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Las Mil y Una Noches

Jorge Trujillo se ha dado cuenta de que jamás terminará de leer 'Las Mil y Una Noches', siguiendo el ejemplo de Jorge Luis Borges. Los motivos no tienen nada que ver, aunque sí su fascinación por el personaje de Sherezade.

Se cuenta (pero Alá es más sabio, más juicioso, más poderoso y bienhechor) que una mañana de septiembre, momentos antes de salir hacia el aeropuerto rumbo a Madrid, me lancé a coger los dos tomos de Las Mil y Una Noches que llevaban años reprochándome su presencia en la estantería sin que jamás me hubiese atrevido a abrirlos con anterioridad. Aunque su llegada a mi habitación fue por herencia, lo de los libros que esperan con paciencia infinita desde su compra, durante uno, tres, cinco o quince años, hasta ser leídos es algo que habrá que poner sobre la mesa en algún momento.

El caso es que me monté en el avión, cogí la mochila, saqué el primer volumen y, cuando lo abrí, descubrí que estaba impreso en una letra minúscula y a dos columnas por cara durante más de seiscientas páginas. En ese mismo momento asumí que, con casi toda seguridad, jamás terminaría de leer Las Mil y Una Noches. Y también recordé una reflexión de Borges (siempre Borges) sobre su título: ¿por qué mil y una y no mil o novecientos noventa y nueve? Al fin y al cabo, en inglés, por ejemplo, su título es mucho más sobrio: The Arabian Nights, Noches Árabes.

Borges nos cuenta que su primer título parece ser que fue Hazar afsana, Los mil cuentos y, luego, añade una reflexión:

¿Por qué primero mil y después mil y una? Creo que hay dos razones. Una, supersticiosa (la superstición es importante en este caso), según la cual las cifras pares son de mal agüero. Entonces se buscó una cifra impar y felizmente se agregó «y una». Si hubieran puesto novecientas noventa y nueve noches, sentiríamos que falta una noche; en cambio, así, sentimos que nos dan algo infinito y que nos agregan todavía una yapa, una noche.

En mi caso la sensación de infinitud no vino tanto por el título, sino más bien por el crimen de editar un libro en dos columnas, pero reconozco que tener en mi bando a un monstruo como Borges es un consuelo como pocos. Y más consuelo fue, cuando, al releer su ensayo, el argentino contó que tenía en su casa los diecisiete volúmenes de la edición de Burton para, a continuación, lamentarse porque «[s]é que nunca los habré leído todos pero sé que ahí están las noches esperándome». ¡Éxito! Ya no seré el único que jamás terminaré Las Mil y Una Noches. Que Borges no lo lograse porque se quedase ciego es un detalle secundario que no me impide ponerme a su lado. Lo fundamental es que ambos somos Jorge y ninguno se ha leído (del todo) Las Mil y Una Noches.

No obstante esta leve desolación, y tras asumir que jamás lo terminaría, decidí seguir adelante con la lectura y adentrarme en el intrincado bosque de historias que es la obra.

Para quien no lo sepa, el cuento principal de Las Mil y Una Noches es el de Sherezade, la hija del Visir de un reino oriental. La historia comienza con la tragedia del rey Sahriyar, que descubre que su mujer le es infiel con un esclavo -negro, por cierto, que es algo que se encargan de resaltar a cada rato- y que la mentira era conocida por muchos cortesanos y otros siervos. En respuesta a dicha afrenta, como buen soberano absoluto, decide vengarse pasando por la piedra a todos los traidores y, limpio el pasto de ganado, como no es digno de un rey esto de irse con esclavas y prostitutas, adopta una nueva política matrimonial: cada noche convertirá en su reina a la hija virgen de algún noble con la que yacer y, al amanecer, utilizará el práctico método de la ejecución para evitar una nueva infidelidad, repitiendo el proceso día tras días.

Como su nueva política, aunque efectiva, no era del todo discreta, muy pronto huyeron del reino todas las mujeres vírgenes, lo que no impidió que Sahriyar, el rey, reclamase al Visir que le trajese una nueva pretendienta a esposa.

Tras recorrer toda la ciudad sin encontrar mujer virgen alguna, el Visir volvió a su casa temeroso de las consecuencias de su fracaso y, al ver su abatimiento, su hija, Sherezade, le preguntó de dónde venía toda esa pena. El Visir contó a Sherezade lo sucedido, desde el principio hasta el fin, y dijo entonces esta:

«—Por Alá, padre mío, haz que yo me case con el rey, pues, si consigo que no me mate, serviré de rescate a muchas hijas de musulmanes, librándolas de su mano.»

