Después de haber acumulado grandes éxitos en Cataluña, la obra de teatro A.K.A. (Also Known As), ganadora de dos Premios Max -al texto teatral revelación y a mejor actor protagonista-, llega al Teatro Quique San Francisco de Madrid, donde estará representándose hasta el próximo viernes (1 de octubre). Con este motivo, y aprovechando la ocasión, nos acercamos y charlamos con su creador, el dramaturgo Daniel J. Meyer (Buenos Aires, 1982), que, como su protagonista, es más increíble de lo que aparenta, y eso que lo que aparenta -o lo que pretende aparentar sobre la escena y bajo la capucha- ya era lo suficientemente sublime.
PREGUNTA: Para referirse a sus primeros años, en ‘La lección de anatomía’ (Anagrama, 2014) Marta Sanz cita a Kurt Vonnegut y admite que «hay que tener mucho cuidado» porque uno es finalmente lo que aparenta. El mismo título de la obra, A.K.A. (Also Known As) –también conocido como-, alude a la personalidad y a las apariencias, a cómo el modo en que somos percibidos por los demás nos afecta. En la juventud, ¿cómo de determinantes son estas experiencias?
RESPUESTA: En primer lugar, he de admitir que el título lo puse tiempo después de haber terminado la obra, que tardé una noche en escribir, del tirón, y no dudé en pasarle a Montse Rodríguez, a quien por entonces aún no conocía y que inmediatamente se animó a dirigirla. Desde ese momento, yo ya tenía muy claro que quería que su espíritu estuviera muy relacionado con el hip hop, y buscando terminología relacionada con el mundillo me pareció que A.K.A. estaba muy relacionada con el asunto, con las cuestiones de identidad y con lo que uno siente que es y lo que luego resulta que no. En mi opinión, vivimos en una sociedad obsesivamente exhibicionista, donde a veces nos olvidamos de quiénes queremos ser y estamos más pendientes de lo que aparentamos. Por ejemplo, sobre el asunto de las redes sociales, que es algo que me apetecía explorar, considero que están muy bien si sabes hacer uso de ellas, si eres consciente de tu alias -que es lo que significa A.K.A. al final-, y siempre y cuando no permitas que te coma el personaje y que tu verdadera personalidad se estigmatice. Además, la personalidad nunca es unívoca; al contrario, es poliédrica, pues todos somos de acuerdo a nuestro entorno, de acuerdo a las personas que tenemos alrededor. Lo único seguro es que debemos defenderla a rajatabla. Por suerte, cada vez se habla más de estos temas, tan relacionados con la salud mental y con el autodescubrimiento, y tan determinantes para conocer quién eres de verdad, qué quieres y evitar dejarte llevar por aquello que los demás opinen, crean o imaginen. Debemos mantener nuestra esencia.
P: En la misma novela, Marta Sanz apunta que «los niños han de poseer un corazón que late a muchas pulsaciones y tiempo por delante, para no encerrarse en un cuarto y renunciar a todo con un cansancio anticipado». Es curioso, porque Carlos, el protagonista de A.K.A., suele encerrarse en su cuarto a menudo, que es el lugar a donde acude -y acudíamos nosotros de adolescentes-, paradójicamente, para experimentar un poco de libertad…
R: Cuando éramos jóvenes y hoy en día también. Cada vez estamos más condicionados a la hora de decidir qué es lo que mostramos. Muchas empresas, por ejemplo, nos analizan y nos juzgan en función del tipo de cosas que compramos, del modo en que actuamos en las redes sociales o por nuestras relaciones y con quienes nos juntamos; y ese es el primer paso para terminar olvidándonos de nuestro talento y de nuestra valía. En este sentido, es evidente que A.K.A. habla sobre un adolescente, pero yo no creo que la temática sea adolescente de por sí, pues habla un poco de todos nosotros. Yo, al menos, no la escribí pensando en la adolescencia, porque además no creo en ella.
Considero que los adolescentes son adultos con otros valores. El mismo término es ya, en realidad, bastante reciente, y si tú le preguntas a tu abuelo sobre su adolescencia, él te contestará: ¿adolescencia? ¿qué es eso? Porque hasta hace unos años no existía.
Respecto a las libertades que uno tiene en su habitación, yo creo que deberíamos volver a reivindicar el hecho de ser quienes debemos ser en cualquier entorno, independientemente de que deban existir una serie de protocolos, unas formas y unas normas de conducta, por supuesto, que creo que también son necesarias. Al fin y al cabo, las formas son las que establecen los límites, que, en última instancia, es lo que garantiza nuestra libertad. Al fin y al cabo, la libertad sin límites no es libertad, es libertinaje. El hecho de refugiarte en tu habitación puede darte esa libertad que necesitas, pero también deberíamos poder encontrarla en otros ámbitos. Somos libres dentro de nuestras habitaciones porque nadie nos mira ni nos juzga, y eso es algo por lo que debemos de luchar en diferentes terrenos: el derecho a ser nosotros mismos.
