Hace unas semanas, la escritora y editora Pilar Adón (Madrid, 1971) presentaba en el Tenerife Espacio de las Artes (TEA), y de la mano de la librera y maestra Izaskun Legarza, de la Librería de Mujeres de Canarias, su último trabajo hasta la fecha: Eterno Amor (Páginas de Espuma, 2021), un texto fantástico -en varias de sus acepciones- que nos invita a repensar la relaciones humanas, la relación con el entorno y, particularmente, con las plantas, los árboles y la realidad. Con esa excusa, y con la admiración que despierta Pilar en cada nueva obra que publica, charlamos largo y tendido con ella, para terminar descubriendo que su naturaleza es maravillosa, auténtica e indómita, tal y como demuestra en cada párrafo y en cada respuesta que nos da.
PREGUNTA: Eterno Amor puede ser considerada como una novela corta o como un relato largo, ¿con cuál de las dos alternativas te quedas tú?
RESPUESTA: Pues la verdad es que cuando empecé a escribirlo yo me planteé Eterno Amor como un relato largo. Esa fue mi primera intención, al menos, y lo fue por muchos motivos: por la libertad que permiten esta clase de textos, por la extensión -que jugaba un poco más a favor de esta clase de composiciones que de una novela corta-, por la estructura; pero sí que es cierto que, según iba escribiendo e iba encontrándome con los lectores, ese primer propósito terminó cayendo en saco roto. Ha habido tanta gente que lo ha considerado como una nouvelle que hasta yo misma he empezado a creer que sea cierto, sobre todo por la presencia de subtramas, el tratamiento de los personajes -que es más dilatado de lo que podría haber llegado a ser en el otro subgénero- y demás, aunque luego todo viene dado fundamentalmente por la extensión.
Yo he escrito relatos siempre, y creo que no me muevo mal en ese terreno. Además, considero que los juegos y las travesuras que te permite el relato no te lo permiten subgéneros como la novela, pero ya te digo que al final prefiero dejar las definiciones al gusto del lector.
P: Las mujeres protagonistas de la trama afirman que en la residencia en la que viven «no adjetivamos». ¿Añadirle tantas etiquetas a las cosas, especialmente en el terreno literario, no provoca más confusiones que certezas?
R: Sí, estoy de acuerdo. Fíjate que yo, cuando dejo finales abiertos o cuando me propongo darle mucha libertad al lector para que él mismo decida qué es lo que está leyendo -y qué es lo que no-, lo que estoy haciendo es en pensar en mí como lectora. A mí, por ejemplo, cuando cojo cualquier obra lo que más me gusta es decidir, participar, involucrarme, que me dejen coger aire y me permitan formar parte de la creación, de esa suerte de conversación en que termina derivando siempre la literatura. En este caso, y aunque me haya tocado meterme en la piel de la escritora de nuevo, la libertad que he tratado de dejarle a quien quiera acercarse al texto es tan grande que no me extraña ver la cantidad de interpretaciones que ha ido motivando su lectura. Lleva pasándome toda la vida, pero así es como yo lo sigo viviendo: fascinada, sorprendida de la cantidad de explicaciones fascinantes que surgen y que yo ni siquiera me había imaginado. Así que sí, suelo estar muy a favor de que cada cual interprete lo que quiera y saque sus propias conclusiones.
Volviendo a la pregunta y a lo que te comentaba al principio, sí, estoy de acuerdo con que adjetivar y etiquetar limita más que libera, pero también considero que es algo que cada vez hacemos menos, ¿no? Yo, al menos, tengo la impresión de que según va pasando el tiempo -y dentro del complejo relativismo en que vivimos- cada vez es más difícil decir con certeza y de una manera tajante que un texto pertenece a una categoría concreta, que una autora forma parte de una generación determinada u otras cosas parecidas. Yo creo que, o bien cada vez se dice menos, o bien cada vez se espera un poco más de tiempo a la hora de agrupar; pero ahora mismo, desde luego, a mí me parece algo muy difícil de precisar: los distintos tipos de escritura, las características de una generación, los vínculos literarios que algunos autores mantienen entre sí, etc.
P: Cuando uno escribe, ¿piensa en eso?
