Alejandro Morellón (Madrid, 1985) recibe estas preguntas -y muchas otras más, estoy convencido- directamente del futuro. Y no sólo porque nos responda desde Nueva York, adonde ha ido de ruta literaria -y a vivir con un desfase de seis horas con respecto a España-, sino por la facilidad con la que se sumerge en determinadas tramas y asuntos, que, en su mayoría, son menos propias del hoy que del mañana: el advenimiento del fin del mundo, la reencarnación de Elvis, la cotidianidad de las catástrofes, la certeza de que existen los superpoderes… temas -¡todos!- sobre los que escribe en su última obra, El peor escenario posible (Fulgencio Pimentel, 2022), ganadora de la 50ª edición del Premio Ignacio Aldecoa.
PREGUNTA: El peor escenario posible comienza con un furby prediciendo el «fin de la humanidad». ¡Menuda sorpresa! Sobre todo para quienes, como yo, recuerden al pequeño peluche por unas interacciones mucho más básicas, como decir que tenía hambre, sueño o ganas de cantar. ¿Funciona así también la escritura? Es decir, ¿se empieza trabajando con unos componentes primarios y ya luego se empieza a dotar a la narración de complejidad -hasta llegar al anuncio del «fin de la humanidad», claro-?
RESPUESTA: Creo que escribir significa justamente eso, ahondar en la complejidad de lo cotidiano. De alguna manera intentamos comprender el mundo a través del lenguaje y eso significa muchas veces analizarlo (al mundo, no al lenguaje) de manera más profunda, desenterrar las capas hasta poder descubrir cómo funcionan las cosas. De pequeños nos preguntamos si la luz de la nevera efectivamente se apaga cuando la cerramos. El escritor es el que se encierra en la nevera para comprobarlo.
P: En el relato ‘Algunas verdades del mundo en el que te ha tocado vivir’ aparece una personaje que se tira por la azotea. Sobre ella, dices: «en el fondo intuyes que hay algo más que las leyes de la cinemática y piensas que un cuerpo se demora en caer lo que le cuesta a la persona asimilar la caída, abandonarse al descenso, ofrecerse a un vacío existencial». Evidentemente, recuerda a aquel minicuento de Gabriel García Márquez acerca del «desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad (…), y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía a pena de ser vivida». En el salto al vacío que implica la literatura, ¿cuánto hay de desencanto y cuánto hay de fervor por la realidad? Y lo más importante: ¿se termina asimilando la caída?
R: La literatura es en sí misma un desplazamiento. Tiene que ver con el cambio de posición, con el hecho de ver las mismas cosas desde otro lugar. En cine hay un efecto llamado «travelling compensado» que se da cuando la cámara se aleja pero el zoom se acerca (o viceversa) para resaltar un vértigo. Esa es para mí la naturaleza paradójica de la escritura: la distancia desde la que podemos vernos más de cerca.
De todas maneras, en el relato de García Márquez hay un arrepentimiento, el personaje se da cuenta del error. Pero en mi relato la protagonista entiende que no hay error posible, que no hay control sobre nada porque los cambios son inevitables y de que a veces lo mejor es entregarse a ellos con resignación positiva. Asumir esa humildad, parece decirnos la protagonista, puede resultar radicalmente liberador.
P: Respecto a lo anterior, el propio García Márquez sostuvo en alguna ocasión que «escribir libros es un oficio suicida». ¿Estás de acuerdo?
R: Es un poco como lo que me preguntabas antes, arriesgarse al desencanto para llegar a la verdad. Aunque yo prefiero quedarme con la conclusión de Nicholson Baker cuando dijo que el propósito de toda escritura era averiguar si la vida merecía ser vivida. Escribir es siempre preguntarse: ¿esto para qué?
P: Para hablar de la construcción de un texto -o de cualquier otra cosa, en realidad- suele acudirse a la metáfora de la casa: primero, los cimientos; luego, las paredes; acto seguido, las ventanas; y, por supuesto, casi siempre dejamos el tejado para el final. Sin embargo, en ‘La casa de tus sueños’ nos pones sobre aviso: hay paredes que no son paredes, sino que están hechas para ocultar. Siendo así, ¿por qué les gusta tanto a los autores levantar tabiques que luego van a derribar -como los protagonistas de la historia, que formaban parte de uno de esos famosísimos programas de reformas televisadas-?
R: Es verdad que hay un derribo en la escritura, un salirse del régimen establecido para conformar de nuevo la imagen. Romper el dibujo para luego hacer un puzzle con los pedazos. Lo verdaderamente interesante viene cuando el dibujo original y el de después no se corresponden. La realidad es otra.
P: Uno de tus personajes más extraños -y curiosos- es «la chica negra», a quien describes como «una contradicción de la existencia. La nada misma (…). El centro de todo lo temible»; y no es que dé miedo -simplemente-, «es que parece hecha de miedo». ¿A qué obedece dicha distinción?