Pese a las reticencias, el Visir finalmente aceptó y, cuando este marchó a comunicar al Rey la decisión, Sherezade aprovechó para explicarle a su hermana el plan:

«Al punto de hallarme yo con el rey, te mandaré llamar y tú acudirás cuando éste (sic) haya dado fin a su escena amorosa conmigo, y entonces me dirás: “¡Oh, hermana! cuenta esas maravillosas historias que nos harán pasar una entretenida noche.” Y yo, entonces, contaré tales historias que, si Alá lo quiere, habrán de salvar y liberar de la crueldad del rey a muchas jóvenes musulmanas

Llegada la noche, el plan se lleva a cabo tal y como Sherezade lo planeó. Tras la escena amorosa (no del todo acorde con el canon actual), nuestra heroína pide al rey que deje venir a la hermana, de quien se quiere despedir antes de que amanezca y asuma su fatal destino. Este se lo concede y la hermana, según lo hablado previamente, le pide que cuente alguna historia.

A partir de aquí, Sherezade comienza su narración y Las Mil y Una Noches se convierte en un laberinto literario de historias que encierran historias que a su vez encierran historias; una especie de Jardín de Senderos que se Bifurcan, por volver a Borges.

El plan se repite noche tras noche hasta que llega un momento, después de mil y una noches (claro), en que el Rey decide perdonarla y ambos vivirán felices.

Aunque exótica e interesante, su lectura (aún incompleta) me pareció una especie de batiburrillo de leyendas y cuentos ancestrales cuyo significado, para ser sincero, se me escapaba. Es aquí donde, meses después, hizo su aparición Stefan Zweig (siempre Zweig) y su Legado de Europa (Ed. Acantilado, 2003), que me desveló la reflexión que Adolf Gelber había hecho sobre el libro:

Sherezade comienza contando historias de culpa e inocencia, de indulto, de crueldad e ingratitud y de la justicia de Dios. Historias que parecen sin conexión, pero que «están entrelazadas como las mallas de una red que va apretándose cada vez más en torno al rey hasta que queda indefenso y enredado en ella». El Rey siente «cómo la voluntad se le escapa, siente cómo noche tras noche aquella mujer sagaz lo engaña acerca de su resolución y quizá sienta ya algo más». Y es que el propósito de Sherezade, señala Gelber a través de Zweig, es contar no solo su propia vida, sino también la de cientos de mujeres que morirán tal vez después de ella. Y narra, dice, «narra para salvarlas a todas», pero, «sobre todo para salvar al propio rey… a quien en lo más íntimo de su corazón reconoce como un hombre sabio y valioso». Quizá, sin embargo, añado yo, la voluntad de salvar al Rey solo nace después, cuando ya han transcurrido varias noches y comienza a asentarse la relación entre ambos.

Una relación que, es cierto, al principio es impuesta, pero que, con el transcurso de la historia se vuelve natural (¿síndrome de Estocolmo?), pues, como reflexiona Zweig, «también [Sherezade] sabía sin duda desde largo tiempo atrás que podría cesar en sus cuentos y su vida estaría segura. Pero tampoco ella quería cesar, porque áquellas (sic) eran noches de amor». Y, si Sherezade sigue contando, ya no es con una intención oculta. Las últimas quinientas noches, dice Gelber, ya se cuentan por contar, «para llenar las noches, las maravillas y dulces noches de amor del Oriente. Y sólo (SIC) cuando su inventiva falla, cuando su corazón no sabe o no quiere más, en la noche milésima [y una], cierra [Sherezade] el ruedo». De golpe, el rey y Sherezade vuelven a la realidad, surgen en el libro los tres hijos que han tenido durante esos casi tres años y él, libre ya de su locura y dolor, le perdona la vida y vuelve a ser un soberano alegre, sabio y justo.

He querido contar esto no solo porque le debo a Revista Popper unos trece artículos y necesitaba rellenar esa página en blanco que, como muchos libros, me reprochaba silenciosa su presencia y mi desdén, sino, sobre todo, porque la sensación que produce sumergirse sobre las infinitas noches árabes ofrece una experiencia distinta para quienes estamos acostumbrados a la lógica occidental que, presumimos, debe encerrar toda historia. Quizá la explicación de Gelber y Zweig diluya, precisamente, esa magia. Tal vez el contraste de esa versión sea precisamente la que anime a continuar. Lo más importante es insistir en que que ni Borges ni yo terminamos, aún, de leer los tomos.

Pero ¡más sabio es Alá y solo él puede distinguir lo que es verdadero de lo que no lo es! ¡Para él nuestra súplica de un feliz y bienaventurado fin (si es que llega algún día)!

Acerca de Jorge Trujillo

Jorge Trujillo (Santa Cruz de Tenerife, 1994) es graduado en Derecho, máster en sectores regulados y abogado colegiado, ocupación que ejerce durante sus ratos libres en un bufete madrileño, aunque profesionalmente se dedica a soñar con ser, algún día, rentista decimonónico. Mientras espera ese dinero que nunca llega, agota sus energías combatiendo a la Administración en el frío ámbito del Derecho Público. Para no caer en la desesperación, escribe textos que nunca termina y abandona blogs que él mismo ha empezado. Fiel a su espíritu rentista y a la dorada mediocridad, su mayor éxito es que en su currículum no hay ningún logro a destacar, salvo, quizá, el de seguir creyendo -en alguna que otra ocasión- en la justicia.

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