R: En mi caso como autora, por ejemplo, me ha pasado mucho el hecho de estar pensando, dándole vueltas a una idea, escribiendo, llegar a una conclusión y de repente decir: «¡Buah! Estoy segura de que esto es algo que sólo se me ha ocurrido a mí»; y luego resulta que te pones a leer un texto ajeno, un ensayo cualquiera, y descubres cómo a principios del siglo XX ya alguien lo había dicho antes y mejor que tú. De esto me di cuenta leyendo Aspectos de la novela, de E. M. Forster, por ejemplo, donde él mismo decía algo similar a que ningún escritor, cuando escribe, piensa: yo lo que realmente quiero ser es un autor eduardiano, o isabelino, o pertenecer a la corriente de los realistas; y es verdad. Cuando leí esa frase de Froster, hace bastante tiempo ya, corroboré una certeza que llevaba mucho tiempo acompañándome, la de no sentirme quién para etiquetar nada o a nadie, al menos dentro de mi faceta como autora. Por otro lado, el papel que juegan en todo esto los críticos, los académicos y los profesores universitarios es bien distinto. A ellos quizás sí que les sirva encontrar similitudes entre escritores y escritoras de la misma época -o de épocas cercanas-, pero es algo que ya le corresponde a otros, no a mí. Si es bueno o si es malo… pues supongo que en algunas circunstancias será cómodo -aunque puede que no sea éste el mejor adjetivo para definirlo [risas]- o conveniente, por facilitar un poco la agrupación, aunque yo lo que creo es que ahora mismo casi todo el mundo va por libre; y aunque las referencias en algunas ocasiones coincidan, los resultados difieren.
P: En una parte de la obra, la voz principal admite comprender que «el amor resultaba imposible entre los seres humanos, igual que resultaba irrealizable la comunicación auténtica». En todo esto, ¿hay una correlación? ¿No somos capaces de comunicarnos, quizá, porque no es suficiente el amor que le profesamos a las palabras? ¿No seremos incapaces de amar porque, en el fondo, nos resulta imposible comunicarlo?
R: Que una cosa pueda derivar de la otra es algo que nunca me había planteado, la verdad; pero en cualquier caso todo tiene que ver con la imposibilidad de comunicar el amor, y creo que eso es algo que a todo el mundo nos pasa. Sea como sea, éstas son siempre declaraciones de los personajes, y es algo que me gustaría dejar claro; aunque, bueno, también te digo que cuando se hacen afirmaciones tan tajantes por parte de los personajes suele ocurrir que derivan de un pensamiento recurrente del autor. En este sentido, la frase y la manera de pensar de la voz protagonista deriva un poco de mis lecturas de Iris Murdoch, pero, sí, desde luego que la comunicación es algo absolutamente imposible; y ya si encima quieres comunicar algo tan bestia como el amor más intenso, la comunicación -por medio de las palabras, al menos- se vuelve incluso dolorosa dentro de su imposibilidad.
No hay sino que volver la vista atrás y recordar esos meses de pandemia y cuarentena en que no pudimos tocarnos, besarnos, abrazarnos… De repente, manifestar el amor se volvió muy complicado, aunque también provocó que se volviera mucho más intenso ante esa complicación. El amor familiar, la necesidad de estar con aquellos a los que amas, con tus padres, con tus hermanos… sin previo aviso se vio todo truncado por una serie de prohibiciones, y fueron esas prohibiciones y la falta de roce las que hicieron plausible, de nuevo, nuestra necesidad de comunicarnos, así como la constatación de que, para según qué cosas, las palabras no nos bastan. Para la exaltación que vivíamos entonces, para esa especie de bola física que se te montaba en la garganta cuando querías expresar tu amor por los demás y no podías, las palabras eran insuficientes, vacías, vulgares. Y eso que nosotros, como escritores, trabajamos con las palabras, pero decirle «te quiero» a alguien, aunque sea sincero, se suele quedar corto, y de ahí es de donde surgen las dificultades de expresión. Además, en los tiempos que vivimos, donde todo parece que tiene que ser inmediato, automático y breve, con el término exacto preparado en todo momento porque si no perdemos la atención, seguimos complicando las cosas. Piénsalo: si ahora la comunicación es una mezcla de rapidez, inmediatez, fluidez y escasez, ¿cómo no va a derivar de todo ello la idea de «imposibilidad»? No obstante, yo sí que creo que como seres humanos somos capaces de amar, aunque luego no seamos capaces de comunicarlo. Lo de que «el amor resultaba imposible entre los seres humanos» es, sin duda, cosa de mi personaje [risas], porque mi opinión no podría estar más alejada.