R: Simbólicamente, me interesa pensar en el miedo como el mismo sujeto del miedo. Es decir, por una parte está el dolor, y cuando hay dolor solo hay sufrimiento, pero por otra está el miedo a tener miedo. El miedo es la posibilidad de ese sufrimiento, lo que lo antecede. El personaje de ‘la chica negra’ es el de una presencia que nos recuerda todo lo que no conocemos, todas las posibilidades que no llegamos ni siquiera a concebir. El miedo a lo desconocido del que hablaba Lovecraft.


P: En El peor escenario posible, ¿cómo has terminado relacionándote con la catástrofe? Siguiendo con el hilo de la última pregunta: ¿la buscabas exclusivamente en el resultado o también en el proceso creador?
R: Siempre he querido que El peor escenario posible fuera un libro a la vez divertido y existencialista. Uno en el que los personajes vivieran experiencias dramáticas —particulares o compartidas— pero en el que se incluyera una situación desconcertante, un elemento fantástico o absurdo, con cierto sentido de la maravilla. La catástrofe es la experiencia dramática que nos permite conocer aspectos de nosotros mismos que antes desconocíamos. Por eso, me gusta pensar que el libro no es un libro sobre los acontecimientos, sino de cómo nos enfrentamos a ellos. De cómo las experiencias nos conforman y tienen un impacto significativo en nosotros.
P: «El deseo es una cuestión de velocidad. A más tiempo, más deseo. Uno no puede desear aquello que se cumple inmediatamente», escribes. También que «la espera santifica», en ‘Teddy Bear’. ¿No puede ser ésta, acaso, una de las claves más importantes para quien desee convertirse en narrador?
R: Me gusta una frase que leí en Los reconocimientos, de William Gaddis: «el arte redime el tiempo». Creo que tiene mucho sentido la creación artística para justificar nuestra presencia en el mundo. Algo que nos dé un sentido más elevado, que trascienda a la mera supervivencia.
P: Si la última vez charlamos acerca del «gesto exterminador» que daba título a uno de tus relatos en El estado natural de las cosas (Candaya, 2021), esta vez me gustaría preguntarte por el «impulso heroico». ¿Cómo lo definirías? ¿Crees, como ocurría en la historia homónima, que puede llegar a manifestarse hasta en las circunstancias más insospechadas?
R: Me encanta que hayas relacionado estos dos relatos que, acabo de darme cuenta, funcionarían muy bien como un díptico. En los dos hay una persona que actúa de forma incomprensible ante una realidad aterradora. En el caso de ‘El impulso heroico’, tenemos a este azafato de vuelo que pese a la proximidad del accidente sigue empeñado en vender boletos de rasca y gana. Frente a la desgracia a la que no podemos hacer frente con la cordura, muy a menudo se manifiestan formas extrañas de comportamiento. Actitudes incomprensibles para lidiar con situaciones insostenibles.
P: Al final de su novela Humo (Galaxia Gutenberg, 2021), José Ovejero concluye lo siguiente: «Cerrar los ojos. Eso es lo que no puedes hacer nunca. Confiarte. Relajarte. Distraerte. Olvidarte. Con sólo parpadear el mundo cambia (…). Lo que estaba ha dejado de existir, un elemento extraño entra en la imagen y todo aquello que la rodea cambia de significado». De un modo similar, en ‘Pájaros que cantan el futuro’ tú mismo admites que «un instante basta para comprender toda la eternidad». ¿Cuál es, entonces, el poder de los hechos, de lo imprevisible, de la ocasión? En la vida, por supuesto, pero también en la literatura.
R: Estoy de acuerdo con José Ovejero, pero creo que también podría leerse al revés: si cerramos los ojos el mundo no cambia, siempre queda esa última imagen imperturbable. El hecho de asistir a la variación de la imagen es lo que pervierte la imagen misma. Porque el mundo no cambia mientras parpadeamos, el mundo cambia mientras asistimos a la transformación.
En el relato de ‘Sentimental Punk’, por ejemplo, hay un personaje que está convencido de que sus huesos se disuelven. Cuando le ocurre tiene que dejar de moverse porque piensa que de lo contrario su cuerpo se desparramaría. Pero quedarse quieto implica rebelarse contra el curso de los acontecimientos. Si el tiempo es una secuencia, detener esa secuencia es atentar contra todo movimiento, contra la vida misma. Por eso ni la vida ni la literatura valen la pena si no se va hacia alguna parte, si no se pretende llegar a ningún lugar.
P: Planteado de otra manera: ¿imaginar «el peor escenario posible» sería capaz de ayudarnos a alcanzar, quizás, un escenario -un poco- mejor?
R: Yo creo que sí. Al fin y al cabo, y parafraseando a Clarice Lispector, la palabra tiene el dominio del mundo.
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