P: Además de encerrarse en su habitación, en la obra Carlos va a una especie de terapia en grupo en la que, en vez de contar las cosas malas, le gustaba compartir las cosas buenas que le pasaban. ¿Por qué no podríamos pensar así más a menudo?
R: En este sentido, yo creo que hay dos cosas fundamentales: una tiene que ver con el personaje de Carlos en particular y la otra tiene que ver con el mundo que habitamos. No en vano, vivimos en la sociedad de la inmediatez y del drama, de las teorías del estrés constante y del estímulo, que dicen que si tú no llamas la atención de la gente a cada rato, la gente se para y piensa; y, claro, dentro de la vorágine del capitalismo salvaje en que vivimos pensar nunca conviene.
Por ejemplo, hace unas semanas todos estábamos pegados a la televisión viendo las noticias sobre Afganistán, que habría que ver cuánto nos interesaba hace veinte años. Ahora, lo que nos interesa es el volcán de La Palma… Desde luego, nos toca vivir los acontecimientos de acuerdo al lugar donde los otros han decidido colocar el foco de atención, y lo suelen poner siempre sobre el drama. Al final, todo es una cuestión de narrativa, y estar bien no es ningún drama. Ni siquiera es algo que esté aceptado del todo: se puede estar eufórico, está normalizado exhibir que estás a tope, de fiesta o en un viaje increíble; pero estar bien a secas no mola demasiado. En esta vida todo tiene que ser excesivo, tanto para bien como para mal; y estar bien, estar relajado no tiene gancho a nivel narrativo, y eso es muy difícil que alguien lo comparta.
En la obra, por ejemplo, lo que al protagonista le pasa es que está bien. Se siente de aquí, no tiene ningún problema más allá de sus altibajos o de la euforia derivada del primer amor, como cualquier adolescente que no tiene demasiadas complicaciones. Los problemas se los meten otras personas, que son quienes le hacen replantearse su identidad. ¿Por qué va a estas reuniones? Pues no porque quiera, sino porque su madre percibe que puede tener un problema latente y le insiste. Él ve que tampoco le sienta mal reflexionar sobre determinados asuntos, pero tampoco tiene ganas de hablar porque, como te digo, para él ser adoptado no es un problema, ni tampoco tener otro color de piel o algo por el estilo. El juego dramatúrgico de la obra pasa precisamente por esa ausencia de problemas del protagonista. El problema, desgraciadamente, se lo metemos nosotros.
P: Sea como sea, también es importante compartir y normalizar el hecho de contar las cosas malas, ¿no?
R: Claro. 100%. O sea, hay que encontrar el entorno donde poder contarlo y donde sentirte cómodo contándolo, pero hacerlo es algo básico. Tal y como te decía, y es algo que además constato en mis lecturas, vivimos en la sociedad del estar muy mal o muy bien. No está permitido estar simplemente mal: sí el estarlo mucho, tener un drama, poner en Twitter palabras dedicadas a tu abuelo muerto; pero estar sólo mal no está permitido.
Hoy por hoy existen profesionales que te ayudan a entender esta parte de la vida, porque estar mal es un estado y, de hecho, si no estás mal alguna vez jamás podrás estar bien del todo. Es un ejemplo muy Disney, muy de la película de Inside Out, pero es una realidad: si no aceptas que estás mal y que a veces estás triste, no vas a poder sentir la felicidad cuando ésta se manifieste. Muchas cosas existen por antítesis y este es un gran ejemplo. Además, los profesionales te pueden ayudar a hablar de estas cuestiones y a mostrarte las herramientas que te servirán para vehicular esas sensaciones y esos sentimientos.
Luego, por el otro lado, también hay una presión colectiva que parece decirnos que lo importante en esta vida es estar bien, pero que si encima te encuentras mal tienes que buscar una solución y exteriorizarlo. Pero es que a veces no hace falta: basta con acompañar a los demás, con saber estar con la gente a la que quieres. Suele estigmatizarse a quien no quiere contar las cosas malas, de hecho, y parece que no querer contar es no querer encontrar remedio; pero es que no siempre hay que buscarlo. Estar mal es un estado y no hace falta borrarlo del mapa. Lo que hace falta es sentirse cobijado y acompañado, y poder hablarlo si uno quiere. Si no, tampoco pasa nada.

P: En la obra se trata el asunto del racismo, que es uno de esos problemas que el protagonista no tiene pero que como sociedad nos empeñamos en inocularle. De hecho, la xenofobia le juega una mala pasada y le causa graves problemas con la justicia. A estas alturas, te pregunto: ¿cómo pueden condenar cosas condenables?