P: Es una de las premisas que sostiene el antagonista de la historia, el único hombre que se integra en el cónclave de las mujeres protagonistas y, de repente, se pone a exigirles cosas, como el hecho de hacer «un uso preciso del lenguaje. Distingamos fuerza de fortaleza. Fortaleza de fuerza», algo que, evidentemente, ellas mismas realizan. Lo decía Rebecca Solnit en uno de sus ensayos: «Los hombres que explican cosas aún asumen que soy, en una obscena metáfora fecundadora, un recipiente vacío que debe ser rellenado con su sabiduría y conocimiento», y eso es algo que «perpetúa la fealdad de este mundo y retiene su luz». ¿Qué opinas tú al respecto de esos hombres que se creen a sí mismos como los únicos con algún criterio: en literatura, política, arte; en cualquier campo de acción?
R: Sí, lo normal es que sean hombres los que nos suelen explicar esta clase de cosas a las mujeres, pero también es cierto que hay hombres que se lo dicen a otros hombres. Lo que sucede entre las mujeres -en términos generales, sin especificar y hablando del asunto desde una vertiente social- es que, sin darse entre nosotras tan frecuentemente esta clase de comportamientos, hemos tenido que aprender a lidiar con ellos cuando vienen dados por del género masculino. Y, ojo, las explicaciones no son siempre malas: a veces aprendes, cuando hay una cultura más elevada por parte de la otra persona -aunque también pasa con las mujeres, por supuesto-, cuando esa otra persona tiene más conocimientos, más edad o incluso cuando tú misma has cometido un error y te corrigen amablemente; pero sí que es verdad que lo frecuente entre los hombres y las mujeres es que sean ellos quienes más tienden a explicarnos cosas a nosotras. Creo, también, que es algo que se está corrigiendo; pero yo, que ya tengo cincuenta años, a lo largo de mi vida me he visto forzada a lidiar con ello en innumerables ocasiones, y he tenido que aprender a hacerlo: por propia educación, porque es lo que has aprendido y porque, aun sin darlo por hecho, históricamente era lo que tocaba.
De todos modos, ¿qué quiere decir lidiar con estos asuntos? Pues muy sencillo: no sentirte ofendida, no pasarlo mal, aprender a asentir con la cabeza sin darle demasiadas vueltas y pasar rápidamente a lo siguiente, saltar a otra cosa. En resumen: a sobrellevarlo y a sobrevivir, porque si no estaríamos hablando de un enfrentamiento constante. En Eterno Amor, a pesar de aparecer de una manera velada, sutil, cubierta, hay muchas alusiones a este tipo de comportamientos y detalles, como el que tú mismo has mencionado: viene alguien ajeno, intenta imponerse y una de las formas más tajantes que tiene para lograrlo es haciéndole ver a las demás que ellas son las bobas y que él es el único que sabe, que es algo así como cercenarte directamente las piernas desde la rodilla. Y, tal y como te decía, esto es algo que nosotras hemos tenido que ir superando poco a poco para seguir manteniéndonos firmes, a pesar de los cortes. Porque, trayendo tu ejemplo a colación, es evidente que las protagonistas de la trama saben distinguir perfectamente los términos «fuerza» y «fortaleza», pero es él quien les viene con esa especie de sabiduría impuesta que no pretende otra cosa que ir despojándolas de cualquier seguridad. Y no hay nada más terrible que cuando una persona tiene algo que decir, algo que manifestar o una conversación en la que poder participar de repente se la cercene -por usar los mismos términos que antes-, porque es el primer paso para dejarte completamente muda, para quitarte todo el valor que pudieras aportar. Lo más triste es que, aunque la otra persona esté equivocada, desde que te lanzan una flecha así tú ya estás herida; por eso -y no por otra cosa- es por lo que nosotras nos hemos visto forzadas a lidiar con esta situación. Y al final aprendes.
