En YouTube y las redes sociales circula hoy todavía un breve vídeo, de algo más de tres minutos y medio, en el que Rafael Álvarez, ‘El Brujo’ (Lucena, Córdoba, 1950), en el programa Ratones coloraos del desaparecido Jesús Quintero, reflexiona sobre la ductilidad de las palabras. «No es lo mismo decir yo nací que yo nasí. Yo más bien nasí, porque nasí en Lusena», comienza. Luego cuenta que, con tres meses de vida, sus padres se mudaron «a un pueblecito de la provincia de Jaén donde la gente ceceaba». «Así aprendí yo a hablar confuso, entre el seseo y el ceceo, aprendí el camino de jugar con las palabras, rodar con las palabras, y hasta aquí vine, por el amor de la palabra. Porque, como dijo el poeta, las palabras son dulces andrajos de un linaje de príncipes», concluye.
‘El Brujo’ ni nace ni nase, más bien renace cada vez que se sube al escenario, de donde no tiene intención de bajarse a pesar de sus 72 años y de cuatro décadas de trayectoria profesional. Yo me cito con él en la casa de su hermana Toni, en Torredonjimeno, ese pueblecito del área metropolitana de la provincia de Jaén, a unos 20 kilómetros de la capital, al que llegó con tres meses. Es su guarida secreta, un refugio que aún conserva. Aquí vuelve cada cierto tiempo, siempre buscando amparo en la familia y en lo cotidiano, huyendo de los focos, para no ser el centro de atención, acomodado en la desnudez de espíritu, aunque en su caso sea complicado determinar dónde acaba Rafa y dónde empieza el Brujo. Como el gato de Schrödinger, es los dos a la vez y ninguno al mismo tiempo. Baja las escaleras unos minutos más tarde de la hora acordada. Se disculpa, amable y cálido. Explica que estaba apurando sus minutos de meditación diaria, imprescindible en su rutina vital, y que casi se olvida de la entrevista. «Ha venido mi sobrina a recordármelo», concreta. Su voz relaja como el rumor del mar, poderoso a la vez que compasivo. Precisamente la sobrina nos sirve sendos cafés. Rafa, ojos mínimos y a la vez hiperbólicos, se acomoda en la mesa camilla y da un sorbo a la taza con una calma contagiosa. Hace una broma, siempre con la ironía cosida en la lengua, y se acomoda en el sillón. El maestro del monólogo, el cómico inmortal, el eterno lazarillo, el genio inagotable y, además del personaje, la persona. Las dos caras de la misma moneda. Los dulces andrajos de un linaje llamado existencia.
PREGUNTA: ¿Qué significa para usted volver a Torredonjimeno?
RESPUESTA: Cada vez que pasan más años, significa más. La vida es mágica, para mí es lo más grande, un regalo misterioso que viene del fondo de ese milagro que es la existencia. Yo soy creyente, no creyente ortodoxo de una religión dogmática, sino creyente intuitivo, intuyo la presencia del misterio divino, que es la causa y la referencia última del principio como palabra, como vibración. Esa vibración como base de todo lo que existe es la conciencia, y la fuente de la conciencia es un misterio vivo impresionante. Todos somos conciencia. Yo soy creyente a la manera india, no de un dios que está ahí, frente a unos seres desvalidos que se acogen a su divinidad, temerosos y acojonados porque les puede castigar, eso es un funcionario (ríe de forma sonora), la policía o un juez. Yo creo en un tipo de dios que nos desborda y que se manifiesta a través de la conciencia, y la conciencia es gozo, inteligencia. A medida que tú vives más años y progresas en ese camino de la conciencia, te das cuenta de más cosas, la conciencia se hace más nítida, más permeable. La mente es elástica, cuanto más pides, más te da. Tu vida se ilumina con la conciencia reflexiva sobre los acontecimientos que has ido viviendo, eso que has vivido se ensancha, cobra muchas dimensiones, y tú lo ves siempre con una luz nueva. Cada vez que yo vengo al pueblo, veo más cosas de lo que fue y viví aquí, algo que está siempre ahí enriqueciéndose. El pasado está en el presente enriqueciéndose, el pasado no está muerto. La vida es un sueño, yo era un niño que jugaba por aquí, en estas calles, y que ahora vuelve para hablar de la existencia cada vez que actúa. Yo veía el pueblo a través de la imaginación infantil. Me acuerdo cuando llegaron a la luna los americanos, lo retransmitió por la televisión Jesús Hermida y me quedé con mi amigo Barroso a verlo por la tele, y recuerdo cómo a las cuatro o a las cinco de la mañana se vio a los astronautas pisar la luna, y también la cantidad de gilipolleces que mi amigo y yo dijimos sobre los astros y la ciencia ficción y la conquista del espacio, alucinando en la plaza, con un único policía que de vez en cuando daba una cabezada. Todo eso vuelve a nacer en mí cada vez que vuelvo.