R: Lamentablemente es el pan de cada día, ¿no? Y más aún en sociedades en las que yo creo que aún no terminamos de creer muy bien en los Derechos Humanos. Yo siempre digo lo mismo: con los Derechos Humanos, o te los crees todos y los defiendes a ultranza, o hay una pequeña hipocresía, algo que falla. Uno no puede escoger, luchar por unos y menospreciar otros, decir que defiendes el feminismo pero también que hay que tener cuidado con los inmigrantes… Aquí, o crees en el ser humano en su totalidad, con todos sus derechos, o no crees en nada; y el resto te convertirte en un hipócrita.
Otra cosa es, evidentemente, el hecho de que nadie puede ser coherente del todo, y que a todos nos quedan siempre cosas que aprender; pero al menos hay que ser conscientes.
Que cómo puede condenar algo condenable, me preguntas, pues no lo sé; pero, por desgracia, pasa mucho. Voy a soltar el primer ejemplo que se me viene a la mente: ¿cómo un país que se compromete en su Constitución a defender los Derechos Humanos y que se jacta de tener libertad de expresión puede condenar a un rapero por meterse con la monarquía? O sea, no es cuestión de hacer una ofensa de manera gratuita, sino de vehicularla como consecuencia de una expresión artística, que es algo de lo que la gente suele olvidarse: de que la ficción -o cualquier otro tipo de arte- tiene una poesía intrínseca, y de que ésta se encuentra elevada sobre la realidad. Es una forma de conducirla, de entenderla, y no siempre se refiere a ella de manera explícita o directa. De hecho, cuando creemos que el arte es explícito tenemos un grandísimo problema porque estamos juzgándolo bajo la moral jurídica de la realidad, y no puede haber algo más alejado. Por ejemplo, si yo me pongo a escribir una obra sobre un asesino no es porque defienda que haya que salir a matar a todo el mundo; es, precisamente, una forma de vehicular la realidad y de confeccionar, en todo caso, una crítica o un discurso.
En los noventa nos hicieron creer que ya estaba todo conseguido, y para nada. Los Derechos Humanos son algo que siempre habrá que defender porque, si no, te los comen enseguida. Además, ¿cómo puedes pensar que ya estaba todo conseguido si viajabas a Arabia Saudí y las personas LGTBI tenían prohibido el acceso y las mujeres no podían conducir? ¿Cómo casa todo esto con el concepto de globalización que también defendían algunos en aquellos años? Los Derechos Humanos son Derechos Humanos porque creen en la humanidad, y hasta que toda la humanidad no haya conseguido implantarlos no habremos avanzado en nada. Ya luego habrá que ponerse a pensar acerca de si la moral de estos derechos es una moral occidental que ha triunfado tras pisar otros sistemas de valores diferentes, que es algo totalmente discutible; pero lo que está claro es que hay que seguir defendiéndolos, porque nunca nada está ganado.
P: Hablando de cosas malas, hay dos maneras de llevarlas: con rabia o con dolor, y Carlos, a pesar de sufrir en sus carnes una serie de injusticias y de abusos, no parece sentir el más mínimo rencor…
R: Te vuelvo a decir que ahí hay un poco de trampa [risas]. La dramaturgia, sin ir más lejos, se basa en elegir qué quieres mostrar. Por ejemplo, hay muchas cosas que seguramente haya vivido el protagonista que yo no quiero que se sepan, sensaciones que no quiero plasmar a propósito. Además, si él sintiese rabia ante las injusticias que padece tú sentirías pena; en cambio, si yo a ti no te enseño su rabia pero sí su superación, al final el drama no le sucede a él, sino que te sucede a ti como espectador. Tú eres quien va a vivir esa rabia y a escandalizarse diciendo: «¿Pero qué mierda le hemos provocado a Carlos como sociedad? Y encima el tío tiene la entereza de seguir adelante, sin rencor…».
¿Te acuerdas de Malala, la que fue Premio Nobel de la Paz en 2014? Tú la veías y no pensabas: «pobre…», sino al contrario: «pobre imbécil que soy yo, que vivo en una sociedad como esta…». La narrativa de Hollywood sí que va más en este sentido, que es igual de válido: el típico viaje del héroe, que en un momento dado se tiene que quebrar y tiene que dar lugar al enfrentamiento y a la superación; pero yo, aquí, a quien convoco es al público. Y quien pierde es el público, no el héroe.
P: Un elemento fundamental de la trama son las sudaderas con capucha, que a veces nos ayudan a escondernos. En tu opinión, ¿las capuchas mejor subidas o bajadas sin remordimientos?