P: Entre hombres y mujeres, precisamente, haces una distinción muy acertada dentro de la obra: «A las mujeres nos gusta encontrar un lugar en el mundo en el que quedarnos, pero (…) los hombres planean constantemente cómo irse a otro sitio». ¿Qué es lo bueno de echar raíces? ¿Y de no sentirse en casa en ninguna parte?
R: En primer lugar, ese tira y afloja planea durante todo el texto, porque la narradora, si te fijas, tiene las mochilas en la puerta a cada rato, sueña con ir a Australia, está constantemente pensando en viajar y, precisamente, en no echar raíces; pero va produciéndose en ella una evolución progresiva que la invita a plantearse si en el fondo no sería mejor quedarse en un sitio para siempre, ver lo bueno que podría tener la estabilidad, y que ya luego culmina con esa metáfora final relacionada con las plantas, que son seres vivos que tampoco pueden moverse. Entonces, ¿qué es lo bueno de echar raíces? Pues la seguridad.
Fíjate que si tengo que poner en dualidad los conceptos de «seguridad» y de «libertad», que es algo que tuve muy presente en los años en que estudié la carrera de Derecho, en mi caso yo siempre creí que terminaría optando por la libertad: la libertad de moverte, de ir, de venir, de cambiar… incluso de no cambiar; y esa es una dualidad que puede palparse en muchos fragmentos del relato. Sea como sea, la mayor ventaja de quedarse en el mismo sitio prolongadamente es esa: la seguridad. Por su parte, la libertad de movimientos te da menos estabilidad y menos certezas.

P: En tu estado de WhatsApp, por ejemplo, tienes escrito: «En un tren». Y yo me pregunto: ¿en un tren hacia dónde? ¿Tiene destino o es como el puente de Aviñón que nombras en el libro: un lugar que no nos lleva a ningún sitio pero que, a su vez, en su momento tuvo sentido?
R: Antes de nada, hay que tener en cuenta que lo del tren lo puse en mi estado de WhatsApp antes de la pandemia [risas], que era cuando literalmente me pasaba la vida dentro de uno: por la promoción de lo que escribía, por alguna promoción de la editorial en la que trabajo (Impedimenta), por placer… y es algo que me encanta. Diría, incluso, que se trata de mi medio de transporte favorito, mucho más que el coche o el avión, y cuando empezó la pandemia no quise quitarlo. En el fondo, creo que todos estamos en un tren: descubriendo, viajando, moviéndonos constantemente. Y lo peor que le puede pasar a una persona es, de hecho, que en algún momento le asalte la sensación de que ya lo ha visto todo, de que ya lo ha hecho todo y de que ya no le queda nada por aprender. A mí, como autora, cuando doy talleres o hago entrevistas es algo que me gusta dejar claro: puede parecer que en el momento en que ya tienes un par de obras publicadas controles ciertos aspectos técnicos de la creación artística, los movimientos de los personajes, las tramas… y es verdad que algo vas aprendiendo -que yo, por ejemplo, en mi primera novela no sabía ni sacar al personaje de casa [risas]-, pero el afán de aprender, de descubrir y de conocer nuevos paisajes tiene que estar siempre ahí; y por eso me decidí a dejar como estado de WhatsApp lo de «En un tren», precisamente.
Respecto a la imagen del puente de Aviñón, es algo también curioso, ¿no? Cómo una de las protagonistas de repente le dice al invasor aquello de que «las cosas están y luego dejan de estar», «pero ahí está la respuesta. Tuvo su uso en su momento», y esa manera de confesar que las cosas siempre sirven para algo en su contexto tiene que ver, de hecho, con la utilidad pasada que solemos olvidar por culpa de la relación fugaz que mantenemos con el presente y lo cercano, pero que debemos tener en cuenta para no olvidarnos de lo que hubo antes de nosotros y que también sirvió para avanzar, y que también fue muy importante. Además, sirve para constatar la belleza de las ruinas, que en mi caso, además, bebe de un amor particular por el Romanticismo [risas].