P: Habla usted de conciencia que se ensancha, del pasado que sigue vivo en el presente y de mirar más allá de lo que uno ve, aspectos que parecen lejanos en una sociedad, la actual, enfocada al utilitarismo, a los números rígidos, lo cual resta a la gente capacidad de análisis, porque, de algún modo, se lo dan todo hecho. ¿Un actor como usted, para el que la palabra es vital, cree que eso, la palabra, es el último clavo ardiendo al que aferrarse para que no acabemos siendo personas sin capacidad de análisis?
R: Yo tengo dos espectáculos, Autobiografía de un yogui y El evangelio de San Juan, inclinados hacia la mística. El evangelio de San Juan empieza diciendo «en un principio fue el verbo». Con el principio no me refiero al principio de los tiempos, como si fuera el primer tiempo en el fútbol y el segundo tiempo (acota entre risas), sino el ‘arjé’ de los griegos, la base. Los griegos decían que los principios son las bases sólidas sobre las cuales se asientan las cosas. Cuando decimos que una persona tiene principios, nos referimos al ‘arjé’, a la imagen fundacional de algo. De ahí viene ‘arquetipo’, la imagen antigua, básica, esencial, de ahí viene también arquitectura. La base sobre la que se construye el universo, el ‘arjé’, es la palabra. Es una palabra en el sentido cósmico y sagrado, la vibración. La ciencia moderna sabe que la esencia del universo es vibracional, la esencia o las bases últimas son vibracionales, el átomo es la expresión de una fuerza vibracional, los sabios hindúes sabían que el cosmos, por afinidad, se relaciona con la vibración y a través de ella, y de ahí viene la meditación mantra: tú puedes producir determinados efectos por influir de una manera consciente y con conocimiento sobre la vibración exterior. Fíjese en todo este lío (ríe). Esa es la fuerza de la poesía. Generalmente se piensa que la religión y la poesía son cosas de alucinados y gente de fe, pero los indios conectan estos elementos con la ciencia, hablan de ciencia sagrada, y la poesía es arte basado en conocimiento. Fíjese a dónde nos lleva la palabra: la vida que tenemos está basada en la palabra y en cómo se usa. La toxicidad que hay hoy en día es fruto del mal uso de la palabra, se habla mal, se habla con insidia, se habla con mala hostia, y la atmósfera se resiente, tanto la psíquica como la física, porque todo es vibración. De ahí que sea muy importante el efecto compensador del arte y la cultura, porque el arte y la cultura usan la palabra para recomponer lo que está desequilibrado, el arte ofrece una belleza que compensa al sistema nervioso de tanta fealdad y opresión.
P: De hecho, el teatro que usted hace toma también como base la palabra y las posibilidades que esta ofrece, porque la improvisación tiene un componente muy fuerte. Pero, tratándose precisamente de teatro, ¿no hay también algo de orden en la improvisación, algo de estudio o de método?
R: Lo ha captado usted perfectamente. En mis representaciones hay una improvisación mínima, sí, pero sobre un esquema trabajado por delante, por detrás, por la izquierda, por la derecha, por arriba y por abajo. Le doy vueltas a un tema desde todos los ángulos que puedo, visualizo todas las variantes. Yo no ensayo, yo hago entrenamiento. La diferencia es que un actor, a la manera antigua, ensaya lo que va a hacer igual que un político ensaya su discurso, pero cuando se va la luz, se queda cortado. Un luchador, sin embargo, no sabe cuál va a ser la respuesta del contrincante, se entrena para que, sea cual sea esa respuesta, él dé la contrarrespuesta adecuada, y así es como yo trabajo. Por eso tiendo a no hacer apuntes en el guion durante los entrenamientos. Una vez que se apunta algún giro, la mente tiende a fijarlo y tu esfuerzo se limita a que no se te olvide eso, pero lo que consigues es que la mente esté más constreñida. Hay que seguir probando. Cuando repites algo varias veces y, de forma espontánea, das la misma respuesta, se apunta sólo, eso está vivo.
P: La tendencia del mundo parece ser la contraria, sin embargo. La tecnología nos procura comodidades y nosotros tendemos a ahorrar toda clase de esfuerzo. H. G. Wells preveía, en La máquina del tiempo, un futuro con la humanidad idiotizada fruto de ello. ¿Cree que ese panorama explica el maltrato que hoy sufren el teatro y la cultura?