R: Las capuchas hay que ponérselas y sacárselas cuando uno quiera. Nadie puede obligarte a hacer una cosa o la otra, y esto es algo que debería aplicarse a todos los ámbitos de la existencia. Es decir, nadie le puede decir a nadie cuando debe salir del armario o cómo afrontar una adopción, que es algo que aparece en la obra y que suele estar lleno de estigmas. O sea, de la gente adoptada siempre se espera que en algún momento de su vida busquen a sus padres biológicos, porque si no estaría renegando de su identidad. Y si no los busca es porque entendemos que algo estará ocultando. Bueno, pues no: dejémosle vivir el proceso a cada cual de la manera que quiera, ¿no? Quizás no le interesa lo más mínimo saber cuáles son sus orígenes, y eso también es completamente válido. O como sucede con esa gente que dice: «Fulanito es gay y no sale del armario, debería atreverse»; pues tampoco. Quizás Fulanito tiene sus inquietudes y quiere que se queden así: en inquietudes, sin la obligación o la necesidad de ejercerlas; y también es algo válido. Al final, todas estos procesos son personales, y con la voluntad de ponerse y quitarse la capucha pasa lo mismo: si en un momento quiero taparme, pues adelante con ella; si luego te la quieres sacar, hazlo sin problema; y si más tarde quieres volver a ponértela, sigue sin haber ningún problema, ningún retroceso. Es tu voluntad y es tu manera de vivir distintos procesos.

P: Hay una escena en que el protagonista recrea cómo vacilan las manos -y cómo acarician, cómo juegan y cómo tiemblan- cuando están a punto de cogerle la cara a la amada y darle un primer beso. Sin representar el beso, las manos expresan toda la intimidad del momento, y eso que parece que vivamos en la época en que lo íntimo tiene que estar ligado al sexo…
R: Esa es una de las tantas maravillas que creó Montse. Porque en el texto no está todo perfectamente detallado: sí que se avisa cuándo le toca a Carlos ponerse y quitarse la capucha, por ejemplo. O cuándo tiene que montarse una coreografía, pero sin entrar en demasiadas descripciones o dar demasiadas pistas. En cuanto a la escena de las manos que comentas, efectivamente: es el modo que Montse se inventó para explicar -maravillosamente- en qué consiste el primer beso.
También ocurre en la escena de la masturbación: no queríamos ser explícitos, simplemente mostrar qué sucede cuando estás viviendo esta clase de momentos y buscar su corporalidad. La única pista que yo daba en el texto, de hecho, estaba resumida en una palabra que se repite varias veces, incluso al final: «magia».
Esa fue la única discusión que tuve con Montse, por cierto. Ella no entendía cómo después de todo lo que le sucede a Carlos él pueda terminar diciendo «magia», pero es por todo lo que ya hemos comentado: porque si no hubiera dicho «magia» el que se iría con el rencor sería él. Pero no: al decir «magia» implica que sigue creyendo en el amor y que su vida sigue, y los únicos que nos quedamos mal y fastidiados somos nosotros como público.
Volviendo al tema de la intimidad, yo creo que ésta se logra, precisamente, cuando hacemos esas cosas a las que estamos muy poco acostumbrados, como puede ser mirarnos a los ojos, escuchar, estar conectados con el otro dejando el móvil lejos y centrándonos en el momento actual. Eso es intimidad. También puedes llamarla complicidad, incluso amor, pero lo que significa es que el mundo exterior se nos cierra y no nos importa demasiado, porque estamos completamente con el otro. El sexo será la mayor expresión de intimidad para algunos, aunque yo creo que esto viene de una concepción judeocristiana un poco arcaica, y que en realidad hay otras cosas mucho más íntimas y privadas, como bien podría ser dormir acompañado. Me parece muchísimo más íntimo y privado pasar la noche entera con alguien que tener sexo por divertimento, la verdad.
P: Por último, ¿dirías que la juventud es la etapa de la vida en que más hay que arriesgar por los sueños? Ya luego vendrán las responsabilidades y las ataduras, pero, ¿no habría que fomentar más la ilusión mientras somos pequeños?
R: Yo creo que la juventud es una etapa donde se tiene que intentar tener los menores miedos posibles. O sea, crecer implica irse llenando de miedos y toparse con la realidad, que lo único a lo que te acerca es a más decepciones y a la hostilidad del mundo.
Al final, cuando Carlos dice que, después de todo, él «es lo que es», no es tanto una resignación, sino un balde de agua fría del que seguramente también saldrá adelante. Pero es algo que nos pasa día a día, ¿no?
Yo creo, entonces, que durante la juventud hay que intentar tener la suficiente libertad como para reflexionar sobre quiénes queremos ser con la menor cantidad de miedos y dudas. Porque hay un montón de miedos que ya te quitarás cuando seas adulto, es verdad; pero que sin duda son más difíciles de superar porque el paso del tiempo se nota.
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