P: Esto tiene que ver un poco con aquella frase que tienes de que las ruinas funcionan como «símbolo de la permanencia y la negación del vacío» o con lo que Ortega, en La rebelión de las masas, acuñó como «la melancolía de las ruinas» y el «enorme y sempiterno problema: el de las relaciones entre la civilización y lo que quedó tras ella -la naturaleza-, entre lo racional y lo cósmico». Y que ahora «nuestra época se parece más a la alegría y alboroto de chicos que se han escapado de la escuela», que «ya no sabemos lo que va a pasar mañana en el mundo, y eso secretamente nos regocija». ¿Deberíamos relacionarnos más -y mejor- con nuestro propio pasado o lo único que importa realmente es el futuro?
R: Uf. Yo creo que es importantísimo saber de dónde venimos. Del futuro, al fin y al cabo, es que no tenemos -ni podemos tener- la más remota idea, más allá del presente más inmediato. Por su parte, creo que es muy interesante conocer nuestros orígenes, saber qué había antes de que nosotros llegáramos, conocer el motivo de las cosas. Es curioso, además, porque cuando observo a personas mucho más pequeñas que yo suelo darme cuenta de que los jóvenes no tienen ni mucho interés ni mucho conocimiento del pasado; y tampoco te estoy hablando de que no sepan decir lo que es un pantocrátor, sino de conocimientos mucho más generales ligados a la música, al cine, a la literatura… a cosas más o menos agradables. De verdad, me resulta muy complicado pensar que haya gente para la que aprender no sea satisfactorio, personas que prefieran buscar algo en Google a disfrutar del proceso de aprendizaje; algo que, desde mi punto de vista, va en contra del funcionamiento natural de nuestra mente.
P: En un momento dado, la voz narradora sostiene que hay que «reparar las membranas de la inocencia. Las que se van resecando al comprobar que todas las vidas son iguales y que todas las vidas dejan de ser nuevas y relucientes para empezar a deshacerse». En París no se acaba nunca, Enrique Vila-Matas aboga por mantener esa «inocencia» por medio de «la fe en la imaginación». ¿Estás de acuerdo?
R: Más que con la imaginación, yo vinculo la inocencia con la curiosidad, con todo aquello que te respondía hace unos instantes. Creo, como ya te he comentado, que mantener la curiosidad es esencial, al igual que lo es conocer el pasado, las realidades actuales o lo que ocurre en otras partes del mundo. Realmente empezamos a envejecer, a perder la niñez, cuando nuestra curiosidad se marchita y empezamos a pensar que ya no necesitamos saber nada más, que ya estamos de vuelta de todo y nadie va a ser capaz de llegar y enseñarnos cosas nuevas. Desafortunadamente, hay muchas mentes cerradas, personas que se niegan -quizás por comodidad, quizás por inseguridad- a pensar que pueda venir alguien y mostrarles nuevas perspectivas; y yo creo que la vida tiene que ver con eso, ¿no? Con tener la posibilidad de no encerrarnos en nosotros mismos y de descubrir nuevos caminos, nuevas experiencias.
P: Al fin y al cabo, nada tiene que ver una mente a la que le fascinan las ruinas con una mente en ruinas y abatida, ¿no?
R: A mí las ruinas, en general, ya te digo que me fascinan. Ver o imaginar -ya que estábamos hablando de la imaginación- qué hubo antes, qué provocó una determinada situación, es algo que despierta mucho mis sentidos, mis pensamientos y un montón historias a mi alrededor. Y es curioso porque, para mí, hasta hace un par de años lo más interesante cuando viajaba era contemplar la naturaleza, y lo que más me atraía era eso; pero de repente me di cuenta de que había elementos, objetos, edificios o estructuras creados por el ser humano que también me llamaban muchísimo la atención. Fue una sensación curiosa, claro, porque pasar de relacionarme en exclusiva con los árboles, las montañas o el mar a interesarme también por las construcciones humanas me enseñó que decir que «a mí sólo me gusta la naturaleza» es algo demasiado purista y sin mucho sentido, la verdad.
P: La primera frase del relato dice así: «La residencia estaba llena de plantas (…). Con sus distintos significados. Y sus funciones específicas». Grosso modo, ¿cuáles son esas funciones? ¿Qué significan las plantas, las montañas, los bosques para ti?