R: Con el teatro pasó algo sorprendente con la crisis del coronavirus. Cuando se lio la que se lio, mi equipo y yo estábamos en el teatro Bellas Artes de Madrid con el espectáculo Esquilo, nacimiento y muerte de la tragedia. Teníamos vendido el noventa por ciento de las localidades, y tuvimos que devolverlo todo, entradas por valor de más de 300.000 euros. Muchas actuaciones se cancelaron, otras se pospusieron, fue un follón a nivel administrativo, y también hubo una incertidumbre total respecto a cómo nos íbamos a poner en marcha otra vez. Tengo cuatro o cinco personas que trabajan fijas conmigo desde hace veinte años, y fue muy angustioso. Yo pensaba que, con lo difícil que es conseguir que la gente vaya al teatro, quién coño iba a ir con una mascarilla cuando volviéramos a trabajar. Pero nos encontramos con los teatros llenos a pesar de las mascarillas, de las distancias de seguridad y de todas las normas, y también una actitud de voracidad hacia lo que ofrecíamos al público los profesionales de la cultura, algo estremecedor y emocionante fruto del hambre de contacto humano. Se trató de algo muy curioso. Los efectos del coronavirus fueron impactantes en el sentido de que nos descolocaron a todos los niveles. Hubo muchos pronósticos de analistas, de sociólogos y de epidemiólogos sobre la evolución de la pandemia, y todos se quedaron descolocados, nadie se esperaba lo que pasó, salimos de la crisis gorda antes de lo que se pensaba. Hubo una serie de factores que influyeron en los acontecimientos cósmicos y que desconocíamos al noventa por ciento. Hago mis elucubraciones sin tener ni idea, yo no soy científico ni nada. Los análisis eran bastante certeros, pero se hacían sólo usando el material que se conocía, que era el diez por ciento, no el suficiente como para tenerlo todo controlado. Eso pasó con el teatro y con todo. Fue una lección que mucha gente sabia tendrá que empezar a tener en cuenta.
P: En su momento hubo quien dijo que el coronavirus puso de manifiesto lo frágiles que somos actualmente frente a nuestros antepasados, que sufrieron pandemias más feroces y más largas.
R: Es curioso. Es cierto que, antiguamente, no había tanta ciencia, ni tanta tecnología, ni tanto conocimiento médico, y, sin embargo, ahora la fragilidad psicológica es mayor aunque tengamos más defensas frente a los ataques de la naturaleza. Pero también se puso de manifiesto que la naturaleza nos pone en nuestro sitio siempre. Por muchos avances que haya, la propia naturaleza tiende a corregir los desequilibrios. Fue una pandemia que, como contrapartida, trajo un serie de efectos positivos durante los meses de confinamiento en casa, aparte de las desgracias a nivel económico y de salud: la contaminación bajó en las grandes ciudades de una manera estrepitosa, muchos matrimonios se obligaron a mirarse a los ojos (hace una pausa breve) y a separarse después de estar tanto tiempo juntos (suelta una carcajada) y la gente se enfrentó consigo misma, con su propia soledad, no tuvo más remedio que parar, ya que tenemos una civilización que nos impulsa a movernos constantemente, algo que es devastador para nuestro sistema nervioso por el exceso de información que tenemos cada día, lo cual nos genera estrés.
P: Me comentaba antes que su forma de ensayar, de entrenar, es también una forma de estar vivo. Después de casi cincuenta años de trayectoria, usted todavía sigue sobre las tablas, de gira interminable y con ocho obras en cartel. Pero, ¿alguna vez se le ha pasado por la cabeza decir hasta aquí hemos llegado, ya no tengo nada que contar, y retirarse?
R: Se me ha pasado muchas veces, porque es natural, pero por cansancio, no porque no tenga nada que contar. Mientras yo tenga necesidad, mientras tenga la necesidad de sacar adelante a dos adolescentes, que tienen todavía que seguir su camino, encuentro cualquier cosa que contar. Dicho de otra forma: yo, en principio, nunca tengo nada que contar, pero si tengo necesidad, siempre encuentro ese algo que contar. A veces echo un vistazo a las estanterías y veo clásicos de Shakespeare, de otros autores… y digo que, mientras eso esté ahí, siempre habrá cosas que decir. Todo está inventado, todo está contando, lo que nosotros, como actores, podemos hacer, es modificar el orden y trabajar sobre lo que ya hay. Yo me siento joven, soy de esta batalla y sé que mi vida y mi destino es estar todavía en esta briega.
*Imagen de cabecera tomada por Guillermo Casas para la 37ª edición del Festival de Almagro (2014). Publicada originalmente en Flickr con licencia Creative Commons.
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