobresaliente el objetivo que te proponías: «demostrar que se puede escribir un libro de estética, o un libro de crítica, sin apelar a su fuerza. Lo bello sigue ahí, en todas partes. Dejemos de pensarlo»; algo que, de hecho, me recuerda a un verso que tiene René en su canción Izquierda caviar, donde concluye que «la verdad se encuentra en los confines de la estética», que, como la cultura y la belleza, nos has enseñado que siempre está «enfrente».
R: Al final todo ensayo es una tentativa, casi siempre fallida (se me ocurren pocos, poquísimos casos en los que esto no se cumpla), de aislar ciertas formas concretas, proceder con ellas hasta la extenuación, incluso hasta el completo desconocimiento. Eso es lo que me ha ocurrido a mí: siento que ya no sé nada de lo bello, o que sé menos que antes de empezar. Pero no me apetece seguir por esa vía, que entiendo ya agotada. Esa llamada a «dejar de pensar» es un ejercicio de automutilación, de reducción del ensayo y sus capacidades a un mero ejercicio estilístico. Me gustan las películas, las obras, los libros (como Funny Ha Ha, Moses und Aron, Sauve qui peut (la vie) o La tarde de un escritor) que acaban de forma caprichosa, injustificada.
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