R: Pues es algo complicado de definir, ciertamente, así que voy a tratar de hablarte de lo que significa todo esto para mí en varios niveles. En cuanto al exclusivamente literario, formal, estructural, narrativo, lo cierto es que para Eterno Amor me sirvieron mucho las plantas. Puede parecer utilitarista, pero es así [risas]. Aquellos tiestos en el interior de la casa, por ejemplo, me dieron una primera imagen muy acertada sobre cómo algunas cosas son controladas desde dentro, movidas a voluntad, para luego terminar ofreciéndome la posibilidad de hablar de la libertad más absoluta, cuando se nombran las encinas, las higueras, los árboles leñosos, ejemplos todos de la naturaleza más indómita y exterior. Es un modo, por así decirlo, de ir in crescendo, de pasar de un estado domesticado a uno salvaje. Las plantas son las que abren el texto y las plantas son las que lo cierran, y acompañan al lector en todo momento.
Dentro del nivel contemplativo, de lo que a mí me supone a nivel personal asomarme a la naturaleza, yo creo que obedece, más bien, a una necesidad humana. Ya dejó escrito alguien alguna vez -quizás John Fowles, pero ahora no lo recuerdo- que los hombres y las mujeres nos deshumanizamos en las ciudades en cuanto carecemos de árboles, de aire y de una conexión real con los animales. Y, efectivamente, yo creo que la conexión con todo esto nos vuelve menos quejicas, menos miedosos y menos tremendistas. El trato con los animales, sin ir más lejos, nos invita a conocer el comportamiento de otros seres vivos, y nos deja claro que no somos el centro del universo. Es algo que suelo pensar a menudo, de hecho; que la gente de generaciones previas, que vivían con un mayor contacto con la naturaleza y con animales de todo tipo dentro de sus casas, era mucho más recia y mucho menos pusilánime que nosotros, que los habitantes de las ciudades modernas. Y tampoco quiero idealizar las cosas, pero sí creo que es importante no ser pusilánimes y que, quizá, ver la vida desde un punto de vista un poco más animal puede ser hasta sano. Por eso yo abogo por regresar al pueblo, a los entornos naturales, a esos lugares donde uno se siente en comunión consigo mismo, con el entorno y con los demás; pero, repito, tampoco conviene idealizarlo.
P: Todo esto me recuerda a uno de los momentos en que afirmas dentro del texto que «un paisaje puede sanar». Entiendo, por tanto, que no eres la opinión de que «al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver», como cantaba Sabina en Peces de ciudad, ¿verdad?
R: Sí, totalmente. De hecho, no entiendo esa frase en absoluto [risas]. Lo que hay que hacer es volver siempre a los lugares donde se ha sido feliz sin miedo a estropearlo, porque muchas veces tenemos esos reparos, esas prevenciones, y hay que seguir haciendo aquellas cosas que nos entusiasman. Por ejemplo, imagínate que a mí, que me encanta escribir, me diera pudor volver a intentar hacer un relato después de haber escrito un texto bueno o un texto con el que me lo haya pasado estupendamente, como fue el caso de Eterno Amor… Sería mi perdición. Al contrario, considero que hay que perseverar, incidir y repetir en los elementos, actividades y hechos que nos hacen felices. Y lo mismo ocurre con los lugares, la naturaleza y los paisajes.
Ahora mismo, algo que me llama muchísimo la atención dentro del concepto «paisaje» es la manera que tenemos de reconocernos en ellos, de sentirlos como propios y de amarlos, por mucho que hayas visitado otros lugares mucho más espectaculares o paradisíacos. Son esos, precisamente, los que yo creo que pueden sanar, que es algo que dice una de las protagonistas de la trama. En este caso, además, sí que estoy de acuerdo con ella [risas], porque en cada persona que conozco constato que todos tenemos un lugar especial, que quizás para mí esté compuesto por montañas y pinos, pero que para otro puede ser el desierto, porque resulta que nació cerca de uno y es lo que le gusta recordar. Sea como sea, todos estamos vinculados a un paisaje, y la reflexión y la identidad que brotan de un territorio son capaces de vincularnos para siempre a él.

P: Según tus propias palabras -dentro de la obra-, «de noche todas las sombras son monstruos». ¿De qué modo estimulan esas sombras la conciencia del escritor? En tu caso, ¿confeccionan un contexto propicio para escribir?
R: Mira, yo recuerdo que hace muchos años, leyendo a Marguerite Duras, que es una autora por la que sentía un amor absoluto, me topé con una frase que decía que un escritor debería ser capaz de escribir en cualquier lugar y en cualquier circunstancia; y cuando leí aquello me dije a mí misma: «sí, claro, venga ya» [risas]. Por aquel entonces, por ejemplo, yo sólo podía ponerme con mis textos si había silencio absoluto, si era de noche y si tenía cerca mis libros y mi taza de café; sin embargo, poco a poco he ido comprendiendo mejor la frase de Duras. No te digo que yo ahora mismo sea capaz de escribir en cualquier momento y en cualquier circunstancia, pero sí que he terminado entendiendo que en cualquier lugar y en cualquier circunstancia hay que estar al servicio de los personajes y al servicio de la escritura, no al servicio del escritor o de sus manías. Es decir, que cuando hablamos de una novela o de un texto de ficción el autor cuenta muy poco, importa cero. Da igual su entorno, si estaba tomando notas en China o en Australia, lo importante es el texto, los personajes, la coherencia y que el pacto ficcional se mantenga hasta el final. Entonces, ¿que cómo escribo actualmente? Pues en cuanto puedo, la verdad [risas]. Es así de raro: muy fácil de decir y muy difícil de comprender, supongo; pero no tengo unos horarios concretos: escribo cuando me asalta la necesidad. Lo que sí intento hacer es escribir todos los días, aunque a veces borre el resultado al día siguiente o no alcance más de diez líneas en una jornada. También corrijo muchísimo. Cada vez que tengo un hueco vuelvo a leer lo que llevaba escrito hasta el momento, y da igual que también lo hubiese hecho la tarde anterior. En esos momentos, además, suele asaltarme el pudor de decir: ¿quién es la Pilar de junio que se atreve a corregir a la Pilar de mayo? Porque la Pilar de mayo lo hizo lo mejor posible, y quién soy yo para venir a enmendarle la plana a quien tan concienzudamente lo intentó [risas]; pero, bueno, el mundo de la escritura y de la creación exige estar tomando decisiones constantemente, tener mucha seguridad a cada momento -porque si dudas estás perdida- y arriesgarse todo el rato, porque si no el proceso se paraliza.
Dicho esto, a mí puedes encontrarme viendo la televisión y levantándome para escribir, o hablando con alguien y de repente observar que estoy tomando notas, que es otra de las cosas que me suponen una pequeña lucha interna conmigo misma porque pienso: ¿quién eres tú, Pilar, para interrumpir un grato momento de conversación con amigos para ponerte a pensar en si lo que has escrito merece la pena? ¿Cómo te atreves? Aunque suelo concluir que somos capaces de hacer las dos cosas a la vez [risas]. Además, creo que solemos castigarnos más a nosotros mismos de lo que luego lo haría el resto. O sea, que yo me digo estas cosas a mí misma, pero recuerdo una ocasión en que pude conocer a Joyce Carol Oates en Bilbao y ver cómo durante el almuerzo, mientras todos comíamos y charlábamos, sacaba un tarjetón y se ponía a apuntar sus ideas; y a mí me pareció lo más normal y natural del mundo. Hombre, si le vino una revelación en ese momento, ¿qué otra cosa iba a hacer? ¡Pues escribirla! Pero con nosotros mismos sí que solemos tener un poco más de mano dura [risas].
P: Esta cuestión me recuerda a otra de las frases del antagonista de la obra, cuando les decía a las mujeres de la residencia que nadie «debería alardear de sus propias bondades espirituales», pues solía resultar «peligroso». Llegados a este punto, y como broche final, ¿de qué se puede alardear en el presente?
R: Claro, en este caso el personaje antagonista les dice esto a las mujeres de la residencia porque se ve a sí mismo como si fuera una especie de mensajero celestial encargado de atajar cualquier clase de pecado, incluida la soberbia. Ahora que me lo preguntas a mí, yo te diría que hay buscar el dificilísimo justo término de ir reconociendo los esfuerzos y las metas cumplidas, pero siendo conscientes de que todavía queda mucho por andar. Eso siempre.
*Imagen de cabecera tomada y cedida por Luis Niño.
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